Capítulo II De la hesyquia-Sentencias de los padres del desierto



1 El abad Antonio dijo: «Los peces que se detienen sobre la tierra firme, mueren. Del mismo modo los monjes que remolonean fuera de su celda, o que pierden su tiempo con la gente del mundo se apartan de su propósito de hesyquia.
Conviene, pues, que lo mismo que el pez al mar, nosotros volvamos a nuestra celda lo antes posible. No sea que remoloneando fuera, olvidemos la guarda de lo de dentro».

2 Dijo también: «El que permanece en la soledad y la hesyquia se libera de tres géneros de lucha: la del oído, la de la palabra y la de la vista.
No le queda más que un solo combate: el del corazón».

3 El abad Arsenio, cuando todavía estaba en palacio, oró al Señor diciendo: «Señor, condúceme a la salvación».
Y escuchó una voz que le dijo: «Arsenio, huye de los hombres y te salvarás».
Una vez incorporado a la vida monástica, oró de nuevo con las mismas palabras. Y escuchó a la voz que decía: «Arsenio, huye, calla y practica la hesyquia; éstas son las raíces para no pecar».

4 El arzobispo Teófilo, de feliz memoria, vino un día con un juez al abad Arsenio. Y el arzobispo le interrogó para escuchar una palabra de él.

El anciano guardó un momento de silencio, y le respondió: «Si os digo una palabra, ¿la cumpliréis?». Se lo prometieron así.
Y el anciano les dijo: «Si oís decir que Arsenio está en determinado lugar, ¡no vayáis allí!».

Otra vez, el arzobispo quiso verle, envió antes a preguntar si le recibiría. El anciano mandó que le respondieran: «Si vienes te recibiré. Pero si te recibo a ti, recibiré a todo el mundo. Y entonces, ya no perteneceré más a este lugar».
Ante estas palabras, el arzobispo dijo: «Si voy a hacer que se marche, nunca jamás iré a ver a ese santo varón».

5 El abad Arsenio llegó un día a un cañaveral, y el viento agitaba las cañas. El anciano dijo a los hermanos: «¿Qué es eso que se mueve?».
«Son las cañas», le respondieron.
«Ciertamente, si uno se encuentra en plena hesyquia y escucha el canto de un pájaro, su corazón ya no poseerá esa hesyquia. Siendo esto así, ¿que será de vosotros con el ruido de esas cañas?».

6 Se contaba del abad Arsenio que tenía su celda a treinta y dos millas de distancia, y que rara vez salía de ella, pues otros se encargaban de traerle lo que necesitaba.

Pero cuando Scitia fue devastado, marchó de allí llorando y dijo: «El mundo ha perdido Roma y los monjes han perdido Scitia».

7 Una vez que el abad Arsenio se encontraba en Canope, vino de Roma una matrona virgen, muy rica y temerosa de Dios, para verle. La recibió el arzobispo Teófilo y ella le pidió que intercediese ante el anciano para que la recibiera.
El arzobispo se llegó a él y le dijo: «Una matrona ha venido de Roma y quiere verte».
Pero el anciano no consintió en recibirla. Cuando la dama recibió la respuesta, hizo preparar su cabalgadura diciendo: «Confío en Dios que he de verle. En nuestra ciudad hay muchos hombres, pero yo he venido a ver no un hombre sino un profeta».
Y al llegar a la celda del anciano, por disposición divina, el anciano se encontraba providencialmente fuera de ella. Y al verle la matrona se arrojó a sus pies.

Pero él, indignado, la levantó y le dijo mirándola fijamente: «Si quieres ver mi rostro ¡míralo!». Pero ella, llena de confusión no le miró.
El anciano continuó: «¿No has oído hablar de mis obras? Eso es lo que hay que mirar. ¿Cómo te has atrevido a hacer una travesía tan larga? ¿No sabes que eres una mujer y que una mujer no debe salir a ninguna parte? Irás a Roma y dirás a las demás, mujeres: "He visto a Arsenio", y convertirás el mar en un camino para que las mujeres vengan a yerme?».
Ella respondió: «Si Dios quiere que vuelva a Roma, no permitiré a ninguna mujer que venga aquí. Pero ruega por mí y acuérdate siempre de mi».
Arsenio le contestó: «Pide a Dios que borre de mi corazón tu recuerdo».

Al escuchar estas palabras ella se retiró llena de turbación, y al llegar a Alejandría cayó enferma a causa de la tristeza. Se comunicó su enfermedad al arzobispo, que vino para consolarla y le preguntó que le sucedía.
Ella le dijo: «¡Ojalá no hubiera ido allí! Dije al anciano: "Acuérdate de mí" y me respondió: "¡Pide a Dios que borre de mi corazón tu memoria!". Y me muero por ello de tristeza».

Y el arzobispo le dijo: «¿No te das cuenta de que eres una mujer y que el enemigo combate a los santos por las mujeres? Por eso te ha hablado así el anciano. Pero él rogará sin cesar por tu alma».
De este modo quedó curado el corazón de la buena mujer y volvió a su casa llena de alegría.

8 Dijo el abad Evagrio: «Arranca de ti las múltiples afecciones, para que no se turbe tu corazón y desaparezca la hesyquia».

9 En Scitia, un hermano vino al encuentro del abad Moisés, para pedirle una palabra. Y el anciano le dijo: «Vete y siéntate en tu celda; y tu celda te lo enseñará todo».

10 El abad Moisés dijo: «El hombre que huye del hombre es semejante a la uva madura; el que convive con los hombres, a la uva amarga».

11 El abad Nilo dijo: «El que ama la hesyquia permanece invulnerable a las flechas del enemigo; el que se mezcla con la muchedumbre, recibirá frecuentes heridas».

12 El abad Pastor dijo: «El origen de los males es la disipación». Dijo también: «Es bueno huir de las cosas corporales. Pues mientras uno está enfrascado en la lucha corporal, se parece al hombre que permanece de pie junto a un lago muy profundo: el enemigo le precipitará en él fácilmente en el momento que lo estime conveniente. Pero cuando se está lejos de las cosas corporales, se parece al hombre lejos del pozo; si el enemigo le arrastra para precipitarle en él, mientras tira de él con violencia, Dios le envía su ayuda».

13 Abraham, discípulo de abad Sisoés, le decía en cierta ocasión: «Padre, has envejecido, acerquémonos un poco al mundo habitado».
Y el abad Sisoés le respondió: «Vayamos donde no haya mujer».
Y su discípulo le contestó: «Fuera del desierto, ¿dónde existe lugar donde no haya mujer?».
«Entonces, respondió el anciano, llévame al desierto».

14 Una abadesa dijo: «Muchos de los que estaban sobre el monte perecieron, porque sus obras eran las del mundo. Es mejor vivir con mucha gente y llevar, en espíritu, una vida solitaria, que estar solo y vivir, en espíritu, con la multitud».

15 Un anciano dijo: «El monje debe siempre procurarse la hesyquia para que pueda despreciar las desgracias corporales, si llegan a producirse».

16 Uno contó: «Tres amigos, llenos de celo, se hicieron monjes. Uno de ellos eligió reconciliar a los que tenían pleitos, según lo que esta escrito: "Bienaventurados los que buscan la paz" (Mat 59). El segundo se propuso visitar a los enfermos. El tercero se fue a poner en práctica la hesyquia en la soledad.

El primero, agotándose entre los pleitos de los hombres, no podía pacificar a todos. Desalentado se fue donde el que ayudaba a los enfermos y lo encontró también desanimado, incapaz de cumplir el mandamiento divino. De común acuerdo fueron al encuentro del que se había retirado al desierto, y le contaron sus tribulaciones y le rogaron que les dijera a qué situación había llegado.
Éste quedó un momento en silencio, y llenando una copa de agua les dijo: «Mirad este agua»; estaba turbia.
Y poco después añadió: «Mirad ahora cómo se ha vuelto transparente».
Se inclinaron sobre el agua y vieron en ella su rostro como un espejo.
Y les dijo:
«Esto sucede al que mora en medio de los hombres: el desorden no le permite ver sus pecados, pero sí recurre a la hesyquia, sobre todo en el desierto, descubrirá sus pecados».