Capítulo V De la impureza--
1 El abad Antonio decía: «Pienso que en el cuerpo existen movimientos carnales naturales. No operan si no se consiente en ellos, y se manifiestan en el cuerpo tan sólo como un movimiento sin pasión. Hay otros movimientos en el cuerpo que se fomentan y alimentan con la comida y la bebida y con ellas se excita el calor de la sangre para actuar.
Y por eso dice el Apóstol: "No os embriaguéis con vino, que es causa de libertinaje" (Ef 5,18). Y también el Señor en el Evangelio dice a sus discípulos: "Guardaos de que no se hagan pesados vuestros corazones por el libertinaje y la embriaguez». (Luc 21,34).
«Finalmente se da otra especie de movimientos carnales entre los que luchan en la vida monástica: provienen de las insidias y de la envidia del demonio».
«Conviene, pues, saber que existen tres clases de movimientos carnales. Unos, de la naturaleza; otros, de la abundancia en el comer; los terceros, del demonio».
2 El abad Geroncio de Petra dijo: «Muchos de los que son tentados de deleites corporales, aunque no pequen corporalmente, pecan de pensamiento. Y aunque conserven la virginidad corporal, fornican en su alma. Por eso, carísimos, bueno es hacer lo que está escrito: "Por encima de todo cuidado, guarda tu corazón"». (Prov. 5).
3 El abad Casiano dijo: «El abad Moisés nos ha enseñado esto: "Es bueno no ocultar los pensamientos, sino descubrirlos a los Padres espirituales que tienen discernimiento de espíritu, pero no a los que sólo son ancianos por la edad. Porque muchos monjes, que fiándose solamente de la edad manifestaron sus pensamientos a quienes no tenían experiencia, en vez de consuelo encontraron desesperación"».
4 Había un hermano muy celoso de su perfección. Turbado por el demonio impuro, acudió a un anciano y le descubrió sus pensamientos.
Éste, después de oírle, se indignó y le dijo que era un miserable, indigno de llevar el hábito monástico el que tenía tales pensamientos.
Al oír estas palabras, el hermano, desesperado, abandonó su celda y se volvió al mundo. Pero por disposición divina se encontró con el abad Apolo.
Éste, al verle turbado y muy triste, le preguntó: «Hijo mío, ¿cuál es la causa de una tristeza tan grande?».
El otro, avergonzado, al principio no le contestó nada. Pero ante la insistencia del anciano, por saber de qué se trataba, acabó por confesar: «Me atormentan pensamientos impuros; he hablado con tal monje y, según él, no me queda ninguna esperanza de salvación. Desesperado, me vuelvo al mundo».
Al oír esto el padre Apolo, como médico sabio, le exhortaba y le rogaba con mucha fuerza: «No te extrañes, hijo mío, ni te desesperes.
Yo también, a pesar de mi edad y de mi modo de vivir soy muy molestado por esa clase de pensamientos. No te desanimes por estas dificultades, que se curan, no tanto por nuestro esfuerzo como por la misericordia de Dios. Por hoy, concédeme lo que te pido y vuelve a tu celda».
El hermano así lo hizo. El abad Apolo se encaminó a la celda del anciano que le había hecho caer en desesperación. Y quedándose fuera, suplicó a Dios con muchas lágrimas: «Señor, tú que suscitas las tentaciones para nuestro provecho, traslada la lucha que padece aquel hermano a este viejo, para que aprenda por experiencia, en su vejez, lo que no le enseñaron sus muchos años, y se compadezca de los que sufren esta clase de tentaciones».
Terminada su oración, vio un etíope de pie junto a la celda, que lanzaba flechas contra el viejo. Éste, al ser atravesado por ellas, se puso a andar de un lado a otro como si estuviese borracho. Y como no pudiese resistir, salió de su celda y por el mismo camino que el joven monje se volvía al mundo.
El abad Apolo, sabiendo lo que pasaba, salió a su encuentro y le abordó diciendo: «¿Dónde vas, y cuál es la causa de tu turbación?».
El otro sintió que el santo varón había comprendido lo que le pasaba y por vergüenza no decía nada. El abad Apolo le dijo: «Vuelve a tu celda y de ahora en adelante reconoce tu debilidad. Y piensa en el fondo de tu corazón, o que el diablo te ha ignorado hasta ahora, o que te ha despreciado porque no has merecido luchar contra él, como los varones virtuosos. ¿Qué digo combates? Ni un sólo día has podido resistir sus ataques. Esto te sucede porque cuando recibiste a ese joven atormentado por el enemigo común, en vez de reconfortarle en su diabólico combate con palabras de consuelo, lo sumiste en la desesperación, olvidando el sapientísimo precepto que nos manda:
"Libra a los que son llevados a la muerte y retén a los que son conducidos al suplicio". (Prov. 14,11). Y también has olvidado la palabra de nuestro Salvador: "La caña cascada no la quebrará, ni apagará la mecha humeante" (Mar 12, 20). Nadie podría soportar las insidias del enemigo, ni apagar o resistir los ardores de la naturaleza, sin la gracia de Dios que protege la debilidad humana. Pidámosle constantemente para que por su saludable providencia aleje de ti el azote que te ha enviado, pues es quien nos envía el sufrimiento y nos devuelve la salud. Golpea y su mano cura, humilla y levanta; mortifica y vivifica; hace bajar a los infiernos y los vuelve a sacar». (Cf. 1 Re2).
Dicho esto, el anciano se puso en oración y el viejo se vio enseguida libre de sus tentaciones. Luego el abad Apolo le aconsejó que pidiese a Dios una lengua sabia, para que supiera hablar cada palabra a su tiempo.
5 Uno preguntó al abad Siro de Alejandría sobre los pensamientos impuros. Y él le respondió: «Si no tuvieses estos pensamientos no habría esperanza para ti, pues si no tienes pensamientos es porque cometes actos impuros. Me explico: "Si uno no lucha de pensamiento contra el pecado y no se opone a ellos con todas sus fuerzas, peca con su cuerpo. El que peca con su cuerpo no sufre molestias de sus pensamientos"».
6 Un anciano preguntó a un hermano: «¿No tienes costumbre de hablar con mujeres?». Y dijo el hermano: «No. Pero los pintores antiguos y modernos son los que provocan mis pensamientos así como algunos recuerdos me turban con imágenes de mujeres».
El anciano le dijo: «No temas a los muertos, pero huye de los vivos, es decir, del consentimiento y de los actos pecaminosos. Y sobre todo, ora más».
7 El abad Matoés contaba que un hermano le dijo que era peor la maledicencia que la impureza. Yo le respondí: «Muy fuerte es tu afirmación».
Y el hermano me dijo: «¿Por qué?». Y le dije: «La maledicencia es un mal, pero se cura rápidamente pues el que la comete hace penitencia diciendo: "He hablado mal", y se acabó. Pero la impureza lleva naturalmente a la muerte».
8 Decía el abad Pastor: «Como el guardaespaldas está junto al príncipe, preparado para cualquier eventualidad, así también conviene que el alma esté siempre preparada contra el demonio de la impureza».
9 Un hermano vino un día al abad Pastor y le dijo: «Padre, ¿qué debo hacer? Tengo tentaciones de impureza. He acudido al abad Ibistión y me ha dicho: "No debes permitir que permanezcan en tu alma"».
Y el abad Pastor le dijo: «El abad Ibistión vive arriba en el cielo con los ángeles y no sabe que tú y yo somos combatidos por la impureza.
Si el monje se mantiene en el desierto reteniendo su lengua y su apetito, puede estar tranquilo, no morirá».
10 Se cuenta de la abadesa Sara que durante trece años fue violentamente combatida por el demonio de la impureza. Y jamás pidió en su oración verse libre de esa lucha. Solamente decía: «Señor, dame fortaleza».
11 Se contaba también de ella: Un día, este mismo demonio le atacó más encarnizadamente que otras veces, sugiriéndole pensamientos de las vanidades del mundo. Pero ella, sin apartarse del temor de Dios y de sus propósitos de abstinencia, subió a la terraza para orar. Y se le apareció corporalmente el espíritu de fornicación y le dijo: «Me has vencido, Sara». Y ella respondió: «No te he vencido yo; ha sido Cristo, mi Señor».