José María Iraburu,
–Disyuntivo, como Dios manda. Una cosa es la dirección espiritual y otra, distinta, el acompañamiento espiritual.
En honor de San Juan de Ávila (1500-1569), declarado Doctor de la Iglesia (7-X-2012), escribo este artículo al finalizar ya el Año Jubilar Avilista (12-X-2012 / 19-X-2013) concedido por el Papa Benedicto XVI en Montilla (Córdoba), en la Basílica donde se venera el sepulcro del Maestro santo. Él, con su vida y sus escritos, especialmente en el Audi filia (=AF) y en sus Cartas (=Cta), nos dejó sobre la dirección espiritual preciosas enseñanzas.
–Es cuestión de humildad. La necesidad de un guía para ir adelante por los caminos de la perfección evangélica fue conocida desde el comienzo del cristianismo. Cuando un cristiano busca la plena unión con Dios, la perfecta configuración a Cristo, la total docilidad al Espíritu Santo, conociendo la vulnerabilidad de su entendimiento ante el error y la de su voluntad ante la carne, el mundo y el diablo, si es humilde, busca un guía. Si es humilde. Si es soberbio, se fía de su saber y poder, y no lo busca.
«Esto tiene el alma humilde –dice San Juan de la Cruz–: que no se atreve a tratar a solas con Dios, ni se puede acabar de satisfacer, sin gobierno y consejo humano» (2 Subida 22,11).
En el siglo IV, por ejemplo, cuando un fiel cristiano, por el camino del monacato, lo deja todo y parte al desierto, lo primero que hace es buscar «un guía espiritual», «un maestro», «un anciano»monje santo y experimentado, «un padre (abba)», que pueda conducirlo por el camino de la santidad. A él ha de sujetarse en todo por la docilidad y la obediencia, pues para unirse plenamente a la voluntad de Dios, muriendo a la propia, no hay camino más corto y seguro. Y no queriendo vivir más tiempo «abandonado a los deseos de su corazón» (Rm 1,24), busca por eso un guía, un maestro, un padre, que le ayude a salir de sí mismo, para unirse del todo a Cristo. Y hoy, y más hoy, estando tan revuelto el mundo y habiendo dentro de la Iglesia tantos errores, esa necesidad de un guía fide-digno es mayor que nunca.
Juan Pablo II: «Es necesario admitir con realismo que los cristianos de hoy, en gran parte, se sienten extraviados, confusos, perplejos, e incluso desilusionados. Se han propalado a manos llenas ideas contrastantes con la verdad revelada y enseñada desde siempre. Se han difundido verdaderas y propias herejías en el campo dogmático y moral, creando dudas, confusiones, rebeliones» (6-II-1981). Hoy San Juan de Ávila, a cualquiera que intente ir adelante por el camino de la perfección evangélica, le exhorta: «no has de vivir, hermano, por tu seso, ni por tu voluntad, ni por tu juicio; por Espíritu de Cristo has de vivir» (Ser 28,478). Gran parte de los bienintencionados candidatos que entran en seminarios, monasterios, movimientos, traen en su mente muchos engaños y confusiones, y están muy necesitados de ayuda para ir adelante por los caminos de la santidad.
El Magisterio apostólico y los grandes Maestros de espiritualidad siempre han venerado la dirección espiritual.
–San Juan de la Cruz enseña que Dios dispone el orden sobrenatural en formas semejantes a las que Él mismo ha dado al orden natural. Y en este sentido, dice, es Dios «muy amigo de que el gobierno y trato del hombre sea también por otro hombre semejante a él»: un padre, un maestro, un médico, un director… (2 Subida 22,9). Podría santificar Dios las almas in-mediatamente; pero ha querido hacerlo mediatamente, haciendo participar de su espíritu y de su acción a ciertos hombres que co-laboren con Él.
–León XIII reafirma la validez de la dirección espiritual frente a los americanistas que, alegando la primacía de la libre moción del Espíritu Santo, consideran «toda dirección exterior como superflua, e incluso menos útil para aquellos que quieren tender hacia la perfección cristiana». A éstos les dice: «La ley común de Dios providente establece que, así como los hombres son generalmente salvados por otros hombres, de modo semejante aquellos que Él llama a un grado más alto de santidad sean también conducidos por hombres». Cuando San Pablo, por ejemplo –recuerda el Papa–, recién convertido, pregunta: «¿qué he de hacer, Señor?», y el Señor le remite a Ananías, en Damasco: «allí se te dirá lo que has de hacer» (Hch 22,10) (Cta. Testem benevo-lentiæ, 1899).
–Pío XII enseña: «Al trabajar y avanzar en la vida espiritual, no os fiéis de vosotros mismos, sino que con sencillez y docilidad, buscad y aceptad la ayuda de quien, con sabia moderación, puede guiar vuestra alma, indicaros los peligros, sugeriros los remedios idóneos, y en todas las dificultades internas y externas os puede dirigir rectamente y llevaros a perfección cada vez mayor, según el ejemplo de los santos y las enseñanzas de la ascética cristiana. Sin estos prudentes directores de conciencia, de modo ordinario, es muy difícil secundar convenientemente los impulsos del Espíritu Santo y de la gracia divina» (enc. Menti Nostræ 1950, 27).
–El Concilio Vaticano II muestra un gran aprecio por la dirección espiritual, exigiéndola en Seminarios y Noviciados, según establece el Derecho Canónico. La dirección es muy conveniente para la santificación de los sacerdotes (PO 18c), que a su vez deben procurarla, siempre que puedan, a los fieles, especialmente a los jóvenes con indicios de vocación sacerdotal (11a). En los Seminarios, tanto menores como mayores, la dirección ha de emplearse asiduamente en la formación espiritual (OT 3a, 19a), y también ha de ser parte integrante de la vida religiosa, en su formación y en su desarrollo (PC 14c, 18d).
La acción pastoral de Cristo es modelo permanente y universal. Y el Señor, teniendo solamente tres años para llevar adelante Él solo la obra entera de la implantación del Reino de Dios sobre la tierra, sin embargo, distribuye su actividad, su tiempo, su dedicación, en círculos concéntricos de menor a mayor: los tres, Pedro, Santiago y Juan, los doce, los setenta, la muchedumbre. Así nos consta por los Evangelios. Y así debe seguir planteándose el trabajo pastoral en la Iglesia de hoy.
Actualmente, con tanta escasez de sacerdotes y con tantas necesidades pastorales apremiantes, fácilmente la dirección espiritual viene a considerarse como un lujo más bien superfluo dentro del conjunto de los ministerios pastorales. Y ése es un error muy grave. Hemos de seguir el modelo pastoral de Cristo en todo lo que nos sea posible. En una parroquia, por ejemplo, deben desarrollarse cultivos pastorales amplios, como de agricultura: liturgia, catequesis, enfermos, cáritas, etc.; pero no deben faltar cultivos más reducidos e intensos, como de jardinería: y ahí se sitúa, entre los demás ministerios, la dirección espiritual.
El crecimiento de la comunidad cristiana exige acciones pastorales extensas y también intensas, más concentradas en grupos pequeños o en personas concretas. Todos los ministerios son necesarios, aunque cada sacerdote, por supuesto, no es capaz de ejercitarse en todos ellos. Y la dirección espiritual tiene entre todos los ministerios una gran necesidad, pues allí donde no hay un cultivo pastoral suficientemente intenso y profundo, no podrán ser fecundos los cultivos más extensos. No habrá, por ejemplo, vocaciones sacerdotales y religiosas, sin las cuales el servicio apostólico del pueblo se ve tan gravemente comprometido.
Este criterio parte de la imitación pastoral de Cristo, pero al mismo tiempo se fundamenta en una verdad muy profunda e ignorada: más agrada a Dios y a los hombres un santo, un cristiano perfecto, que un millón de cristianos imperfectos. Más crece la Iglesia con un San Juan de Ávila que con mil sacerdotes mediocres. Más le dice a la gente una madre Teresa de Calculta que un millón de religiosas mediocres. Es evidente.
Comentando a Santo Tomás, enseñan los Salmanticenses: «1. Un justo perfecto agrada más a Dios y lo glorifica más que muchos justos tibios e imperfectos… [Por tanto] 2. Más agrada a Dios y le glorifica un predicador o maestro de espíritu que convierte a un solo pecador llevándolo a la perfección, que el que convierte a muchos dejándolos tibios e imperfectos. 3. Hace cosa mejor y glorifica más a Dios el predicador o maestro de espíritu que con su doctrina y ejemplo lleva a gran perfección a un justo imperfecto, que quien convierte a muchos del pecado, dejándolos tibios e imperfectos» (Tractatus de caritate disp.3 dub.3).
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Cualidades del director
A los sacerdotes, generalmente, corresponde el ministerio pastoral de la dirección espiritual, pues por el sacramento del Orden, Dios los ha ungido y confortado especialmente para que, «en persona de Cristo Cabeza», puedan enseñar, guiar y santificar a los fieles (Vat.II, PO 2c). Pero también es cierto que a veces confiere el Señor este mismo carisma a religiosos no ordenados (el hermano jesuita San Alonso Rodríguez, portero en Mallorca del teologado de la Compañía, fue director de San Pedro Claver), a religiosas (maestras de novicias, como Santa Teresita), o a otros cristianos (como la terciaria Santa Catalina de Siena).
En todo caso, sean sacerdotes, religiosos o laicos, los directores espirituales necesitan tener ciertos dones naturales y espirituales, como es obvio, pues «si un ciego guía a otro ciego, ambos caerán en el hoyo» (Mt 15,14). Por eso San Juan de la Cruz recomienda con tanto empeño al que va a tomar director espiritual «mirar en qué manos se pone, porque cual fuere el maestro, tal será el discípulo» (Llama 3,30-31).
La falta de dirección espiritual o la mala dirección, dice San Juan de la Cruz, trae consigo que muchas almas «no pasan adelante… por no se entender y faltarles guías idóneas y despiertas, que las guíen hasta la cumbre. Y así, es lástima ver muchas almas a quienes Dios da talento y favor para pasar adelante… y quédanse en un bajo modo de trato con Dios, por no querer, o no saber, o no las encaminar y enseñar a desasirse de aquellos principios» (Prólogo Subida 3). Ya se había quejado de lo mismo San Juan de Ávila –y todos los maestros espirituales–: «¡Oh, cuánto mal ha hecho a sí y a otros, gente sin letras, que ha tomado entre manos negocio de la vida espiritual, haciéndose jueces de ella, siguiendo solamente su ignorante parecer» (AF 28,2734).
1. Ciencia, buena doctrina. Y buena doctrina especialmente en teología espiritual, en ascética-mística. Es condición primera y fundamental. Un director, aunque no tenga plena experiencia de los caminos del Espíritu, debe tener al menos un conocimiento doctrinal de ellos, para poder enseñarlos a quienes, ignorándolos, quizá los van a recorrer totalmente. Y por otra parte, también las personas de altísimas experiencias espirituales necesitan verificarlas, confrontándolas con la buena doctrina. Por ejemplo, Santa Teresa, según ella misma dice, «no hacía cosa que no fuese con parecer de letrados» (Vida 36,5). «Es gran cosa letras, porque éstas nos enseñan a los que poco sabemos y nos dan luz, y allegados a verdades de la Sagrada Escritura, hacemos lo que debemos; de devociones a bobas líbrenos Dios» (13,16) «Buen letrado nunca me engañó» (5,3).
Por el contrario, durante diecisiete años, como ella misma refiere, «gran daño hicieron a mi alma confesores medio letrados… Lo que era pecado venial decíanme que no era ninguno; lo que era gravísimo mortal, que era venial» (Vida 5,3). Pareciera que, al menos, las verdades fundamentales cualquier director las conocerá; «y es engaño. A mí me acaeció tratar con uno cosas de conciencia, que había oído todo el curso de teología, y me hizo harto daño en cosas que me decía no eran nada. Y sé que no pretendía engañarme, sino que no supo más; y con otros dos o tres, sin éste, me acaeció» (Camino Vall. 5,3). Y de ello se lamenta mucho: «Si hubiera quien me sacara a volar…; mas hay –por nuestros pecados– tan pocos [directores idóneos], que creo es harta causa para que los que comienzan no vayan más presto a gran perfección» (Vida 13,6: es la misma enseñanza de S. Juan de la Cruz: prólogo Subida 3; 2 Subida 18,5; Llama 3,29-31).
2. Experiencia. ¿Cómo podrá guiarnos por caminos evangélicos aquel que apenas los ha caminado?… Dice San Juan de Ávila: «conviene que para el regimiento de vuestra conciencia toméis por guía y padre alguna persona letrada, y experimentada, y ejercitada en las cosas de Dios, y no toméis quien no tenga uno sin otro» (Reglas de espíritu II,9). San Juan de la Cruz dice que «algunos padres espirituales, por no tener luz y experiencia de estos caminos, antes suelen impedir y dañar a semejantes almas que ayudarlas al camino», y así «doblan el trabajo a la pobre alma» (Prólogo Subida 4-5).
Un maestro espiritual experimentado es en Cristo una luz preciosa, que puede iluminar a otros los caminos misteriosos de la santidad que él ya ha caminado o está caminando. Un guía que, en mayor o menor medida, se está ya ejercitando en los dones intelectuales del Espíritu Santo –entendimiento, sabiduría, ciencia, consejo–, y que está ya libre de tantos apegos desordenados que oscurecen el discernimiento y entorpecen el consejo, haciéndolo demasiado rígido o demasiado laxo, prematuro o tardío. De hecho, en muchos casos, aunque no siempre, los santos han tenido directores espirituales santos, canonizados o no.
El padre Lallemant (+1635) muestra la necesidad de una vida espiritual profunda en los directores espirituales: «Las personas más idóneas para conducir a otras y darles consejo en las cosas que se refieren a Dios, son aquellas que, teniendo la conciencia pura y el alma libre de pasión y de todo interés propio, teniendo de modo suficiente ciencia y talento natural, aunque no los tengan en un grado eminente, están bien unidas a Dios por la oración y bien sumisas a las mociones del Espíritu Santo» (Doctrine spirituelle IV,4,4).
Parece claro, por el contrario, que un director apenas experimentado en los caminos del Espíritu, difícilmente podrá guiar a otros por senderos que él no ha andado; ni será tampoco capaz de entender unos estados de alma que no conoce ni de lejos. Y esto es así sobre todo cuando ha de darse asistencia espiritual a los que van más altos; porque para la dirección de los más incipientes, la buena doctrina, aunque la experiencia sea escasa, puede ser suficiente.
3. Oración. «El confesor debe orar mucho al Señor por la salud de su enfermo», dice San Juan de Ávila (AF 28,2734). Parece fácil hacer el bien a las personas, escribe Santa Teresa del Niño Jesús; pero estando en ello «se comprueba que hacer el bien [a alguien] es tan imposible sin la ayuda de Dios como hacer brillar el sol en medio de la noche» (Manusc. autob. X,11). Para hacer el bien al dirigido es preciso un milagro de la gracia, y los milagros, más que hablando y haciendo, se consiguen por la oración. Por tanto, está claro: el director ha de ser un hombre de oración, que rece mucho por las personas que el Señor le ha confiado. Si un milagro del Espíritu es necesario para que un pecador pase de la vida mala a la buena, aún más grande es el milagro que ha de hacer para que pase de la vida buena, pero más o menos mediocre o retardada, a la vida plenamente santa. Y de hecho es un milagro mucho menos frecuente.
¿Cómo conseguir que una persona entienda algunos pensamientos que no acaba de captar, cautiva todavía en ciertos pensamientos viejos? ¿Cómo lograr que haga lo que no hace, porque no se decide o porque no lo consigue? ¿Qué puede hacerse para que un corazón que es duro o frío, o cerrado en sí mismo, o temeroso, inseguro, triste, venga a sentir «los mismos sentimientos de Cristo Jesús» (Flp 2,5)?… Sólo el Espíritu Santo es capaz de «crearle un corazón puro, y renovarle por dentro con espíritu firme» (Sal 50,12).
Un buen director espiritual ha de ser para aquel cristiano que Dios le confía un maestro en las cosas del Espíritu, un amigo y un guía para andar por los caminos evangélicos, un consejero para las dudas y conflictos, una asistente para ayudarle a llevar la cruz. Pero aún más todavía, mucho más, ha de ser un intercesor orante, alguien que se hace cargo de él en una oración asidua: un hombre de fe, capaz de pedir con perseverancia y esperanza que, por pura bondad de Dios, se obren en él esos milagros de la gracia que necesita.
«La literatura oriental –escribe el padre Luis Mendizábal, S.J.– subraya insistentemente que la oración constante por sus dirigidos es función esencial del director espiritual. El dirigido se confía a la oraciones del director, y éste lo asume por título especial como objeto de su intercesión orante. El director debe ser un “ven Espíritu Santo” continuo en el corazón, pidiendo la asistencia del Espíritu para sí y para el dirigido. Puede decirse que invoca al Espíritu Santo “en fuerza de su oficio” y, por tanto, de manera especial, “en el nombre del Señor”. En consecuencia, puede hacerlo con confianza y con humilde audacia e insistencia, aun cuando se vea personalmente indigno, porque ora en nombre de Cristo y está seguro de que alcanzará el influjo irresistible del Espíritu» (Dirección espiritual, BAC, Madrid 1978, 84-85).
4. El discernimiento adquirido y el infuso. El director que tiene ciencia, experiencia y oración, tendrá también, en mayor o menor medida, discernimiento, sea éste adquirido o sea infuso. Las íntimas mociones que el dirigido experimenta, a veces en forma intensa y duradera, pueden proceder 1.-del Espíritu divino, 2.- del espíritu del diablo y del mundo, o 3.-de la propia carne, de las inclinaciones, deseos y temores personales. Es necesario, pues, el «discernimiento de espíritus» (1Cor 12,10), es preciso «examinar si los espíritus vienen de Dios» (1Jn 4,1). Y a los comienzos, sobre todo, el cristiano está muchas veces confuso y dubitativo. Gran cosa es entonces, y siempre, la humildad para recibir el consejo de un guía espiritual fidedigno, que le ayude a conocer la voluntad de Dios en el momento concreto, y aún más en la opción decisiva. Y como dice San Juan de Ávila en carta a Santa Teresa, hay que «esperar en Dios que, si hay humildad para sujetarse a parecer ajeno, no dejará engañar a quien desea acertar» (Cta. 158).
–El discernimiento adquirido es necesario en el director para ayudar a las personas que se le confían, para no hacerles daño alguno, y no le faltará si tiene suficiente ciencia, experiencia y oración, y si, en alguna medida, aunque no sea perfecta, está libre de apegos personales desordenados. Es éste, sin embargo, un discernimiento no infalible, que puede faltar a veces sin culpa, por ejemplo, cuando carece el director de ciertas dotes psicológicas para conocer el interior de las personas. Para su práctica prudente existen ciertas reglas de discernimiento, ya elaboradas por la tradición espiritual, como las de San Ignacio.
Si el director, por el contrario, careciera de discernimiento espiritual bastante, podría practicar el acompañamiento –del que hablaré después–, pero no la dirección espiritual, pues en ésta, que incluye una cierta forma de obediencia, podría causar en las personas, aún sin pretenderlo, graves males, de los que sería tan responsable como un cirujano, que se atreviera a hacer operaciones para las que no está preparado. San Juan de la Cruz advierte a los guías espirituales, con gran severidad, que «el que temerariamente yerra, estando obligado a acertar, como cada uno lo está en su oficio, no pasará sin castigo, según el daño que hizo» (Llama 3,56).
–El discernimiento infuso, en cambio, que puede ser una gracia especial gratis dada o bien un crecido don de consejo, hace posible discernir los espíritus de modo infalible, ya que en ambos casos el guía obra por moción inmediata del Espíritu Santo. Por este don el director espiritual puede prestar a las personas una guía inapreciable, ayudándoles a conocer con toda certeza, en los aconteceres diarios y en ciertos momentos cruciales, la voluntad concreta de Dios providente.
El discernimiento infalible es muy infrecuente, y suele Dios darlo únicamente a los santos, en quienes es ya poderosa y casi continua la acción de los dones del Espíritu Santo. Pero incluso falta a veces en los mismos santos.
–San José, siendo «un varón justo», santísimo, humilde, sin apegos desordenados, después de mucho meditarlo y orarlo, ante el embarazo de su esposa la Virgen, «decidió repudiarla en secreto» (Mt 1,18-19). Y si Gabriel arcángel, enviado por Dios, no le hubiera mandado recibirla, habría cometido un enorme error.
–San Francisco de Asís, tan firme y seguro, a veces frente a muchos, en tantas cosas del Evangelio, no acaba de ver por dónde quiere llevarle Dios, ya en la madurez de su vida, y ha de mandar un mensajero a Santa Clara y al hermano Silvestre, para preguntarles a qué debe dedicarse, si a la predicación o a la contemplación (!), dispuesto a seguir su dictamen (San Buenaventura, Leyenda Mayor 12,2).
–San Ignacio de Loyola, el genial autor de las famosas Reglas para la discreción de espíritus, estando en Tierra Santa, hace «propósito muy firme» de arraigarse allí. Y durante bastantes años persiste con sus primeros compañeros de París en su idea, cuando en realidad no era ése el plan providente de Dios. Y en 1551, cinco años antes de morir, después de haber examinado mucho la cuestión y de haberla encomendado largamente al Señor en la oración –siendo un hombre de tan altísimas luces contemplativas –, decide «absolutamente» renunciar a la guía de la Compañía (!), al frente de la cual, dócil al sentir unánime de sus hermanos, sigue hasta su muerte. Toda su vida, como dice su biógrafo Nadal, «era llevado suavemente a donde no sabía». Y no le fue mal. Ya lo dice San Juan de la Cruz: «para venir a lo que no sabes, has de ir por donde no sabes». El discernimiento infalible de espíritus es muy infrecuente, y se recibe de Dios sobre todo por la oración de súplica y la sujeción humilde al parecer de hombres espirituales fidedignos.
5. La libertad del cristiano, bajo la acción del Espíritu Santo, debe ser guardada en la dirección espiritual con todo cuidado.La dirección espiritual es, sin duda, una forma preciosa de paternidad, y ésta es transmisión de vida. Por eso, como dice San Juan de Ávila muchas veces, el director o confesor es «guía y padre» (AF 55,5638). Es, pues, completamente normal que San Francisco de Asís transmita a sus hijos y hermanos una especial devoción por la pobreza, o que San Pablo de la Cruz forme a los suyos en la meditación asidua de la Pasión de Cristo. Esto es así, y debe serlo, sin atropello alguno de la libertad personal, sobre todo cuando el dirigido comienza su camino espiritual. Es lo mismo que sucede con los padres en relación a sus hijos más pequeños. Pero cuando ya el cristiano va más adelante en la vida espiritual, debe el director concentrar más su cuidado en descubrir las vías particulares por donde Dios quiere llevarle, que no siempre serán las de su padre espiritual. No debe sujetar y retener a las personas en el camino que él mismo lleva. Los santos han aplicado este principio con una gran prudencia.
–San Pablo de la Cruz, por ejemplo, a una señora «que [según ella dice] no sabe hacer oración si no es sobre la vida, pasión y muerte del Salvador» –es decir, del modo que él mismo le habría enseñado e inculcado tantas veces–, le avisa: «es óptima cosa y santísima el pensar en la Pasión santísima del Señor, hacer oración sobre ella; es la manera de llegar a la santa unión con Dios. Pero debo advertirle que no siempre el alma puede seguir la misma conducta que al principio; hay que secundar los impulsos del Espíritu Santo y dejarse guiar como quiere su Divina Majestad» (A Mariana de la Escala 3-I-1729).
–Santa Teresa: «así como hay muchas moradas en el cielo, hay muchos caminos» para llegar a él (Vida 13,13). Es un grave error, que puede darse incluso dentro de un mismo instituto religioso, en el que todos sus miembros participan de una espiritualidad común. Y así lo hace notar la Santa por lo que se refiere al Carmelo: «Una priora era amiga de penitencia. Por ahí llevaba a todas»… Pero no ha de ser así, sino que en ese asunto, y en todos, hay que «procurar llevar a cada una por donde Su Majestad la lleva» (Fundaciones 18,6-10).
–San Juan de la Cruz: «Adviertan los que guían las almas y consideren que el principal agente y guía y movedor de las almas en este negocio no son ellos, sino el Espíritu Santo,que nunca pierde cuidado de ellas, y que ellos sólo son instrumentos para enderezarlas en la perfección por la fe y la ley de Dios, según el espíritu que Dios va dando a cada una. Y así todo su cuidado sea no acomodarlas a su modo y condición propia de ellos,sino mirando si saben el camino por donde Dios las lleva, y, si no lo saben, déjenlas y no las perturben» (Llama 3,46). Y esto ha de ser así porque «a cada uno lleva Dios por diferentes caminos; que apenas se hallará un espíritu que en la mitad del modo que lleva convenga con el modo del otro» (3,59). «Deben, pues, los maestros espirituales dar libertad a las almas» (ib. 3,61).
Por eso, cuando un director se empeña en retener las personas bajo su influjo, como apropiándose de ellas; cuando estima que es capaz de ayudar a cualquiera en todas las fases de su crecimiento; cuando procura evitar que consulten con otros, comete un grave pecado. Y así es como «muchos maestros espirituales hacen mucho daño a muchas almas» (ib. 3,31; cf. 56-59). Un cirujano experto puede salvar una vida, pero otro inexperto puede causar la muerte. De modo semejante, «los negocios de Dios con mucho tiento y muy a ojos abiertos se han de tratar, mayormente en cosas de tanta importancia y en negocio tan subido como es el de estas almas, donde se aventura casi infinita ganancia, y casi infinita pérdida en errar» (ib. 3,56).
Esta doctrina es frecuentemente ignorada en la práctica, y eso explica la insistencia de los grandes maestros espirituales en enseñarla. En efecto, fácilmente el director estima, aunque sea inconscientemente, que su camino o el camino de su Orden o movimiento es el mejor de los posibles –apego carnal al bien espiritual que Dios le ha dado–, y trata así, con la mejor voluntad, de inculcarlo a todos sus dirigidos, dando por supuesto que es el camino que el Espíritu Santo quiere darles. Sin embargo, «el viento [del Espíritu] sopla donde quiere. Y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es todo nacido del Espíritu» (Jn 3,8). En realidad, las personas son un misterio para ellas mismas y para quien las dirige. Sólo Dios las conoce de verdad, y sólo Él conoce sus designios de amor sobre ellas.
Santa Teresita, en su tiempo de maestra de novicias, comprueba que en la formación de las personas «es absolutamente necesario olvidar los gustos personales, renunciar a las propias ideas, y guiar a las almas por el camino que Jesús les ha trazado, sin pretender hacerlas ir por el nuestro» (Manusc. autob. X,11).
En el próximo artículo, con el favor de Dios, veremos las actitudes espirituales que debe tener el dirigido, y la diferencia considerable que existe entre la dirección espiritual y el acompañamiento espiritual.
José María Iraburu, sacerdote