2 Un hermano rogó al abad Amonio: «Dime una palabra».
El anciano le dijo: «Adopta la mentalidad de los malhechores que están en prisión. Preguntan: "¿Dónde está el juez? ¿Cuándo vendrá?" y a la espera de su castigo lloran.
También el monje debe siempre mirar hacia arriba y conminar a su alma diciendo: "¡Ay de mí! ¿Cómo podré estar en pie ante el tribunal de Cristo? ¿Cómo podré darle cuenta de mis actos?". Si meditas
así continuamente, podrás salvarte».
3 El abad Evagrio dijo: «Cuando estés en tu celda, recógete y piensa en el día de la muerte. Represéntate ese cuerpo cuya vida desaparece:
piensa en esta calamidad, acepta el dolor y aborrece la vanidad de este mundo.
Sé humilde y vigilante para que puedas siempre perseverar en tu vocación a la hesyquia y no vacilarás. Acuérdate también del día de la resurrección y trata de imaginarte aquel juicio divino, terrible y horroroso.
Acuérdate de los que están en el infierno. Piensa en el estado actual de sus almas, en su amargo silencio, en sus crueles gemidos, en sutemor y mortal agonía, en su angustia y dolor, en sus lágrimas espirituales que no tendrán fin, y nunca jamás serán mitigadas.
Acuérdate también del día de la resurrección e imagínate aquel juicio divino, espantoso y terrible y en medio de todo esto la confusión de los pecadores a la vista de Cristo y de Dios, en presencia de los ángeles, arcángeles, potestades y de todos los hombres.
Piensa en todos los suplicios, en el fuego eterno, en el gusano que no muere, en las tinieblas del infierno, y más aún en el rechinar de los dientes, terrores y tormentos.
Recuerda también los bienes reservados a los justos, su confianza y seguridad ante Dios Padre y Cristo su Hijo, ante los ángeles, arcángeles, potestades y todo el pueblo. Considera el reino de los cielos con todas sus riquezas, su gozo y su descanso.
Conserva el recuerdo de este doble destino, gime y llora ante el juicio de los pecadores, sintiendo su desgracia y teme no caer tú mismo en ese mismo estado. Pero alégrate y salta de gozo pensando en los bienes reservados a los justos y apresúrate a gozar con éstos y en alejarte de aquéllos.
Cuídate de no olvidar nunca todo esto, tanto si estás en tu celda como si estás fuera de ella, ni lo arrojes de tu memoria y con ello huirás de los sórdidos y malos pensamientos».
4 El abad Elías dijo: «Temo tres cosas: una el momento en que mi alma saldrá del cuerpo; la segunda el momento de comparecer ante Dios;
la tercera cuando se dicte sentencia contra mí».
5 El arzobispo Teófilo, de santa memoria, dijo al morir: «Dichoso tú, abad Arsenio, que siempre tuviste presente esta hora».
6 Se decía entre los hermanos que en el curso de una comida de hermandad, un hermano se echó a reír en la mesa. Y al verlo, el abad Juan lloró y dijo: «¿Qué tendrá en su corazón este hermano que se echa a
reír cuando debería más bien llorar, puesto que come el ágape?».
7 El abad Jacobo dijo: «Así como una lámpara ilumina una habitación oscura, así el temor de Dios, cuando irrumpe en el corazón del hombre, le ilumina y le enseña todas las virtudes y mandamientos divinos».
8 Preguntaron unos padres al abad Macario, el egipcio: «¿Por qué tu cuerpo está siempre reseco, lo mismo cuando comes que cuando ayunas?».
Y dijo el anciano: «Así como el madero con el que se manejan los leños que arden en el fuego, acaba siempre por consumirse, así también cuando un hombre purifica su espíritu en el temor de Dios, este
temor de Dios consume hasta sus huesos».
9 Los ancianos del monte de Nitria enviaron a un hermano a Scitia, al abad Macario, para rogarle que viniese donde ellos estaban. En caso de que él no viniera, que supiese que iría a verle una gran muchedumbre, pues querían visitarle antes de su partida hacia el Señor.
Cuando llegó al monte, una gran multitud de hermanos se congregó junto a él. Y los ancianos le pidieron una palabra para los hermanos.
Entonces Macario, anegado en lágrimas, les dijo: «Lloremos hermanos, dejemos que nuestros ojos se llenen de lágrimas, antes de que vayamos allí donde nuestras lágrimas quemarán nuestros cuerpos».
Y todos lloraron y se postraron rostro en tierra diciendo: «Padre, ruega por nosotros».
10 Viajando un día por Egipto, el abad Pastor vio a una mujer que lloraba amargamente junto a un sepultero y dijo: «Aunque le ofreciesen todo los placeres del mundo, no arrancaría su alma del llanto. De la misma manera el monje debe llorar siempre por sí mismo».
11 Otra vez el abad Pastor atravesaba, con el abad Anub, la región de Diolcos, llegaron cerca de los sepulcros y vieron a una mujer que se golpeaba violentamente y lloraba amargamente. Se detuvieron un momento para contemplarla.
Prosiguieron su camino y poco después encontraron a una persona y el abad Pastor le preguntó: «¿Qué le sucede a esa mujer para que llore de esa manera?».
El otro respondió: «Ha perdido a su marido, a su hijo y a su hermano».
Entonces el abad Pastor dijo al abad Anub: «Te digo que si el hombre no mortifica todos los deseos carnales y no consigue una aflicción como ésta, no puede llegar a ser monje. Pues para esa mujer su alma y toda su vida están en el llanto».
12 El abad Pastor dijo también: «La función del penthos es doble: cultiva y cuida» (cf. Gén 2, 15).
13 Un hermano preguntó al abad Pastor: «¿Qué debo hacer?».
El respondió: «Cuando Abraham llegó a la tierra prometida compró un sepulcro, y por este sepulcro recibió en herencia la tierra» (cf.Gén 23).
Y el hermano le dijo: «¿Qué sepulcro es éste?».
«Es, respondió el anciano, el lugar del phentos y de las lágrimas».
14 Atanasio, de santa memoria, rogó al abad Pambo que bajase al desierto de Alejandría. Cuando llego allí, vio a una comediante y se puso a llorar. Los presentes le preguntaron por qué lloraba, y él les
dijo: «Dos cosas me han turbado: primero la perdición de esa mujer; en segundo lugar, que no tengo tanto empeño en agradar a Dios como el que ésta tiene en agradar a los hombres depravados».
15 Un día el abad Silvano, sentado entre sus hermanos, entró en éxtasis y cayó rostro en tierra. Y después de largo rato, se levantó llorando.
Y los hermanos le preguntaron: «¿Qué te sucede padre?».
Y como insistiesen dijo: «He sido raptado al lugar del juicio y he visto a muchos que vestían nuestro hábito que iban a los tormentos y a muchos hombres del mundo que iban al Reino».
Desde entonces, el anciano se entregó al penthos y no quería salir de su celda. Y si le obligaban a salir, se cubría el rostro con su capucha
diciendo: «¿Qué necesidad hay de ver esta luz temporal, que no sirve para nada?».
16 Sinclética, de santa memoria, dijo: «A los pecadores que se convierten les esperan primero trabajos y un duro combate y luego una inefable alegría.
Es lo mismo que ocurre a los que quieren encender fuego, primero se llenan de humo y por las molestias del mismo lloran, y así consiguen lo que quieren. Porque escrito está: "Yahveh tu Dios es un fuego
devorador" (Dt 4, 24).
También nosotros con lágrimas y trabajos debemos encender en nosotros el fuego divino».
17 El abad Hiperiguio dijo: «El monje que vela, trabaja día y noche con su oración continua. El monje que golpea su corazón hace brotar de él lágrimas y rápidamente alcanza la misericordia de Dios».
18 Unos hermanos, en compañía de unos seglares acudieron al abad Félix y le rogaron que les dijese una palabra. El anciano callaba.
Como seguían insistiendo, les dijo: «¿Queréis escuchar una palabra?».
«Sí, padre», respondieron.
Y el anciano dijo entonces: «Ahora ya no hay palabra. Cuando los hermanos interrogaban a los ancianos y cumplían lo que éstos les decían, Dios inspiraba a los ancianos lo que debían decir. Ahora,
como preguntan y no hacen lo que oyen, Dios ha retirado a los ancianos su gracia para que encuentren lo que deben hablar, pues no hay quien lo ponga por obra».
Al escuchar estas palabras, los hermanos dijeron entre sollozos: «Padre, ruega por nosotros».
19 Se contaba del abad Hor y del abad Teodoro que, estando cubriendo de barro el techo de una celda, se dijeron el uno al otro: «¿Qué haríamos si Dios nos visitase ahora mismo?». Y llorando abandonaroncada uno su trabajo y volvieron cada uno a su celda.
20 Un anciano contó que un hermano quería convertirse, pero su madre se lo impedía. Pero él no cesaba en su propósito y decía a su madre:
«Quiero salvar mi alma».
Después de mucho resistirse, viendo que no podía impedir su deseo, la madre le dio el permiso. Hecho monje vivió negligentemente.
Murió su madre y poco después él enfermó de gravedad.
Tuvo un rapto y fue llevado al lugar del juicio y encontró a su madre entre los condenados.
Ella se extrañó al verle y le dijo: «¿Qué es esto, hijo? ¿También te han condenado a venir aquí? ¿Qué ha sido de aquellas palabras que decías: "Quiero salvar mi alma?"».
Confuso por lo que oía, transido de dolor, no sabía qué responder a su madre.
La misericordia de Dios quiso que después de esta visión se repusiera y curara de su enfermedad. Y reflexionando sobre el carácter milagroso de esta visión se encerró en su celda y meditaba sobre su salvación. Hizo penitencia y lloró las faltas cometidas antes de su negligencia.
Su compunción era tan intensa que cuando le rogaban que aflojase un poco, no fuese que las muchas lágrimas perjudicasen su salud, rechazaba el ser consolado y decía: «Si no he podido soportar el reproche de mi madre, ¿cómo podré soportar mi vergüenza en el día del juicio en presencia de Cristo y de sus santos ángeles?».
21 Un anciano dijo: «Si fuese posible a las almas de los hombres morir de miedo, cuando venga Cristo después de la resurrección, todo el mundo moriría de terror y espanto. ¿Qué será el ver rasgarse los cielos y a Dios mostrando su ira y su indignación, y los ejércitos innumerables de ángeles y a toda la humanidad reunida? Debemos pues vivir en consecuencia, ya que Dios nos va a pedir cuentas de todos nuestros actos».
22 Un hermano preguntó a un anciano: «Padre, ¿por qué mi corazón es duro y no temo al Señor?». «A mi modo de ver, respondió el anciano, aquel que se reprocha a si mismo en su corazón alcanzará el temor a Dios».
Y le dijo el hermano: «¿Qué reproches?».
El anciano le respondió: «En toda ocasión el hombre debe recordar a su alma: acuérdate que tienes que comparecer delante de Dios. O también: ¿qué tengo yo que ver con los hombres? Estimo que si se
persevera en estas disposiciones vendrá el temor de Dios».
23 Un anciano vio a uno que se reía y le dijo: «Debemos dar cuenta de toda nuestra vida ante el Señor de cielo y tierra, ¿y tú, ríes?»
24 Dijo un anciano: «Así como siempre llevamos con nosotros, dondequiera que vayamos, la sombra de nuestros cuerpos, del mismo modo debemos, en todo lugar, tener con nosotros las lágrimas y la compunción».
25 Un hermano pidió a un anciano: «Padre, dime una palabra». El anciano le dijo: «Cuando Dios hirió a Egipto, no había ninguna casa donde no existiera el penthos».
26 Un hermano preguntó a otro anciano: «¿Qué debo hacer?». Y le dijo el anciano: «Debemos llorar siempre». Sucedió que murió un anciano
y volvió en sí después de varias horas. Y le preguntamos: «Padre ¿qué has visto allí?». Y él nos contó llorando: «Oí una lúgubre voz que repetía sin cesar: "¡Ay de mi, ay de mí!". Eso es lo que nosotros
debemos decir siempre».
27 Un hermano preguntó a un anciano: «¿Por qué mi alma desea las lágrimas como aquellas que he oído decir derramaban los Padres antiguos, y no vienen y eso turba mi alma?». Y el anciano respondió:
«Los hijos de Israel tardaron cuarenta años en entrar en la tierra de promisión. Las lágrimas son como una tierra de promisión: si llegas a ellas ya no temerás la lucha. Por eso Dios quiso afligir al alma, para que siempre desee entrar en aquella tierra».