Cap. X De la discresión-70-80


 

70 Decía Santa Sinclética: «Los que amasan riquezas materiales con su trabajo y con los peligros del mar, cuanto más han ganado más quieren tener. Estiman en nada lo que tienen y tienden con toda su alma hacia lo que les falta. Nosotros que no tenemos nada de lo que deberíamos buscar, no queremos adquirir lo que necesitamos para alcanzar el temor de Dios». 

71 Dijo también: «Existe una tristeza útil y una tristeza dañosa.
La útil nos hace llorar nuestros pecados y las debilidades de nuestro prójimo para que no desfallezcamos en nuestro deseo de perfección. Este es el carácter de nuestra verdadera tristeza. Existe otra tristeza que viene del enemigo. Este nos inspira, sin motivo alguno, una tristeza que llaman tedio. Hay que echar fuera este espíritu con oraciones y salmos frecuentes». 

72 Decía también: «Una dura abstinencia puede ser sugerida por el demonio, pues también sus secuaces la practican. ¿Cómo distinguiremos, pues, la abstinencia de procedencia divina, la verdadera, de la tiránica y diabólica? Evidentemente por la moderación. Guarda durante toda tu vida una misma regla para tu ayuno. No ayunes cuatro o cinco días seguidos para perder luego tu virtud con abundantes comidas.
Esto alegra al demonio. Lo que se hace sin mesura es corruptible. No gastes todas las municiones de una sola vez, si no quieres verte desarmado y ser hecho prisionero. Nuestro cuerpo es el arma y nuestra alma el soldado. Vigila al uno y a la otra, para que estés preparado para cualquier eventualidad». 


73 Dos ancianos de la región de Pelusa vinieron un día a visitar a la abadesa Sara. Y mientras caminaban se decían el uno al otro: «Humillemos a esa vieja». Y le dijeron: «Ten cuidado de no ensoberbecerte pensando: «Unos varones, unos ermitaños, vienen a yerme a mí que soy mujer». Pero la abadesa Sara les contestó: «Soy mujer por el sexo, pero no por el espíritu»

74 La abadesa Sara decía: «Si pidiese a Dios que todos los hombres estén contentos de mi, tendría que ir a pedirles perdón a todos ellos. Prefiero pedirle que mi corazón se conserve puro con todos». 



75 El abad Hiperequios dijo: «El verdadero sabio es aquel que enseña a los demás con sus obras, no con sus palabras». 

76 Un día vino un monje que había ocupado en Roma un alto puesto en palacio. Se instaló en Scitia, cerca de la iglesia, y tenía consigo un criado que le servía. Viendo el sacerdote de la iglesia su debilidad y sabiendo que estaba acostumbrado a una vida muelle, le enviaba lo que el Señor le daba o era ofrecido a la iglesia.

 Después de veinticinco años pasados en Scitia llegó a ser un varón contemplativo que leía en el interior de los corazones y había alcanzado una gran reputación. Al conocer su fama vino a verle uno de los grandes monjes de Egipto que esperaba encontrar en él una gran abstinencia. Entró, le saludó y después de hacer oración juntos, se sentaron. El egipcio vio que el otro estaba elegantemente vestido, su lecho era de papiro con una alfombra a sus pies y una blanda almohada para su cabeza. Sus pies estaban limpios y calzados con sandalias. Y se escandalizó en su interior, pues no era esa la costumbre del lugar, sino que acostumbraban a vivir con gran austeridad y penitencia. 

El anciano romano tenía el .don de la contemplación y el carisma del discernimiento de espíritus y comprendió que el monje de Egipto se había escandalizado interiormente de él. Dijo entonces a su criado: «Prepara una buena comida, por causa de este Padre que acaba de llegar». Y el hermano puso a cocer unas legumbres. A la hora conveniente se pusieron a la mesa. El romano tenía un poco de vino a causa de su debilidad y lo bebieron también. Al llegar la tarde, rezaron doce salmos y se acostaron. Y otro tanto hicieron a media noche. A la mañana siguiente se levantó el egipcio y dijo: «Ruega por mí», y se marchó muy mal impresionado.

 Y cuando se encontraba a cierta distancia, quiso el anciano de Roma curarle, y le mandó llamar. Le recibió de nuevo con gran amabilidad y empezó a preguntarle: «¿De qué país eres?». «Soy de Egipto». «¿De qué ciudad?». «No soy de ciudad, ni nunca viví en ciudad». «Y antes de ser monje, ¿qué hacías en el lugar donde vivías?». «Cuidaba los campos». «¿Y dónde dormías?». «En el campo». «¿Y tenias una cama para dormir?». «Cómo iba a tener una cama para dormir en el campo?». «¿Y cómo dormías?». «Sobre el suelo».
Y el romano siguió preguntando: «Qué comías en el campo, y qué bebías?». «¿Qué se puede comer y beber en el campo?». «¿Cómo vivías pues?». «Comía pan seco, alguna salazón si la encontraba y bebía agua». «Era un oficio duro, dijo el anciano y añadió: "¿Había baños para poderte bañar allí?"». «No, contestó el otro, me lavaba en el río cuando tenía ganas». 

Cuando el anciano de Roma obtuvo respuesta de este largo interrogatorio y conoció su vida y su género de trabajo anterior, queriendo ayudarle, le contó la vida que había llevado mientras vivía en el mundo. «Este miserable que ves, nació en la gran ciudad de Roma y ocupó un elevado puesto en el palacio del emperador». 

Apenas oyó el comienzo de su narración, el egipcio se conmovió profundamente y escuchaba con gran atención lo que el otro le decía. El romano añadió: «Dejé Roma y vine a este desierto. Tenía grandes palacios e inmensas riquezas y las desprecié para venir a esta pequeña celda».
 Y prosiguió: «Tenía lechos cubiertos de oro y preciosamente guarnecidos. Y a cambio de ello Dios me dio esta cubierta de papiro y esta piel. Mis vestidos eran de precio inestimable y en su lugar uso estos harapos».
 Le dijo también: «Gastaba mucho dinero en comer y a cambio Dios me ha dado estas pocas legumbres y este jarro de vino. Tenía muchos criados para que me sirvieran y en su lugar, Dios ha movido a este único para que me acompañe. Por todo baño me contento con echar un poco de agua a mis pies y uso sandalias a causa de mi enfermedad. 
En vez de arpas, citaras y otros instrumentos músicos que alegraban mis banquetes, digo doce salmos durante el día y otros tantos por la noche. Y para expiar los pecados de mi vida pasada, ahora presento a Dios en el recogimiento mi pobre e inútil servicio. Por favor, Padre, no te escandalices de mi flaqueza.» 

Al oír todo esto, el de Egipto volvió en sí y dijo: «¡Ay de mí!, que de muchas tribulaciones y grandes trabajos en el mundo vine más bien a encontrar descanso en la vida monacal. Y tengo ahora lo que no tenía entonces. Tú por propia voluntad has venido de disfrutar grandes placeres en el mundo a sufrir, y de mucha honra y riquezas a pobreza y humildad.» 

 El monje se fue muy aprovechado, se hizo amigo suyo y venía a menudo a visitarle para aprovecharse de sus enseñanzas. Era hombre de discernimiento y lleno del buen olor del Espíritu Santo. 

77 Decía un anciano: «Las palabras solas no bastan. Hoy hay mucha palabrería en los hombres de nuestro tiempo. Pero se necesitan obras. Estas son lo que Dios busca, no palabras que no dan fruto.» 

78 Un hermano preguntó a los Padres: «¿Se mancha uno pensando cosas sucias?» Después de estudiar entre ellos la cuestión, unos decían: «Sí, se mancha». Otros decían: «No, porque sí se mancha no podemos salvarnos, ya que somos ignorantes. Esto toca a la salvación y para esto basta con no hacer materialmente lo que pensamos.» El hermano que había hecho la pregunta no quedó satisfecho con esta variedad de respuestas de los Padres, y se fue a un Padre muy experimentado y le consultó sobre el asunto. Y el anciano respondió: «A cada uno se le pedirá cuenta según su medida». Y el hermano dijo al anciano: «Por Dios te pido que me expliques estas palabras».

 El anciano le dijo: «Supongamos que hubiese aquí una joya muy preciosa. Entran dos hermanos de los cuales uno tiene gran virtud, después de una vida muy probada, y el otro apenas es un principiante en el camino de la virtud. Si el deseo del perfecto se excita al ver la joya aquella y dice dentro de sí: "Quiero poseer esa joya", y no sigue en su deseo sino que lo aleja enseguida de sí, no se mancha. Si el otro que no ha llegado todavía a un alto grado de virtud, desea la joya, y rumia su pensamiento porque su deseo le empuja, pero sin embargo no coge la joya, tampoco se mancha». 

79 Decía un anciano: «Si uno habita en una región sin dar fruto en ese sirio, el mismo lugar le arrojará porque no ha producido el fruto del país». 

80 Dijo un anciano: «Si alguno hace una cosa siguiendo su voluntad, buscando lo que no es según Dios, silo hace por ignorancia podrá después volver al camino del Señor. Pero el que se obstina en seguir su voluntad y no la de Dios, y no quiere escuchar a los demás porque se fía de su propio saber, éste difícilmente llegara al sendero del Señor».