Apenas dijo estas palabras, se volvió y vio a uno que le seguía y contaba sus pasos. «¿Quién eres?», le preguntó.
Y el otro dijo: «Soy un ángel del Señor y he sido enviado a contar tus pasos y darte la recompensa».
Al oírlo el anciano se animó de nuevo celo y puso su celda más lejos todavía del lugar del agua.
32 Los Padres decían: «Si te viene una tentación en el lugar donde habitas, no abandones el lugar en el tiempo de la tentación, porque si lo abandonas encontrarás ante ti, en todas partes, lo que querías apartar. Ten paciencia hasta que pase la tentación, para que tu marcha no sea ocasión de escándalo y pueda perjudicar a los que viven a tu alrededor».
33 Un hermano que vivía en un cenobio era de temperamento inquieto y montaba fácilmente en cólera. Y se dijo un día: «Me iré y viviré en un lugar solitario. Como no tendré nadie con quien hablar ni a quien escuchar estaré tranquilo y se apaciguará mi ira».
Se fue y vivía en una gruta. Un día, después de llenar de agua su jarra, la colocó en el suelo y sucedió que la jarra se vino abajo. La llenó una segunda vez y se cayó de nuevo. La llenó por tercera vez y volvió a caerse.
Ardiendo de ira, tomó el recipiente y lo rompió. Vuelto en si, cayó en la cuenta de que había sido juguete del demonio de la ira y dijo: «A pesar de estar solo me ha vencido. Volveré al cenobio, pues la lucha y la paciencia son necesarias en todas partes, pero, sobre todo, lo que yo necesito es la ayuda de Dios». Y volvió a su monasterio.
34 Un hermano preguntó a un anciano: «Padre, ¿qué debo hacer? No hago nada de lo que debe hacer un monje. Soy negligente, como, bebo, duermo. Me acometen muchos pensamientos torpes, paso de un trabajo a otro, de unos pensamientos a otros pensamientos».
El anciano le dijo: «Quédate en tu celda y haz lo que puedas procurando no perder la paz. Lo poco que ahora haces equivale a los grandes trabajos del abad Antonio en el desierto; porque creo en Dios que el que permanece en la celda por su amor, vigilando su conciencia, se encuentra en la misma situación que Antonio».
35 Le preguntaron a un anciano cómo debía obrar un monje fervoroso para no escandalizarse al ver que algunos hermanos volvían al mundo. Y respondió: «El monje debe observar cómo los perros cazan a las liebres. Uno de ellos ve una liebre y la sigue. Los otros, que sólo han visto correr al perro, le siguen durante cierto tiempo, pero luego, cansados, se vuelven. Sólo el perro que ha visto a la liebre la persigue hasta que la alcanza.
La dirección de su carrera no se modifica porque los otros se vuelvan atrás. No le importan ni los precipicios, ni las selvas, ni las zarzas. Le arañan y pinchan las espinas, pero no descansa hasta que ha logrado su presa. Así debe de ser el monje que busca a Nuestro Señor Jesucristo. Mira sin cesar a la cruz y pasa por encima de todos los escándalos que encuentra, hasta llegar al Crucificado».
36 Decía un anciano: «Un árbol no puede dar fruto si se le trasplanta a menudo de un lugar a otro. Tampoco el monje que emigra con frecuencia puede dar fruto abundante».
37 Un hermano que estaba tentado de abandonar su monasterio se lo contó a su abad. Este le contestó: «Vuelve a tu celda, haz oblación de tu cuerpo a las paredes de tu celda y no salgas de ella. No te preocupes de tu tentación. Piensa lo que quieras, pero que tu cuerpo no salga de la celda».
38 Decía un anciano: «La celda de un monje es el horno de Babilonia, donde los tres jóvenes encontraron al Hijo de Dios. Es también la columna de nube desde la que Dios habló a Moisés».
39 Durante nueve años un hermano fue atormentado por el deseo de abandonar su monasterio.
Cada mañana preparaba sus cosas como para marchar. Y cuando llegaba la tarde, decía: «Mañana me marcho de aquí». Pero por la mañana pensaba: «Venzámonos un poco y aguantemos hoy aquí por el Señor».
Hizo esto día tras día durante nueve años, y entonces el Señor le libró de su tentación.