CAP V De la impureza
41 Un anacoreta, muy avanzado en la vida espiritual, vivía hacia mucho tiempo cerca de Antinoé. Y muchos se aprovechaban tanto de sus palabras como de sus ejemplos. Por eso el diablo le envidiaba, como le ocurre con todos los varones virtuosos. Y bajo capa de piedad le sugirió que no debía de ayudarse ni ser servido de los demás, sino que, al contrario, él debía servir a los otros.
Y el demonio le sugirió esta idea: «Ya que no ayudas a los demás por lo menos sírvete a ti mismo. Vende en la ciudad las cestas que fabricas, compra lo que necesites y vuelve a tu soledad para que no seas gravoso a nadie».
Se lo sugería el diablo porque envidiaba su hesychia, el mucho tiempo que consagraba a Dios y el provecho que muchos sacaban de ello.
Por eso el demonio tenía prisa en tenderle una trampa para hacerle caer.
El ermitaño, pensando que era una buena idea, se dispuso a salir de su monasterio. Y aunque todos le admiraban, sin embargo, desconocía esta clase de trampas.
Mucho tiempo después encontró una mujer y dada su falta de experiencia y cautela, le engañó y se enamoró de ella. Se fue a un lugar retirado, con el diablo sobre sus pasos, y pecó junto a un río. Y pensó en la alegría del enemigo con ocasión de su ruina, cayó en desesperación porque había ofendido tan gravemente al Espíritu de Dios, y recordando a los santos ángeles y a tantos Padres venerables, que aunque vivían en las ciudades habían triunfado del demonio, se afligió mucho porque no podía parecerse a ninguno de ellos, olvidando que Dios da su fortaleza a los que se convierten a Él con devoción.
En su ceguera, no viendo como curar su pecado, quiso arrojarse al río para dar alegría completa al demonio. Por el intenso sufrimiento de su alma enfermó también su cuerpo. Y si no le hubiera socorrido la misericordia de Dios, hubiera muerto sin penitencia, con gran gozo del enemigo.
Vuelto finalmente en sí, se propuso llevar a cabo una penosa penitencia rogando a Dios con llanto y lágrimas. Volvió al monasterio, clavó la puerta de su celda y se puso a llorar a Dios con súplica incesante como se hace con los muertos. Su cuerpo se debilitó a fuerza de velar y ayunar, pero él no mitigaba su penitencia, pues no tenía la seguridad de que fuese suficiente.
Los hermanos, tratando de ayudarle, venían a verle y llamaban a la puerta, pero él les contestaba que no podía abrir: «He hecho voto de hacer durante un año una vida de absoluta penitencia. Orad por mí», les decía. No sabía qué responder sin que ellos se escandalizasen por lo ocurrido, ya que era tenido por todos como un monje respetable y de gran virtud. Y durante todo el año practicó un riguroso ayuno y una dura penitencia.
Por Pascua, la noche misma de la Resurrección, tomó una candela nueva y la puso en un cántaro nuevo. Lo tapó con una tapadera y se puso en oración desde el atardecer diciendo: «Oh Dios, compasivo ymisericordioso, que quieres salvar aun a los mismos paganos para que vengan al conocimiento de la verdad, me refugio en ti, Salvador de los fieles. Ten piedad de mí que tanto te ofendí, proporcioné un gozo grande al enemigo y he muerto por obedecerle. Tú, Señor que te apiadas de los impíos y de los que carecen de misericordia, Tú que mandas tener misericordia con el prójimo, ten piedad de mi abyección. Para Ti no hay nada imposible y mira que mi alma es llevada como polvo al borde del infierno. Ten piedad de mí, pues eres benigno y misericordioso con esta criatura tuya.
Tú, que resucitarás los cuerpos de los que ya no viven el día de la Resurrección, ¡escúchame, Señor, que mi corazón desfallece y mi alma es muy desgraciada! Mi cuerpo, que tanto he manchado, está extenuado. Ya no tengo fuerzas para vivir porque me falta la esperanza. Perdona este pecado por el cual he hecho penitencia, pecado doble porque he desesperado.
Devuélveme la vida, que estoy arrepentido, y ordena a tu fuego encender esta lámpara. Para que seguro de tu misericordia y de tu perdón por todo el resto de mi vida, guarde tus mandamientos, no me aparte de tu santo temor y te sirva con mayor fidelidad que antes».
Y orando con muchas lágrimas la noche misma de la Resurrección del Señor, se levantó para ver si se había encendido la candela. Y descubriendo el vaso vio que no se había encendido.
Cayó de nuevo rostro en tierra, rogando a Dios con estas palabras:
«Sé, Señor, que la batalla la preparaste para que fuese coronado.Pero no supe mantenerme firme, y teniendo en más los placeres de la carne, he preferido los tormentos de los impíos.
Perdóname, Señor, de nuevo confieso a tu bondad mi infamia, delante de los ángeles y delante de todos los justos y la confesaré también delante de todos los hombres si no fuera escándalo para ellos. Señor, ten piedad de mi para que pueda enseñar a los demás, Señor, dame la vida».
Repitió tres veces esta oración y fue escuchado. Y levantándose encontró encendida la candela, con gran brillo. Y ebrio de esperanza, y confortado de gozo su corazón, admiró la gracia de Dios que así le perdonaba sus pecados y daba así satisfacción a su alma como se lo había pedido.
Y decía: «Te doy gracias, Señor, porque has tenido piedad de mi que no soy digno siquiera de vivir en este mundo, y que con este nuevo y maravilloso milagro me has devuelto la confianza. Tú perdonas misericordiosamente a las almas que has creado».
Y perseverando en su oración amaneció el día. Y alegrándose de este modo en el Señor se olvidó de la comida. El fuego de su lámpara se mantuvo durante toda su vida, añadiéndole aceite cuando era necesario, y velando para que no se apagase.
Y de nuevo habitó en el Espíritu divino, y se hizo insigne ante los demás, dando testimonio de su humildad por la confesión y acción de gracias a Dios con gran alegría. Finalmente, unos días antes de su muerte tuvo revelación de su tránsito al Padre.