Capítulo XI De la vigilancia--1 al 20


1 Un hermano hizo una pregunta al abad Arsenio para escuchar una palabra suya. Y el anciano le dijo: «Lucha con todas tus fuerzas para que tu conducta interior se acomode a la voluntad de Dios y venza las pasiones del hombre exterior». Dijo también: «Si buscamos a Dios se nos aparecerá. Y silo retenemos se quedará junto a nosotros»

2 El abad Agatón decía: «Un monje no debe permitir que su conciencia le acuse de cosa alguna». Cuando murió permaneció tres días inmóvil, con los ojos abiertos.

Los hermanos le sacudieron un poco y le preguntaron: «¿Padre, dónde estás?». Y respondió: «Estoy ante el tribunal de Dios».
Y le dijeron los hermanos: «Padre, ¿tú también temes?». Y contestó: «Me he esforzado con toda mi alma en guardar los mandamientos de Dios, pero soy hombre, y no sé si mis obras fueron agradables a Dios».

Los hermanos le dicen: «¿No confías en que tus obras fueron según Dios?». Y el anciano dijo: «No estaré seguro hasta que no esté delante de Dios. Una cosa es el juicio de Dios y otra el juicio de los hombres». Y como los hermanos le quisieron preguntar más cosas, les dijo: «Por caridad, no me habléis más, estoy ocupado»
Y dicho esto murió con gran alegría. Y le vieron entregar su espíritu como un amigo que saluda a sus amigos íntimos. Había sido vigilante en todo y decía: «Sin vigilancia no se adelanta en ninguna virtud». 

 3 Cuando el abad Amoés iba a la iglesia no permitía que su discípulo caminase a su lado. Debía seguirle de lejos y si se acercaba para preguntarle alguna cosa, le respondía con brevedad y enseguida lo enviaba detrás de sí. 
Decía: «No sea que hablando de algo que sea de utilidad al alma, nos deslicemos en algún tema que no sea conveniente. Por eso no te permito que te quedes a mi lado». 

4 Al comenzar una entrevista, preguntó el abad Amoés al abad Arsenio: «¿Cómo me ves en este momento?». Arsenio le contestó: «Como un ángel, Padre». Más tarde le volvió a preguntar: «Y ahora, ¿cómo me ves?»

Y Arsenio le dijo: «Como si fueras Satanás, porque aunque tu conversación ha sido buena, ha sido como una espada para mí». 

5 El abad Alonio decía: «Mientras el hombre no diga en su corazón: "En este mundo estamos sólo Dios y yo", no tendrá paz ni descanso en su vida».

 6 Dijo también: «Si el hombre quiere de verdad, en un solo día, de la mañana a la noche, puede alcanzar la medida de la divinidad». 

7 El abad Besarión dijo en el momento de su muerte: «Un monje debe ser todo ojos como los querubines y serafines».

 8 Un día caminaban juntos el abad Daniel y el abad Amoés. Y dijo el abad Amoés: «Padre, ¿crees que también nosotros, algún día, nos asentaremos en una celda?». El abad Daniel respondió: «¿Quién nos puede quitar a Dios? Dios ahora está fuera, y también en la celda está Dios». 

9 El abad Evagrio decía: «La oración sin distracción es una gran cosa. Pero mayor es la salmodia sin distracción». 

10 Decía también: «Acuérdate de tu muerte y no te olvides de los castigos eternos. Así ninguna falta manchará tu alma». 

11 Dijo el abad Teodoro de Ennato: «Si Dios nos imputa las negligencias en el tiempo de oración y las distracciones que padecemos durante la  salmodia, no podemos ser salvos». 
12 El abad Teonás decía: «Porque nuestra alma se distrae y se aparta de la contemplación de Dios, somos esclavos de nuestras pasiones carnales». 

13 Un día, unos hermanos quisieron tentar al abad Juan el Enano, porque no permitía que su mente se entretuviese con pensamientos vanos, ni hablaba de cosas de este mundo. Le dijeron: «Demos gracias a Dios porque este año ha llovido mucho, las palmas tienen el agua necesaria y empiezan a dar ramas. Así los hermanos encontrarán lo que necesitan para su trabajo manual»

El 'abad Juan les respondió: «Lo mismo ocurre cuando el Espíritu Santo baja al corazón de los santos. Reverdecen en cierto modo, se renuevan y dan hojas de temor de Dios»

14 Un día el abad Juan preparó cuerdas para hacer dos espuertas. Pero las empleó todas en una sola y no cayó en la cuenta hasta que llegó a la pared. Su espíritu estaba totalmente embebido en la contemplación de Dios. 

15 Había en Scitia un anciano de gran vigor corporal, pero que no era muy cuidadoso para retener lo que oía. Fue al abad Juan el Enano y le consultó sobre este problema de su falta de memoria. Escuchó sus palabras, volvió a su celda y olvidó lo que le había dicho el abad Juan. 

Volvió otra vez para preguntarle, le escuchó de nuevo, regresó a su celda y en cuanto llegó se le olvidó lo que había oído. Fue y vino muchas veces pero siempre se olvidaba de lo que le decía. Más tarde se encontró con el anciano y le dijo: «¿Sabes, Padre, que he vuelto a olvidar lo que me dijiste? Pero para no molestarte no he querido volver»

El abad Juan le dijo: «Vete y enciende esa candela». Y la encendió. Y le dijo de nuevo: «Trae otras candelas y enciéndelas con ella». Y lo hizo así. Y entonces el abad Juan le dijo al anciano: «¿Se ha visto perjudicada esa candela porque en ella encendiste las otras?». «No». 
 «Pues tampoco Juan sufrirá detrimento aunque toda Scitia venga a yerme. Eso no me apartará del amor de Dios. Por tanto, siempre que quieras, no dudes en venir»

Así, por la paciencia de ambos, Dios curó al anciano de su falta de memoria. Los monjes de Scitia tenían a gala animar a los que luchaban contra alguna pasión, y echaban sobre sí sus penas. Y de ello salían ganando los dos. 

16 Un hermano vino a preguntar al abad Juan: «¿Qué debo hacer? Un hermano viene a menudo a buscarme para que vaya a trabajar con él. Yo soy débil y sin fuerzas y me consumo en ese trabajo. ¿Qué debo hacer para cumplir el mandato del Señor?». 

El anciano le respondió: «Caleb, hijo de Yefunné dijo a Josué, hijo de Nun: "Cuarenta años tenía yo cuando Moisés, siervo de Yahvé, me envió contigo a este país. Ahora tengo ochenta y conservo todo mi vigor de entonces para combatir, para ir y venir" (Jos 14,7. 10. 11). Por tanto, si puedes, vete, sal y entra. Pero si no lo puedes hacer, quédate en la celda llorando tus pecados. Si te encuentran así llorando no te obligarán a salir». 

17 El abad Isidoro, presbítero de Scitia, decía: «Cuando era joven y moraba en mi celda, no contaba el número de salmos que recitaba al decir el Oficio. Pasaba en ello el día y la noche». 

18 Contaba el abad Casiano que un monje que vivía en el desierto había pedido a Dios la gracia de no dormirse cuando se ocupaba en asuntos de su alma, y sucumbir inmediatamente al sueño si le venían palabras de odio o de maledicencia, para no escuchar ese veneno. 
Decía el anciano que el diablo se afana por hacer decir a los hombres palabras ociosas y es el enemigo de toda doctrina espiritual. Y para explicarlo ponía este ejemplo: «Un día yo hablaba de cosas provechosas para el alma con mis hermanos y se durmieron tan profundamente que no podían ni levantar los párpados de sus ojos. Deseando hacerles caer en la cuenta de que era el demonio, empecé a hablar de cosas vanas y en seguida se sacudieron muy alegres el sueño. 

Yo gimiendo les dije entonces: "Hasta ahora hemos estado hablando de cosas del cielo y todos vuestros ojos estaban dominados por un profundo sueño, pero cuando se trató de cosas vanas, enseguida os pusisteis a escuchar: por eso, queridos hermanos, sabiendo que es cosa del demonio, vigilad y tened cuidado de no ser presa del sueño cuando escucháis o hacéis alguna cosa espiritual"»

19 El abad Pastor, cuando era joven, fue a un anciano para hacerle tres preguntas. Pero al llegar a donde vivía el anciano, se le olvidó una de ellas y tuvo que volverse a su celda. Pero cuando alargó la mano para coger el picaporte, se acordó del asunto que se le había olvidado. Retiró la mano y volvió donde el anciano. El anciano le dijo: «Hermano, te has dado mucha prisa en volver». Y Pastor le contó como al alargar la mano para coger el picaporte de la puerta, había recordado la pregunta, e inmediatamente, sin abrir la celda, había regresado. La distancia era muy considerable. El anciano le dijo: «Si, eres un verdadero pastor del rebaño. Tu nombre se pronunciará en todo Egipto». 

20 El abad Amón vino a ver al abad Pastor y le dijo: «Si voy a la celda de mi vecino, o él viene a la mía para tratar algún asunto, tenemos mucho miedo, los dos, de dejarnos llevar a alguna conversación profana e impropia de un monje». 
Y el anciano le dijo: «Haces bien. Los jóvenes tienen necesidad de vigilancia».
 Y el abad Amón le preguntó: «¿Qué hacían los ancianos?»
Y le contestó el abad Pastor: «A los ancianos aprovechados y firmes en la virtud no les venía a los labios ninguna cosa profana de qué hablar».
 Y dijo el abad Amón: «Entonces, si me veo obligado a hablar con mi vecino, ¿te parece bien que hable con él de las Sagradas Escrituras o de las Sentencias de los ancianos?». 
Y el abad Pastor le respondió:«Si no puedes callar, es mejor que hables de las Sentencias de los ancianos que de las Escrituras, pues esto encierra peligros no pequeños».