Porqué debajo de cada altar consagrado, existen reliquias ?

Dentro de cada altar católico consagrado, se hallan las reliquias de santos, una antigua tradición que encuentra sus raíces en los primeros días de la Iglesia.

Cuando en los días del Imperio Romano el ser cristiano era contra la ley, los primeros Fieles se reunían secretamente en catacumbas subterráneas para escapar a esta persecución. Allí celebrarían la misa en las losas de piedra que cubren las tumbas de los mártires, a fin de mostrar una reverencia apropiada por el sacrificio máximo que hicieron por Cristo.

Cuando el emperador Constantino legalizó el cristianismo, los primeros cristianos no dejaron de lado esta tradición de venerar las reliquias de los santos. Incluso Las iglesias, generalmente se construían sobre los restos de los mártires, pero cuando no era posible, se colocaba una reliquia de primera clase dentro del altar, misma que se cubría con una losa de piedra.

Mas tarde, el Segundo Concilio de Nicea decretaría que todas las iglesias debían tener altares con reliquias de santos. Con el tiempo, la práctica se convirtió en ley eclesiástica. Así se obligaba a los altares a contener reliquias de primera clase de dos santos diferentes, uno de los cuales era mártir.

El Concilio Vaticano II afirmó y simplificó la práctica antigua:
“La práctica de colocar las reliquias de los santos, incluso aquellos que no son mártires, debajo del altar para ser dedicado se conserva adecuadamente. Sin embargo, se debe tener cuidado en asegurar la autenticidad de tales reliquias.

Misal Romano (302)
Cuando el sacerdote besa el altar mientras celebra la misa, muestra reverencia no solo por Jesucristo como la piedra angular literal de la Iglesia que representa el altar, sino que también continúa la antigua tradición de mostrar reverencia por el sacrificio de los mártires. Sirve como un recordatorio continuo de que cuando celebramos la misa, celebramos con todos los santos y ángeles en el cielo.

“Cuando rompió el quinto sello, vi debajo del altar las almas de los que habían sido sacrificados por el testimonio que dieron a la palabra de Dios”
(Apocalipsis 6: 9).

Hoy en día el ritual prevé que el altar es consagrado por el obispo. Y en el lugar donde sobre el altar descansan generalmente los signos eucarísticos del cuerpo y la sangre de Cristo se ha abre una cavidad donde el obispo deposita las reliquias que luego son cubiertas con una piedra lisa de manera que forma un nivel plano con la mesa del altar. Esta piedra es fijada con argamasa.

Todas las iglesias consagradas cuentan con reliquias en el altar mayor.

El altar, el martirio y las reliquias
Javier Sánchez Martínez, el 9.05.22

Hacer memoria del mártir, testigo de Cristo, es inseparable de la memoria del primer mártir, el Testigo fiel y Primogénito de entre los muertos, cuya pasión, muerte y resurrección están presentes en el sacramento eucarístico. Esto se visibilizó en la unión que hizo la liturgia entre las reliquias del mártir y el altar para la Eucaristía.

1. El altar en los sepulcros de los mártires
Tertuliano había escrito que “Cristo está en el mártir” (De Pudicitia 22,6), de ahí que fuera fácil relacionar el altar con el altar y construir un altar en los martyria, en las tumbas de los mártires, y en ese altar celebrar anualmente la Eucaristía en el dies natalis. Sobre la tumba del mártir, o conteniendo las reliquias del mártir, se construyó el altar para celebrar la Eucaristía. Es un altar que se dedica a Dios, no al mártir; porque el Sacrificio del altar se ofrece no a los mártires, sino al Dios de los mártires.

El sacrificio es ofrecido a Dios y no a los mártires, aunque éste sea celebrado en sus memorias o capillas; y porque quien celebra es sacerdote de Dios y no de los mártires. El sacrificio que es el cuerpo de Cristo, no se ofrece a los mártires, porque ellos mismos son el cuerpo de Cristo” (S. Agustín, De Civ. Dei, XXII, 10).

Pronto, pues, hacia el siglo III, nació la costumbre de asociar al altar las reliquias de los mártires. Es plasmar incluso en la arquitectura litúrgica el principio teológico del Cristo total (Cabeza y miembros); si el altar representa a Cristo, Cristo no puede estar completo sin sus miembros, y entre ellos, los miembros más gloriosos son los mártires.

Los mártires completaron el sacrificio del Señor, completándolo en su carne (cf. Col 1,24), por ello las sepulturas gloriosas de los mártires pasaron a considerarse como el soporte más idóneo para la mesa del sacrificio eucarístico. “Celebrar la Eucaristía sobre un altar que contiene las reliquias de los mártires subraya el carácter exigente de la comunión con Cristo a la vez que propone una visión del altar como figura sacramental de Cristo” (Arocena, F. M., El altar cristiano, Biblioteca Litúrgica CPL n. 29, Barcelona 2006, 32).

El martirio era un sacrificio semejante al sacrificio eucarístico; el mártir era trigo que había de ser molido por los dientes de las fieras para ser pan vivo de Dios, como bellamente expresara san Ignacio de Antioquía (cf. Ad Rom IV,1). “Se advierte en los escritos de san Ignacio una transposición muy interesante a la doctrina del martirio de todo el vocabulario empleado para la doctrina de la Eucaristía. El mártir ofrece el sacrificio; él mismo es el trigo de Dios, un pan vivo” (Bouyer, L., La vie de la liturgie, Paris 1960, p. 270).

La relación entre el martirio y la pasión de Cristo es uno de los datos más primitivos de la Iglesia. Ahí donde se celebra in misterio, sacramentalmente, la pasión de Cristo, ¡el altar!, ahí conviene que estén las reliquias de los mártires. San Ambrosio explica así esta relación:

“Las víctimas triunfantes sean puestas en el lugar en que Cristo es la víctima. Pero Cristo, que sufrió la pasión por todos, sea colocado sobre el altar. Los mártires que han sido redimidos por la pasión de Cristo, bajo el altar. Yo me había reservado este lugar para mí, pues es justo que el sacerdote repose donde solía ofrecer la oblación, pero cedo a las santas víctimas la parte de la derecha, pues éste es el lugar que corresponde a los mártires. Así pues conservamos las reliquias sacrosantas y las depositamos en dignos templos, y cada día celebramos con fiel devoción” (S. Ambrosio, Ep. 22,13).

Un texto del siglo IV-V, atribuido al Pseudo-Máximo de Turín, desarrolla la misma idea:
“Es conveniente que en virtud de una suerte común, la sepultura de los mártires se coloque allí donde la muerte de Cristo se celebra todos los días… En virtud de una identidad de destino, la tumba del mártir ha sido erigida allí donde son depositados los miembros del Señor inmolado, de suerte que quienes se vieron unidos en una misma pasión se ven ahora reunidos en un mismo lugar sagrado” (Serm. 78; PL 57,689-690).

Con mucho amor, los fieles con su obispo a la cabeza, recogieron los cuerpos de los mártires, les rindieron honor con su sepultura y oficios religiosos, con luminarias y cantos, y sus reliquias recibieron culto. “La veneración a los confesores de la fe se explicaba en la antigüedad, no solamente por medio de la celebración litúrgica, sino también con los honores tributados a sus restos mortales; incluso se puede decir que el culto tuvo propiamente como centro y punto de partida el sepulcro en el que se custodiaban sus restos” (Frutaz, A.P., “Il culto delle reliquie e loro uso nella consacrazione degli altari”, Notitiae 1 (1965), 309).

Se cumple lo que explicaba san Agustín: “Dios concede a sus iglesias los cuerpos de los santos, no para gloria de los mártires, sino para que se conviertan en lugares de oración” (Serm. 283,1): así proliferaron basílicas e iglesias nuevas que deseaban sus reliquias. A partir de la paz constantiniana y la libertad de culto, vemos proliferar la construcción de basílicas; “casi en todas partes se constata las mismas fases del desarrollo que condujo a estos edificios grandiosos. La sepultura del mártir está protegida primero por un oratorio de dimensiones restringidas, que se comienza por agrandar en tanto lo permita la condición del suelo, y cuando la capilla transformada ya no responde a las necesidades, se construye, al lado del monumento primitivo y comunicando con él, una basílica más considerable, evitando tocar la tumba” (Delehaye, Les origines du culte des martyrs, p. 47). Si esto no era posible, se edificaba en un terreno bien elegido una nueva basílica y allí se trasladaban solemnemente las reliquias. Es más, querían estas basílicas no sólo espaciosas, sino incluso espléndidas:

“Las tumbas de los servidores del Crucificado, son más brillantes que los palacios de los reyes, no solamente por la grandeza y la belleza de la construcción, y bien que las superan en esto, sino, y esto vale más, por el entusiasmo de aquellos que las frecuentan” (S. Juan Crisóstomo, In ep. II ad Cor., hom. XXVI, 5).

2. Diseño y forma del altar con reliquias
El altar fue construyéndose en piedra, fijo, y un factor que influyó fue subrayar la unión de los mártires al sacrificio de Cristo; por ello se construyen de piedra y como parte del sepulcro de los mártires.

Sobre o junto a él [el sepulcro] se construyeron los altares para la celebración del santo Sacrificio; esto fue posible a partir del siglo IV, cuando se comenzaron a usar altares fijos de piedra o de materia consistente” (Frutaz, A.P., “Il culto delle reliquie e loro uso nella consacrazione degli altari”, Notitiae 1 (1965), 310).

Así pues, a partir de la paz constantiniana, el culto a los mártires recibirá mayor esplendor. Sobre las martyria o memorias se van a levantar basílicas o iglesias amplias y hermosas; en Roma, por ejemplo, extramuros de la ciudad, las basílicas de S. Pedro, la de S. Pablo, la de S. Lorenzo en la vía Tiburtina o la de Santa Inés en la vía Nomentana. Tanto en Occidente como en Oriente, se multiplicaron las basílicas funerarias, las martyria, levantadas en honor de los héroes de la fe.

El altar para celebrar la Eucaristía se coloca justamente sobre el sepulcro del mártir o sobre el lugar en que hizo “confesión” de su fe: de ahí el nombre de “altar de la confesión”.

El centro de la celebración martirial será el sacrificio eucarístico, y de ahí la importancia de la ubicación y forma del altar. Al principio la mesa se colocaba ante la tumba del mártir, luego sobre la tumba misma. La mesa-altar se va transformando en mesa-sepulcro:

“Esta comunión de la ofrenda del Señor y la de los mártires, aparecía visiblemente con la proximidad de la tumba y del altar; debía tener repercusiones sobre la evolución de la forma de este último. Se construyó primeramente el altar delante de las tumbas, por ejemplo en San Calixto, en San Pánfilo, en San Hipólito; luego, progresivamente, se estableció la costumbre de situarlo sobre la tumba. La forma primitiva del altar se modificó. Mientras que en los primeros tiempos sólo se conocía el altar-mesa, a continuación apareció el altar-sepulcro” (De Gaiffier, B., “Réflexions sur les origines du culte des martyrs”, en La Maison-Dieu 52 (1957), p. 33).

De esta forma se une el Sacrificio de Cristo con el sacrificio del mártir; se expresa la unión del mártir con el Sacrificio de Cristo, actualizado y hecho presente en el altar.

Cuando se construyan iglesias, pero no es en el sepulcro de un mártir, a partir del siglo IV se pusieron reliquias en la construcción de nuevos altares, los cuales tenían distintas formas según el modo en que se colocasen las reliquias. Hallamos así varios modelos de altar:

Altares como mesa: las reliquias se ponían en el grosor de la mesa, una mesa casi cuadrada, o en el pie de la columna central que la sostenía;
Altares como cubo vacío: las reliquias se ponían dentro, en el vacío del altar, y eran visibles a través de llamada fenestella confessionis, un cristal con rejas que permitían ver las reliquias;
Altares como cubo lleno: las reliquias se ponían bajo el altar y entonces se construía la confesión (o confessio), excavada en el suelo.

En los casos más favorables, es el cuerpo mismo del mártir el que se deposita bajo el altar o dentro de él, o al menos, fragmentos de sus restos. “Pero pronto, incluso en las regiones en las que no se sentía rechazo alguno en fraccionar los cuerpos santos, se contentó, conforme a la disciplina romana, con objetos, sobre todo lienzos, que hubiesen tocado, sino el cuerpo del mártir, al menos su tumba. Estas brandea [velos] se tenían por reliquias verdaderas” (Andrieu, M., Les Ordines Romani du Haut Moyen Age: Tome IV: Les Textes (Ordines XXXV-XLIX), Lovaine 1985, p. 330). Según el Sacramentario Gelasiano, allí donde se venera una reliquia, se supone que reposa la totalidad del cuerpo, de ahí que esté el rito de la “denunciatio cum reliquiae ponendae sunt martyrias” (GeV 805) con una monición:

“Dilectissimi fratres, inter cetera virtutum solemnia, quae ad gloriam pertinent Christi domini nostri hoc quoque praestitit martyribus, qui pro nomine eius confessionem praemia meruerunt, ut fidelium votis eorum praeclaris reliquiis conlocatis integritas sancti corporis esse credatur” (GeV 805).

A partir de entonces, las “reliquias” de los apóstoles Pedro y Pablo y de otros mártires romanos se emplearon en la consagración de altares por todas las regiones del mundo cristiano.

3. El uso de las “aras” incrustadas y reliquias representativas
La edad media llevó más lejos su devoción y no dudó en poner sobre el altar relicarios recubiertos de esmaltes y piedras preciosas


Más adelante se recurrió a una “piedra de altar” o “ara”, cuadrada, que contenía la reliquia y que se incrustaba en el hueco de la parte superior de la tabla del altar: “La presencia de los huesos sagrados de un mártir encima del altar terminó por convertirse en universal y los cánones prescribirían a toda la Iglesia esta práctica piadosa” (De Gaiffier, B., “Réflexions sur les origines du culte des martyrs”, en La Maison-Dieu 52 (1957), p. 34); esto también ocurrió no sólo en el altar fijo, sino también en los altares móviles o portátiles, lo cual demuestra la importancia se concedió a la presencia de las reliquias en el altar y que se convirtió en praxis habitual hasta la reforma litúrgica del siglo XX.

Y “como no era posible de cuerpos de mártires para cada altar que se pretendiese dedicar, se ingeniaron dos soluciones: el uso de “reliquias representativas” como los sanctuaria o brandea, objetos (generalmente trozos de tela), que se habían puesto en contacto con el cuerpo del mártir o, al menos, con su tumba; o al fraccionamiento de los huesos de los Mártires, uso, este último, rechazado por Roma, pero que terminó por prevalecer” (Calabuig, I.M., “L’Ordo dedicationis ecclesiae et altaris’. Appunti di una lettura”, en Notitiae 13 (1977), p. 420-421).

Las reliquias fueron convirtiéndose en elementos en contacto con la tumba del mártir, o representativas, o fragmentos pequeñísimos del mártir. “Durante mucho tiempo se abstuvieron de distribuir huesos o fragmentos de los cuerpos de los mártires… vemos emplear a modo de reliquias, vestimentas puestas sobre la tumba, flores santificadas al contacto con las reliquias, el aceite del santuario; o incluso, y esto pasaba en Galia, se llevaban franjas del mantel del altar, cera, tierra, hasta trozos de madera arrancados de la puerta de la basílica” (Delehaye, Les origines du culte des martyrs, pp. 67-68)[1].

El fraccionamiento llegó a ser excesivo, con partículas pequeñísimas, a lo que hay que sumar las reliquias que sólo eran tejidos puestos en contacto con la tumba del mártir (o del santo): “Pero el fraccionamiento de los huesos de los Mártires hasta dimensiones microscópicos y la depositio de los fragmentos en ‘sepulcros’ minúsculos, a veces preparados en serie, para insertarlos en el momento debido en el altar por consagrar, debilitaron el significado originario del rito, y lo que era la antigua y expresiva depositio corporum sanctorum martyrum quedó una pálida imagen. El signo litúrgico se había destruido. Y en muchos casos casi se destruyó la verdad histórica” I.M., “L’Ordo dedicationis ecclesiae et altaris’. Appunti di una lettura”, en Notitiae 13 (1977), p. 421).

El uso litúrgico de deponer bajo el altar las reliquias de los Mártires se difundió rápidamente en el Occidente cristiano y ha permanecido en vigor hasta nuestros días. Son conocidas las prescripciones del Código de Derecho canónico [de 1917] sobre la necesidad del “ara” para la celebración de la Eucaristía [cf. cn. 1197-1199]. En definitiva, tanto en Oriente como en Occidente el santo Sacrificio no se celebraba sin la presencia de los Mártires, testigos y discípulos del Crucificado” (Calabuig I.M., “L’Ordo dedicationis ecclesiae et altaris’. Appunti di una lettura”, en Notitiae 13 (1977), p. 420); esta práctica se ve claramente en las aras de los latinos, con sus sepulcros-relicarios, y en el antimension de los orientales, pieza de tela, con imágenes de la Pasión de Cristo y cosida la reliquia de un mártir, obligatoria para celebrar la Divina Liturgia.

[1] S. Agustín cita en De Civitate Dei varias de ellas: flores (XX, 8, 10), trajes (XX, 8, 17), aceite (XX, 8, 18).



La actual normativa sobre las reliquias en el altar 
y su veneración en su día

Javier Sánchez Martínez, el 22.05.22
Reliquias de los mártires en Lorca

4. La actual normativa litúrgica del altar y sus reliquias
Es bueno conservar la tradición litúrgica de depositar reliquias de mártires (o de otros santos) al pie de un nuevo altar cuando se consagra:

Toda la dignidad del altar le viene de ser la mesa del Señor. Por eso los cuerpos de los mártires no honran el altar, sino que éste dignifica el sepulcro de los mártires. Porque, para honrar los cuerpos de los mártires y de otros santos y para significar que el sacrificio de los miembros tuvo principio en el sacrificio de la Cabeza, conviene edificar el altar sobre sus sepulcros o colocar sus reliquias debajo de los altares… Porque, aunque todos los santos son llamados, con razón, testigos de Cristo, sin embargo el testimonio de la sangre tiene una fuerza especial que sólo las reliquias de los mártires colocadas bajo el altar expresan en toda su integridad” (Ritual consagración del altar, n. 5).

Litúrgicamente, se quiere reproducir la visión del Apocalipsis: “Vi debajo del altar las almas de los inmolados a causa de la palabra del Dios y del testimonio que mantuvieron” (Ap 6,9). Por ello, y siguiendo la normativa litúrgica, de ahora en adelante ni las reliquias se incrustarán sobre la mesa, ni mucho menos sobre la mesa santa del altar se expondrán los relicarios o las imágenes.

Los Padres iluminaron este misterio; por ejemplo, de nuevo san Ambrosio: “Estas víctimas triunfales avanzan hacia el lugar donde Cristo se hace oblación sacrificial. Él, que ha muerto por todos, está sobre el altar; estos, que han sido rescatados por su pasión, están debajo del altar” (Ep. 22,13).

De manera que colocar las reliquias bajo el altar es equivalente a sepultar: los mártires se sepultan bajo el lugar donde cada día se celebra sacramentalmente el sacrificio del Señor. Así “quienes murieron por la muerte del Señor reposan en el misterio de su sacramento” (S. Máximo de Turín, Serm. 78). Y dice también: “Recte ergo sub ara martyres collocantur, quia super aram Christum imponitur. Recte sub altare iustorum animae requiescunt, quia super altare Domini corpus offertur” (Id., Serm. 78; PL 57,690).

Las reliquias se comprenden desde el altar: es el altar en cuanto signo de Cristo, el que honra los cuerpos de los mártires, y no al revés.

Las reliquias bajo el altar ponen de relieve la “comunión” que la celebración quiere realizar entre los fieles y su Señor. El “haced esto en conmemoración mía” se explicita mediante otra palabra de Jesús: “amaos unos a otros, como yo os he amado” (Jn 13,34). Tal como él vivió, hasta entregar su vida por sus amigos, éstos son invitados a hacer lo mismo. Los mártires lo hicieron de modo excelente; los demás cristianos los toman como ejemplo, y celebran la Eucaristía en la inmediata cercanía de algunos de ellos. Policarpo, exhortando a las viudas a vivir santamente, escribe que “ellas son el altar de Dios” (A los Filipenses 4,3). O también ocurre para la Eucaristía lo que para el lavatorio de los pies: “Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis” (Jn 13,15). Los mártires escucharon esta palabra y la encarnaron en su vida y en su muerte. Celebrando la Eucaristía sobre un altar que contiene las reliquias de los mártires, los cristianos subrayan este significado, y el carácter exigente de la comunión con nuestro Señor Jesucristo. Estamos muy cercanos a una visión del altar como figura sacramental de Cristo.

La disciplina actual recomienda que al consagrar un nuevo altar se depositen reliquias de mártires o de santos, de un tamaño conveniente y que conste su autenticidad. Así lo prescribe la IGMR:

“La costumbre de depositar debajo del altar que va a ser dedicado reliquias de Santos, aunque no sean Mártires, obsérvese oportunamente. Cuídese, sin embargo, que conste con certeza de la autenticidad de tales reliquias” (n. 302).

El ritual de dedicación de iglesias y altares establece:
“Es oportuno conservar la tradición de la liturgia romana de colocar reliquias de mártires y de otros santos debajo del altar. Pero se tendrá en cuenta lo siguiente:

a) Las reliquias deben evidenciar, por su tamaño, que se trata de partes de un cuerpo humano. Se evitará, por tanto, colocar partículas pequeñas.

b) Debe averiguarse, con la mayor diligencia, la autenticidad de dichas reliquias. Es preferible dedicar el altar sin reliquias que colocar reliquias dudosas.

c) El cofre con las reliquias no se colocará ni sobre al altar, ni dentro de la mesa del mismo, sino debajo de la mesa, teniendo en cuenta la forma del altar (RDIA, nº 10).

Es recomendable entonces que el altar esté edificado sobre el sepulcro de los mártires, reproduciendo lo escrito en Ap 6,9, contemplando debajo del altar de Dios las almas de los sacrificados. “Justamente -predica san Agustín- descansan las almas de los justos debajo del altar, ya que sobre él es ofrecido el cuerpo del Señor” (Serm. 107). Y siglos después, S. Pedro Damián enseña: “El unir en los altares las reliquias de los mártires al cuerpo del Señor significa el cuerpo de la santa Iglesia unido a su Redentor; así en el tálamo del altar se encuentra el Esposo con la esposa” (Serm. 72; PL 144, 908C).

“Christus in martyre est. La fidelidad de un cristiano o de una cristiana al dar testimonio hasta la muerte se puede comprender sólo si esa persona está de veras completamente animada por Cristo. Aparece así el mártir como el cristiano maduro aquél, o aquella, que se identificó con su Señor hasta el punto de no dudar en entregar la vida por él, así como él mismo entregó su vida por nosotros” (De CLERCK, P., “Il significato dell’altare nei rituali della dedicazione”, en: AA.VV., L’altare. Mistero di presenza, opera dell’arte, Edizioni Qiqajon, Magnano 2005, p. 47).

5. Significado teológico y espiritual de las reliquias en el altar
Las reliquias en el altar son un gran signo y poseen un significado claro “para expresar que todos los que han sido bautizados en la muerte de Cristo, y especialmente los que han derramado su sangre por el Señor, participan de la pasión de Cristo” (Ritual consagración de un altar, n. 20). ¿Y no es esa la vocación bautismal, la vocación cristiana?

Pensemos la enseñanza de la Iglesia: “Numerosos mártires dieron y dan preclaro testimonio de esta fe, la cual debe manifestar su fecundidad imbuyendo toda la vida, incluso la profana, de los creyentes, e impulsándolos a la justicia y al amor, sobre todo respecto del necesitado” (GS 21); “Los laicos, que desempeñan parte activa en toda la vida de la Iglesia, no solamente están obligados a cristianizar el mundo, sino que además su vocación se extiende a ser testigos de Cristo en todo momento en medio de la sociedad humana” (GS 43). “La obligación principal de éstos, hombres y mujeres, es el testimonio de Cristo, que deben dar con la vida y con la palabra en la familia, en el grupo social y en el ámbito de su profesión. Debe manifestarse en ellos el hombre nuevo creado según Dios en justicia y santidad verdaderas. Han de reflejar esta renovación de la vida en el ambiente de la sociedad y de la cultura patria” (AG 21), se afirma tratando del apostolado seglar en el contexto de la evangelización ad gentes.

La vida entregada hasta el martirio realmente evangeliza y edifica la Iglesia: “El anuncio del Evangelio y el testimonio cristiano de la vida en el sufrimiento y en el martirio constituyen el ápice del apostolado de los discípulos de Cristo, de modo análogo a como el amor a Jesucristo hasta la entrega de la propia vida constituye un manantial de extraordinaria fecundidad para la edificación de la Iglesia. La mística vid corrobora así su lozanía, tal como ya hacía notar San Agustín: «Pero aquella vid, como había sido preanunciado por los Profetas y por el mismo Señor, que esparcía por todo el mundo sus fructuosos sarmientos, tanto más se hacía lozana cuanto más era irrigada por la mucha sangre de los mártires»” (Juan Pablo II, Christifideles laici, n. 39).

El mártir entrega su vida por obedecer a Dios antes que a los hombres y sus leyes inicuas: “Es un honor para los cristianos obedecer a Dios antes que a los hombres (cf. Hch 4, 19; 5, 29) e incluso aceptar el martirio a causa de ello, como han hecho los santos y las santas del Antiguo y del Nuevo Testamento, reconocidos como tales por haber dado su vida antes que realizar este o aquel gesto particular contrario a la fe o la virtud” (Juan Pablo II, Veritatis Splendor, n. 76). ¡La Verdad que es Cristo sostiene al mártir!, porque el mártir es testigo de la Verdad: “Es la verdad la que hace libres ante el poder y da la fuerza del martirio” (Id., n. 87).

La Iglesia, canonizándolos, muestra a los mártires como testigos de la Verdad, que es Cristo; como obedientes a Dios y a su Ley antes que cualquier otra ley humana o que el relativismo moral o el pecado; “los mártires, y de manera más amplia todos los santos en la Iglesia, con el ejemplo elocuente y fascinador de una vida transfigurada totalmente por el esplendor de la verdad moral, iluminan cada época de la historia despertando el sentido moral” (Juan Pablo II, Veritatis splendor, n. 93).

El martirio, y la celebración litúrgica de los santos mártires, es desafío al alma, impulso evangelizador, ejemplo alentador: “Si el martirio es el testimonio culminante de la verdad moral, al que relativamente pocos son llamados, existe no obstante un testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios. En efecto, ante las múltiples dificultades, que incluso en las circunstancias más ordinarias puede exigir la fidelidad al orden moral, el cristiano, implorando con su oración la gracia de Dios, está llamado a una entrega a veces heroica. Le sostiene la virtud de la fortaleza, que —como enseña san Gregorio Magno— le capacita a «amar las dificultades de este mundo a la vista del premio eterno»” (Juan Pablo II, Veritatis splendor, n. 93).

Los mártires son quienes hacen presente el sacrificio de Cristo a lo largo de la historia. Son, por así decir, el altar vivo de la Iglesia que no está hecho de piedra, sino de personas que se convirtieron en miembros del cuerpo de Cristo y que expresan así el culto nuevo: la humanidad que con Cristo se transforma en amor” (Arocena, F. M., El altar cristiano, Biblioteca Litúrgica CPL n. 29, Barcelona 2006, 217).

Fuentes
https://www.ucatholic.com/blog/did-you-know-why-every-catholic-altar-contains-relics-of-saints/
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