Cap VII De la paciencia y de la fortaleza 40-47


 

40 Un hermano sucumbió a una tentación, y en su abatimiento, abandonó la regularidad monástica. Y aunque deseaba volver a empezar de nuevo su observancia regular, su estado de ánimo se le impedía, y se  decía: «¿Cuándo volveré a encontrarme como antes?». 

Y desalentado no hacía nada para empezar a vivir como monje. Se llegó a un anciano y le contó lo que le sucedía. 
El anciano, después de escucharle, le puso este ejemplo: «Un hombre tenía una propiedad y por su negligencia se hizo improductiva llenándose de abrojos y espinas. Quiso más tarde cultivarla, y dijo a su hijo: "Vete y rotura aquel campo". 

El hijo fue a la finca, pero al ver tanto cardo y tanta espina, se desanimó y dijo: "¿Cuándo conseguiré dejar limpio todo este campo?". Y se echó a dormir. Y esto lo repitió durante muchos días. 
Más tarde, vino el padre para ver el trabajo y se encontró con que ni siquiera había empezado. Y preguntó a su hijo: "¿Por qué no has hecho nada hasta ahora?".
 Y el joven le respondió: "Al llegar aquí y ver tanto cardo y tanta espina, me sentí sin ánimos para empezar el trabajo y me eché a dormir". 
El padre le dijo: "Hijo mío, limpia cada día el espacio que ocupes tumbado en el suelo. Tu trabajo avanzará así poco a poco, sin que te desanimes". 
El joven lo hizo así y en poco tiempo quedó limpio el campo. Tú también, hermano, trabaja poco a poco y no te dejes llevar del desaliento. 
Dios por su infinita misericordia te volverá a tu primer estado». 

Al oír esto el hermano se fue y con gran paciencia hizo lo que el anciano le había enseñado. Y encontró la paz avanzando en la virtud por la gracia de Nuestro Señor Jesucristo. 

41 Un anciano enfermaba a menudo. Pero un año no tuvo enfermedad alguna. Y él estaba muy afligido y lloraba diciendo: «Dios me ha abandonado, no me ha visitado este año». 



42 Un anciano contaba que un hermano fue tentado durante nueve años. Tan angustiado estaba que llegó a desesperar de su salvación y él mismo se condenaba: «He perdido mi alma y, ya que estoy condenado, me vuelvo al mundo».
 Y en el camino oyó una voz que le decía: «Las tentaciones que has padecido durante nueve años eran tus coronas. Vuelve a donde estabas y te libraré de tus tentaciones».
 El hermano comprendió entonces que no hay que desesperar por los pensamientos que a uno le vienen. Estos pensamientos son más bien nuestra corona, sí sabemos llevarlos con paciencia. 


43 Un anciano que vivía en la Tebaida, en una cueva, tenía un aventajado discípulo. Por la tarde, el anciano tenía la costumbre de instruirle enseñándole lo que convenía a su alma. Y después de los consejos finales, oraban juntos y le enviaba a dormir.
 Un día, unos piadosos seglares, que conocían la gran penitencia del anciano, vinieron a verle. Y después de ser consolados por él se marcharon. Y por la tarde, después de su marcha, terminada la misa, el anciano, según su costumbre fue a instruir al hermano. 

Pero mientras hablaba, se quedó dormido. El hermano esperó pacientemente a que el anciano despertase para hacer la oración acostumbrada, pero el anciano no despertaba. 
Después de una larga espera, el hermano fue tentado de irse a dormir, pero se hizo violencia, resistió a la tentación y se quedó.
 Por segunda vez le vino el deseo de irse a dormir, pero se mantuvo firme. 
Lo mismo le ocurrió hasta siete veces, pero permaneció junto al anciano. A media noche despertó el anciano, y le encontró sentado a su lado. «¿Te has quedado, le dijo, hasta ahora sin marcharte?». «Sí, Padre, le contestó, porque no me lo habías mandado».
 Y le dijo el anciano: «¿Por qué no me has despertado?». 
«No me he atrevido, dijo el joven, por temor a molestarte». 
Se levantaron, rezaron maitines y, terminada la oración, el anciano despidió al discípulo.
 Y al quedarse solo tuvo una visión: vio un lugar glorioso y en él un trono y sobre el trono siete coronas. El anciano preguntó: «¿De quién son esas coronas?». Y el que le mostraba la visión le dijo: «El lugar y el trono son de tu discípulo. Se los ha concedido Dios por su fervorosa conducta. Las siete coronas las ha conquistado esta noche». 
Al oír esto, el anciano quedó admirado y temblando llamó a su discípulo y le mandó: «Dime lo que has hecho esta noche»
 Y el otro respondió: «Perdóname, Padre, porque no he hecho nada».
 El anciano pensando que no se lo quería decir por humildad, insistió: «No te dejaré en paz hasta que me digas lo que has hecho o lo que has pensado esta noche». 
El hermano no tenía conciencia de lo que había hecho y no sabía qué decir. Y de nuevo repitió al anciano: «Perdóname, Padre, no he hecho nada. Tan sólo que he tenido siete veces deseos de irme a dormir, pero como no me habías despedido, como de costumbre, no me fui». 
Al oír esto el anciano comprendió al punto que había sido coronado por Dios cada una de las veces que había resistido a su deseo. 
Al hermano, para su mayor provecho, no le dijo nada, pero lo contó a otros Padres espirituales para que sepamos que por unos pensamientos de poca monta, Dios nos da una corona. 

Es bueno, pues, que el hombre se haga violencia en todo por Dios, porque como escrito está: «El Reino de los cielos sufre violencia y los violentos lo conquistan». (Mt 11,12). 


44 Un anciano anacoreta cayó enfermo. Como no tenía a nadie que le ayudara se levantaba y comía lo poco que encontraba en su celda. Pasaron varios días sin que nadie viniera a visitarle. Transcurridos treinta días sin recibir ayuda, el Señor envió un ángel para que le sirviera. Y después de otros siete días, cayeron en la cuenta los Padres, y se dijeron: «Vayamos y veamos, no sea que esté enfermo». 
Cuando llamaron a la puerta el ángel desapareció. El anciano, desde dentro, gritó: «Alejaos de aquí, hermanos».
 Pero ellos, levantando la cancela de la puerta, entraron y le preguntaron por qué gritaba. Y él les dijo: «He estado enfermo durante treinta días sin que nadie me visitara, y hace siete días que el Señor envió un ángel para que me sirviera, el cual se ha marchado cuando habéis llegado vosotros».
 Y dicho esto, descansó en paz. Los hermanos se admiraron mucho y glorificaron a Dios, diciendo: «Dios no abandona a los que esperan en El». 


45 Decía un anciano: «Si te sobrevienen enfermedades corporales no te desanimes, porque si el Señor quiere debilitar tu cuerpo ¿por qué llevarlo a mal? ¿Acaso no piensa en ti en toda ocasión y en cualquier circunstancia? ¿Puedes tú vivir sin El?
 Ten, pues, paciencia y pídele lo que te conviene, es decir, hacer siempre su santa voluntad, y come con paciencia lo que te den por caridad». 


46 Uno de los Padres contó lo que sigue: «Estando en Oxirinco, vinieron unos pobres, un sábado por la tarde, para recibir el ágape. Se acostaron luego y uno de ellos sólo tenía una estera. Había colocado la mitad debajo y con la otra mitad se tapaba, pues hacia mucho frío. Y al salir al servicio, le oí que suspiraba y se quejaba de frío, pero se consolaba diciendo: "Señor, ¡te doy gracias! Cuántos ricos están en la cárcel cargados de cadenas o con los pies en el cepo y no pueden hacer libremente sus necesidades. Pero yo soy como el emperador, extiendo mis pies y voy donde me da la gana". Mientras decía estas palabras, yo estaba escuchándole. Y entrando en la celda se lo conté a los hermanos que al oírlo se edificaron mucho». 


47 Un hermano preguntó a un anciano: «Si me vienen dificultades en un lugar donde no tenga a nadie a quien acudir para descubrirle mi tentación, ¿qué debo hacer?». El anciano le respondió; «Fíate de Dios, que él enviará su ángel y su gracia. Él mismo será tu consuelo sí se lo pides con amor».

 Y añadió: «He oído que en Scitia ocurrió algo de esto. Había allí un monje que padecía continuas tentaciones. Y como no tenía cerca ninguna persona que le inspirase confianza para abrirse con ella, una tarde preparó su maleta para marcharse. Pero esa misma noche se le presentó la gracia de Dios bajo la forma de una doncella que le decía: "No te vayas. Quédate aquí conmigo. No te sucederá ningún mal de todo eso que has oído". El monje creyó en estas palabras, permaneció allí y al punto quedó curado su corazón».