Capítulo X de la discresion 96 a 115


96 Se dice que en las Celdas había un anciano muy penitente y un día en que estaba celebrando sus oficios, vino a su celda un santo varón y le oyó, desde fuera, cómo luchaba contra las tentaciones: «¿Hasta cuándo, decía, he de perderlo todo por una sola palabra?»
El que estaba fuera pensó que estaba discutiendo con algún otro y llamó a la puerta para entrar y pacificarlos. Pero al entrar constató que no había nadie más que el anciano en el interior. Como tenía mucha confianza con el anciano, le preguntó: «¿Con quién discutías, Padre?». 

El otro contestó: «Con mis pensamientos, porque he confiado a mi memoria catorce libros y he oído fuera una palabrita y cuando he venido a rezar el oficio olvidé todo aquello. Y sólo aquella palabrita que oí fuera me vino a la memoria a lo largo de todo el rezo. Y por eso me enfadaba con mi pensamiento»

97 Los hermanos de un cenobio vinieron al desierto y se llegaron a la celda de un ermitaño que los recibió con gran alegría. Según la costumbre de los eremitas, al verlos tan cansados, les preparó comida fuera de la hora. Les trajo lo que tenía en la celda e hizo que descansaran. Al atardecer rezaron doce salmos y otro tanto hicieron por la noche. Mientras velaba, el anciano les oyó que decían entre sí: «Los anacoretas se dan mejor vida en el desierto que nosotros en nuestro convento».

 A la mañana siguiente, cuando salían para visitar a otro ermitaño cercano, el anciano les dijo: «Saludadle de mi parte y decidle: "No riegues las legumbres"». El otro, al oírlo, entendió el sentido y les tuvo trabajando en ayunas hasta muy tarde. 
Y ya casi de noche, recitó un largo oficio, y luego les sacó lo que tenía diciendo: «Descansemos un poco a causa de vosotros, pues estáis cansados del trabajo». Y añadió: «No tenemos costumbre de comer todos los días, pero, a causa de vosotros, tomaremos un poco». Y les sacó pan seco y sal diciendo: «Por vosotros, hoy tenemos festín», y añadió un poco de vinagre a la sal. Y al levantarse de la mesa, estuvieron rezando salmos hasta la madrugada. Y dijo el ermitaño: «A causa de vosotros no podemos cumplir nuestra regla; tenéis que descansar un poco porque sois peregrinos». 

Al llegar la mañana quisieron marcharse, pero él les rogaba: «Quedaos algún tiempo con nosotros, pero si por causa de vuestras reglas no podéis hacerlo durante mucho tiempo, por lo menos pasad aquí dos o tres días según la costumbre del desierto». Pero ellos, adivinando que no les iba a dar descanso, huyeron a escondidas. 

98 Un hermano preguntó a uno de sus Padres: «Si me dejo vencer por el sueño y se me pasa la hora del oficio, mi alma, avergonzada, no se atreve a recuperarlo». Y el anciano le dijo: «Si te duermes hasta la mañana, cuando te despiertes, levántate, cierra las puertas y ventanas y recita tu oficio, porque escrito está: "Tuyo es el día, tuya también la noche" (Sa 74,16). Todo tiempo es bueno para dar gloria a Dios». 

99 Decía un anciano: «Un hombre come mucho pero se queda con hambre. Otro come poco y queda saciado. Pues bien, el que come mucho y queda con hambre, tiene mayor recompensa que el que come poco y se sacia». 

100 Un anciano dijo: «Si te sucede tener con otro hermano unas palabras desagradables, y él lo niega diciendo: "No he dicho esas palabras", no discutas con él ni le respondas: "Sí, las has dicho", porque se enfadaría y te dirá: "Sí, las he dicho, ¿y que?"». 

101 Un hermano consultó a un anciano: «Mi hermana es pobre. Si le doy limosna, ¿no es ella como otro pobre cualquiera?». Y le dijo el anciano: «No». Y el hermano preguntó: «Por qué, Padre?». Y el anciano respondió: «Porque la sangre te tira un poco». 

102 Decía un anciano: «El monje no debe oír a los que hablan mal de otros, ni ser él mismo detractor, ni escandalizarse».

 103 Un anciano dijo: «No te agrade todo lo que te digan, ni te prestes a cualquier conversación. Sé tardo para crecer y pronto para decir la verdad». 

104 Un anciano decía: «Si a un hermano que está en su celda le viene un pensamiento, y dándole vueltas dentro de su corazón no acierta a descifrar su sentido, ni tampoco se lo aclara Dios, vienen los demonios y le hacen creer lo que ellos quieren acerca de ese pensamiento». 

105 Decían algunos ancianos: «Al principio, cuando nos reuníamos para hablar de cosas de provecho para nuestras almas, nos levantábamos más animados y nos acercábamos al cielo. Ahora nos reunimos para murmurar y nos arrastramos mutuamente al abismo»

106 Otro Padre decía: «Si nuestro hombre interior vigila, podrá cuidar al hombre exterior. Pero si no es así, ¿cómo podremos guardar nuestra lengua?». 

107 El mismo Padre dijo: «La obra espiritual es necesaria, pues para eso vinimos. Cuesta mucho trabajo decir con la boca lo que no cumplimos de obra». 

108 Decía otro anciano: «Es absolutamente necesario que el monje esté en la celda ocupado interiormente. Si se ocupa de las cosas de Dios puede, de vez en cuando, venir el diablo, pero no encuentra sitio para quedarse. Si por el contrario el enemigo le domina y llega a esclavizarle, el espíritu de Dios vuelve de nuevo con frecuencia, pero si no le hacemos sitio, se irá por nuestra culpa». 

109 Un día unos monjes bajaban de Egipto a Scitia para visitar a los ancianos. Y se escandalizaron cuando les vieron comer con impaciencia, pues estaban muertos de hambre por un ayuno excesivo. Uno de los presbíteros se dio cuenta y quiso curarles antes de que marcharan. Y en la iglesia se puso a predicar al pueblo: «Ayunad y prolongad vuestro ayuno, hermanos». Los hermanos que habían venido de Egipto se querían marchar, pero él les retuvo. Apenas comenzaron su ayuno, la cabeza empezó a darles vueltas, pues les hizo ayunar dos días seguidos. Los hermanos de Scitia ayunaron toda la semana. 
Al llegar el sábado, los egipcios se pusieron a comer con los ancianos de Scitia. Y como los egipcios se abalanzasen sobre la comida, uno de los ancianos les cogió las manos y les dijo: «Comed con mesura, como monjes». 

 Pero uno de los egipcios apartó su mano diciendo: «Déjame que me muero. No he comido nada cocido en toda la semana». Y le dijo el anciano: «Si vosotros comiendo cada dos días habéis desfallecido hasta este punto, ¿por qué os habéis escandalizado de los hermanos que ayunan toda una semana al verlos romper su ayuno?». Los monjes de Egipto hicieron una metanía ante los ancianos y se fueron alegres y edificados de su abstinencia. 

110 Un hermano renunció al mundo, vistió el hábito de monje y enseguida se recluyó, diciendo: «Quiero estar solo». Al saberlo los ancianos vecinos vinieron y le hicieron salir y le mandaron recorrer las celdas de los hermanos y hacer una metanía delante de cada uno, diciendo: «Perdóname, no soy un anacoreta. Hace muy poco tiempo que he empezado a ser monje»

111 Decían los ancianos: «Si ves a un joven subir al cielo por su propia voluntad, agárrale del pie y tíralo al suelo, pues no le conviene». 

112 Un hermano dijo a un anciano venerable: «Padre, quisiera encontrar un anciano a mi gusto para vivir con él». Y el anciano le dijo: «Es una buena búsqueda, señor mío». El otro seguía afirmando que ese era su deseo, sin entender lo que el anciano había querido insinuarle.

 Pero cuando vio el anciano que el hermano continuaba en su idea creyendo que pensaba rectamente, le dijo: «Entonces, si encuentras un anciano a tu gusto, ¿quieres quedarte con él?». Y el otro le contestó: «Eso es exactamente lo que quiero, si encuentro uno que me convenga». 

Entonces el anciano le dijo: «No es para hacer la voluntad de ese anciano, sino para que él haga la tuya y así encontrar tú descanso en él». El hermano comprendió lo que el anciano quería decirle y levantándose se arrojó al suelo e hizo una metanía, diciendo: «Perdóname, Padre, que me he ensoberbecido sin medida, creyendo que hablaba sensatamente, cuando la realidad es que no tengo nada bueno». 

113 Dos hermanos carnales renunciaron al mundo. El más joven de los dos fue el primero en convertirse. Uno de los Padres vino a visitarles, trajeron un barreño y el más joven se acercó para lavar los pies al anciano. Pero éste, tomándole de la mano le apartó e hizo que fuera el hermano mayor el que realizara aquella buena obra, según la costumbre del monasterio. Los hermanos que estaban presentes, le dijeron: «Padre, el más joven ha sido el primero en convertirse y tiene prioridad». Pero el anciano les respondió: «Pues bien, retiro la prioridad al más joven para dársela al que le precede en edad»

114 Decía un anciano: «Los profetas escribieron libros. Nuestros Padres vinieron después de ellos y trabajaron mucho sobre esos libros. Sus sucesores los aprendieron de memoria. Ha venido una generación, la actual, que lo escribió todo en papeles y pergaminos que ha dejado descansar ociosos en sus ventanas». 

115 Un anciano decía: «Nuestra capucha es el símbolo de la inocencia. El escapulario que cubre la espalda y el cuello es figura de la cruz. El cinturón con el que nos ceñimos, es señal de la fortaleza. Vivamos pues conforme a lo que nuestro hábito significa, que si todo lo hacemos con celo, no desfalleceremos nunca».