Pecado de impureza

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31 Un hermano consultó a un anciano acerca de los pensamientos de impureza. Y el anciano le respondió: «Nunca he tenido tentaciones en esa materia».

Y el hermano desalentado fue a contarlo a otro anciano: «Mira lo que me ha dicho aquel monje, y me ha escandalizado porque lo que me ha dicho supera las fuerzas de la naturaleza».

El anciano le dijo: «No te ha dicho eso sin motivo este hombre de Dios. Vuelve a él, pídele perdón y que te aclare el sentido de sus palabras».

El hermano volvió arrepentido al anciano, hizo una metanía y le dijo:
«Perdóname, Padre, pues me porté como un tonto contigo y me marché sin despedirme. Te ruego me expliques por qué no te has visto nunca combatido por la impureza».

El anciano le contestó: «Desde que soy monje nunca me he saciado de pan, ni de agua, ni de sueño. Y el tormento de todas estas privaciones no me ha permitido sentir el apetito de la impureza».
El hermano se fue muy aprovechado de la respuesta del monje.

32 Un hermano preguntó a un anciano: «¿Qué debo hacer? Pienso continuamente cosas impuras, que no me dejan ni una hora de descanso y
mi alma está muy afligida».

El anciano le dijo: «Cuando los demonios siembren en tu corazón esos pensamientos, y tú te des cuenta, no discutas en tu interior. Lo propio del demonio es sugerir el mal. Pero aunque no dejen de molestarte no te pueden forzar. De ti depende el consentir o no».

«Mas, ¿qué he de hacer?, respondió el hermano, porque soy débil y me domina esta pasión».
«Atiende a lo que voy a decirte, respondió el anciano, ¿sabes lo que hicieron los madianitas? Adornaron a sus hijas con sus mejores galas, y las expusieron delante de los israelitas, pero no obligaron a nadie a pecar con ellas, sino los que quisieron cohabitaron con ellas.

Los demás se indignaron y se vengaron con la muerte de aquellos que quisieron inducirles a la fornicación. Así hay que combatir a la impureza. Cuando empiece a hablar en el fondo de tu corazón no le respondas. Levántate, ora y haz penitencia, diciendo: "¡Hijo de Dios, ten piedad de mi!"».

Dijo el hermano: «Padre, hago meditación, pero no siento la compunción del corazón, porque no entiendo el sentido de las palabras».

Y el anciano le dijo: «Sigue meditando. Oí al abad Pastor y a otros Padres estas palabras: "El encantador no entiende las palabras que pronuncia, pero la serpiente las oye, las entiende, se humilla y se somete al encantador".

Hagamos lo mismo, aunque ignoremos el sentido de las palabras que pronunciamos; los demonios las escuchan, se espantan y huyen».

33 Decía un anciano: «Los pensamientos de impureza son frágiles como
el papiro. Si vienen sobre nosotros y los rechazamos sin consentir en ellos, se quiebran sin esfuerzo. Pero si cuando se presentan nos deleitamos con ellos y consentimos, se hacen como el hierro y es difícil destruirlos. Por eso es necesario tener discreción en nuestro pensar, para que sepamos que para el que consiente no hay esperanza de salvación. En cambio para los que no consienten les está reservada la corona».

34 Dos hermanos combatidos de impureza, abandonaron el monasterio con intención de contraer matrimonio.

Pero luego se dijeron el uno al otro: «¿Qué hemos ganado abandonando nuestro estado angélico por este estado de corrupción, al que seguirá el fuego y los tormentos? Volvamos al desierto y hagamos penitencia de lo que hemos intentado hacer».

De vuelta al desierto, confesaron su falta y rogaron a los Padres que les impusieran una penitencia. Los ancianos les encerraron un año entero y a cada uno se le daba la misma cantidad de pan y la misma medida de agua, pues los dos parecían tener las mismas fuerzas. Al terminar su penitencia salieron los dos. Y los Padres vieron que uno de ellos estaba pálido y muy triste; el otro, en cambio, robusto y muy alegre. Y se admiraron porque los dos habían recibido la misma cantidad de comida y de bebida.

Y preguntaron al que estaba triste y abatido: «¿En qué pensabas en tu
celda?».

Y respondió: «En el mal que había hecho y en el castigo que me sobrevendría, y el temor hacía que la piel se adhiriese a mis huesos».

Hicieron la misma pregunta al otro y contestó: «Daba gracias a Dios por haberme librado de las miserias de este mundo y de las penas del siglo venidero y por haberme devuelto a este estado angélico. Y me llenaba de alegría al pensar continuamente en Dios».

Los ancianos dijeron: «Ante Dios la penitencia de los dos tiene el mismo valor».

35 Un anciano cayó gravemente enfermo en Scitia, y los hermanos le servían. Y al ver el trabajo que les daba, dijo: «Iré a Egipto para no molestar a estos hermanos».

Pero el abad Moisés le aconsejó: «No vayas porque caerás en la impureza».
El anciano se entristeció y le dijo: «Mi cuerpo está muerto, ¿y tú me dices esto?». Y se marchó a Egipto.

Al conocer su llegada, los habitantes de los alrededores le trajeron muchos presentes. Y vino también una virgen fiel para servir al anciano enfermo. Poco después, sintiéndose mejor, pecó con ella y ésta concibió.

Los vecinos del lugar le preguntaron de quién era aquel niño y ella contestó: «Es del viejo». Pero ellos no querían darle crédito.

Y el anciano les dijo entonces: «Si, es mío. Cuidad al niño cuando ella dé a luz».

Después de nacer el niño y ya destetado, el anciano tomó al niño sobre sus hombros y volvió a Scitia en un día de gran fiesta. Y entró en la iglesia ante toda la multitud de los hermanos. Éstos al verle se echaron a llorar.

Y él les dijo: «¿Veis este niño? Es hijo de mi desobediencia. Tened cuidado, hermanos míos, que yo he hecho esto en mi vejez, y rogad por mí». Y volviendo a su celda, se entregó a su antiguo modo de vida.