7 Contaba un Padre que el abad Juan el Persa, por su mucha virtud, había alcanzado una profunda sencillez e inocencia.
Vivía en Arabia, cerca de Egipto. Un día pidió prestado un sólido y compró lino para trabajar. Vino un hermano y le suplicó: «Padre, dame un poco de lino para que me haga una rúnica». Y se lo dio con alegría.
Otro vino a pedirle otro poco de lino para hacerse un vestido y se lo dio también.
Otros muchos vinieron a pedirle y a todos les daba con sencillez y alegría.
Más tarde se presentó el dueño del dinero que había recibido prestado, reclamando su moneda. Y le dijo el anciano: «Ahora te la traigo».
Pero como no tenía nada que devolver, se fue al abad Jacobo, el ecónomo, para pedirle un sólido.
Y por el camino encontró en el suelo un sólido, pero no lo tocó. Hizo oración y se volvió a su celda. Y de nuevo volvió el hermano y empezó a enfadarse por causa del dinero prestado. Y le dijo: «Te lo devolveré».
Se puso de nuevo en camino y encontró la moneda en el mismo sitio de antes, y de nuevo hizo oración y se volvió a su celda. Y de nuevo volvió a enfadarse el hermano, y el anciano le dijo: «Espera todavía
una vez más y te traeré tu dinero».
Volvió al mismo sitio y encontró allí el sólido. Hizo oración y lo tomó. Y acudió al abad Jacobo y le dijo: «Padre, al venir hacia aquí, encontré esta moneda en el camino. Hazme la caridad de preguntar por los alrededores si alguno la ha perdido y si aparece dueño entrégaselo».
El ecónomo anunció durante tres días el hallazgo pero nadie reclamó el sólido. Entonces Juan dijo al abad Jacobo: «Si nadie lo reclama se lo daré a aquel hermano porque se lo debo. Pues cuando venia a tu
celda para que me prestases dinero para pagar mi deuda, lo encontré en el camino».
Y se admiró el abad Jacobo de que, agobiado por su deuda, al encontrar la moneda en el camino no la tomase al punto para devolverla a su acreedor. Pero todavía era más de admirar en él que si venia alguno y le pedía algo prestado, no se lo daba él mismo, sino que decía al hermano que le pedía: «Vete, y toma lo que te haga falta».
Y cuando le devolvían lo que había prestado, decía: «Ponlo de nuevo en su sitio». Y si no le devolvía nada el que había recibido el préstamo, el anciano nunca se lo recordaba.
8 Contaba uno de los Padres que una vez vino a la iglesia de las Celdas, en tiempos del abad Isaac, un hermano vestido con un hábito muy corto. Y al verlo el anciano lo expulsó diciendo: «Este es un lugar
para monjes. Tú eres del mundo y no puedes quedarte aquí».
¡Marchaos de aquí! Habéis desertado de vuestra vida de monjes». Y al llegar el tiempo de la cosecha, les dijo: «No os volveré a dar ningún consejo, porque no hacéis ningún caso».
10 Contaba el abad Casiano que un hombre llamado Sinclético renunció al mundo y repartió sus bienes entre los pobres.
Pero guardó una parte para sí, pues no quería abrazar la perfecta humildad del renunciamiento total ni la regla de la vida común de los monasterios.
Basilio, de santa memoria, le dijo: «Has dejado de ser senador, pero no te has hecho monje».