Capítulo XI. La Asunción y Realeza de María.

1. Introducción.

n   Desde los primeros siglos de la Iglesia existen en los cristianos el sentir común de que María es la primera criatura redimida por Cristo y que fue redimida de forma eminente. Ella es la madre del Redentor, esencial y absolutamente referida al Redentor y a su obra de salvación. En Ella llega a su plenitud y se manifiesta en toda su perfección la redención operada por Cristo. Esta perfección con que Santa María es redimida abarca todos los misterios de su existencia, desde la concepción y nacimiento hasta su glorificación, es decir, hasta el misterio de su gloriosa asunción a los cielos y haber sido constituida reina de cielos y tierra. Al igual que el ser y el vivir terreno de Santa María, su glorificación sólo encuentra marco adecuado en su referencia maternal a Cristo y al puesto que, como madre, ocupa en la historia de la salvación de los hombres.

  La glorificación de Santa María encuentra su fundamento y su sentido en la maternidad divina y en la misión materna sobre todos los hombres que se le ha conferido por ser la Madre del Redentor. La unión con su Hijo fue causa de que, ya en esta vida terrena, María recibiese en grado singular las gracias obtenida por El: en previsión de los méritos de Cristo, fue preservada de todo pecado por una especial gracia divina; engendró y dio a luz a Jesús sin menoscabo de su virginidad; participó íntimamente de la vida terrena de su Hijo; por su aceptación a la voluntad de Dios, intervino activamente en la obra redentora, siendo configurada con Cristo de forma única. Asimismo, María fue asociada por el Padre de modo extraordinario a los misterios gloriosos de Cristo resucitado y a la obra redentora de Cristo: su glorificación es no sólo el coronamiento de esta asociación a la glorificación de Cristo, sino también la condición necesaria para el ejercicio pleno de su misión materna con respecto a los hombres.

  En la consideración teológica, la realidad de la glorificación de Nuestra Señora se suele estudiar principalmente en dos facetas: la Asunción y la Realeza. Ambas realidades se hallan íntimamente conexas y constituyen como dos fases de la glorificación de María. En efecto, si Cristo después de su Resurrección «subió al cielo, está sentado a la derecha del Padre, de nuevo ... y su reino no tendrá fin», por principio de analogía,  María fue asunta para reinar con su Hijo en el cielo. Asunción y realeza están tan estrechamente unidas que en la oración de la Iglesia se encuentran muchas veces unidas. Como se hace notar en la Exhortación Marialis cultus, la razón por la que la fiesta de la Virgen Reina se ha colocado el 22 de agosto, en la octava de la Asunción, es precisamente para mostrar la unión entre ambas festividades.

n   En un documento trabajo, Roo concluye afirmando «la conveniencia profunda que relaciona la Asunción gloriosa de la Madre de Dios con su Realeza... En este sentido -dice- creemos encontrar en la Realeza de María un argumento de conveniencia para su Asunción corporal, y por ello podrá decirse Asumpta quia Regina. Y sólo porque la Asunción corporal ha sido la ocasión y la condición para que María, ya Reina por la Encarnación y la Compasión, ejerza efectivamente su poder sobre el Reino universal, puede decirse Regina quia Assumpta». Es de origen ciertamente antiguo, la tendencia a fundamentar la Asunción de María por su realeza. Así, por ejemplo, San Andrés de Creta, San Bernardino, etc.
n   María ha sido llevada al cielo en cuerpo y alma, y allí es glorificada de modo singular por Dios. Esta glorificación singular y única que recibe la que es Hija, Madre y Esposa de la Trinidad, se resume prácticamente en el título de «Reina de cielos y tierra». Es lógico, por tanto, que por metodología, incluyamos en este capítulo el estudio de la Realeza de María a continuación del de su Asunción. Ambas realidades, en efecto, no son otra cosa que dos aspectos del mismo misterio de la vida de María: asunta a los cielos, la Madre del Redentor, reina con su Hijo eternamente. Al considerar esta verdad, se destacan en la consideración teológica dos textos de la Sagrada Escritura, que guardan una estrecha conexión entre sí: el pasaje de Flp 2,5-11 y Lc 1,48.

n   En la vida de María, tan íntimamente asociada a Cristo, se reproduce también este misterio de kénosis y exaltación. Su exaltación y realeza están relacionadas con el anonadamiento de su entrega y sacrificio: con la humildad de la esclava. Al mismo tiempo, esta realeza no es más que manifestación plena del reino de Dios. En María se manifiesta en forma singular y plena esa realidad teológica de la realeza del pueblo cristiano que hacía escribir a San Pedro al dirigirse a los cristianos: vosotros sois linaje escogido, sacerdocio regio, gente santa (1Pe 2,9). La glorificación de Santa María, en efecto, es participación materna en la glorificación del Hijo y manifestación singular y plena del carácter regio del pueblo de Dios.

n   Llamar, pues, reina a Santa María tiene mucho que ver con la verdad revelada y muy poca o ninguna relación con una determinada concepción de la vida de la sociedad civil. Su realeza ha sido siempre analógicamente relacionada con el ministerio regio de Cristo y no con otras realezas. Ella ha sido siempre entendida en sentido evangélico, en el mismo sentido en que la Doncella de Nazaret entendió siempre su vida: como la vida de la esclava del Señor (cfr. Lc 1,38). María es reina en cuanto Madre del Redentor y Madre de todos los hombres; y ha sido hecha Reina de cielos y tierra precisamente para que pueda ejercer con plenitud su influencia materna sobre todos. Su realeza está estrechamente relacionada con su misión materna. Ella es «Reina. Madre de Misericordia». Una intelección de la verdadera naturaleza de esta exaltación y de esta realeza exige tener presente toda la vida de la Virgen, pues estos misterios no son otra cosa que el cumplimiento de su razón de ser: la elección eterna para una Maternidad singular y única.

I. La Asunción de la Virgen.

2. El testimonio de la Tradición.

Desde los primeros siglos existen testimonios de la fe de la Iglesia en este misterio. El objeto y contenido de esa fe se fue manifestando con progresiva claridad y precisión.

Padres de la Iglesia.

n   En los tres primeros siglos no se encuentra entre los Padres ninguna referencia al destino final de María, quizá por dos motivos: a) en esos siglos, los Padres Apostólicos y los Apologistas expusieron y defendieron la fe con argumentos racionales en aquellos puntos objeto de controversia con los judíos, gnósticos, maniqueos, etc.; b) aún no se había precisado la doctrina escatológica.
n   En el siglo IV, un texto de San Efrén, que sostiene que el cuerpo de María no fue sometido a la corrupción, puede interpretarse en clave asuncionista. Hay también insinuaciones sobre la Asunción en San Ambrosio y en San Gregorio de Nisa.
n   San Epifanio es el primer Padre que habla de forma explícita de la Asunción de María, cuando al exponer las diversas hipótesis sobre la consumación de la vida terrena de la Virgen, se inclina por su asunción corporal al cielo, pues su final terreno «estuvo lleno de prodigios» y su cuerpo fue trasladado al cielo sin sufrir la muerte ni la corrupción.
n   A lo largo de los siglos siguientes los Padres, con motivo de la fiesta de la Asunción, van mostrando el alcance y los fundamentos de esta prerrogativa mariana. Al final de la patrística el clamor es prácticamente unánime. Así, de las ocho homilías marianas que nos han llegado de San Andrés de Creta, tres son asuncionistas. En ellas cimienta la Asunción en la maternidad divina, la perpetua virginidad y la plena santidad de María. De la misma forma, San Juan Damasceno nos ha dejado tres sermones sobre la Dormición y utiliza los mismos argumentos de los Padres anteriores para afirmar la glorificación corporal de la Virgen.

Liturgia.

n   La Iglesia ora según cree. El culto público es una profesión oficial y solemne de las verdades de fe contenidas en la Revelación. Uno de los testimonios y argumentos más claros y válidos que atestiguan la fe católica en la Asunción de María es la solemne y antiquísima fiesta que comenzó a celebrarse en Oriente a mediados del siglo VI, bajo el nombre de koimesis, o Dormición. Antes de terminar el siglo, dicha fiesta quedó definitivamente establecida en todas las Iglesias del Oriente. Lo que se celebraba en esa solemnidad era el «tránsito» de María (natalis Deiparae) pero fue evolucionando hasta conmemorar propiamente su glorificación (muerte y resurrección). Desde Oriente, la festividad pasó a las Galias y a Roma, donde comienza a celebrarse como simple «memoria» de María, en la fecha del 15 de agosto.
n   En el siglo VII queda propiamente establecida en Roma la fiesta de la «Asunción de Santa María» con su preciso significado teológico y con la máxima solemnidad. En los siglos VII y VIII se extendió a todo el Occidente, haciéndose así universal en la Iglesia. No se celebraba un simple hecho histórico, sino un acontecimiento salvífico que era objeto de fe y de culto.
n   Al testimonio puramente litúrgico cabe añadir, «los innumerables templos... en honor a María Virgen asunta al cielo y las sagradas imágenes... ciudades, diócesis y regiones... puestas bajo el patrocinio de la Virgen asunta..., así como institutos religiosos que toman el nombre de dicho privilegio. Y no se debe silenciar que en el rosario mariano, cuya recitación recomienda tanto la Sede Apostólica, se propone a la meditación piadosa un misterio que... trata de la Asunción de la Virgen al cielo.

Doctores y teólogos posteriores.

n   En el siglo IX surgen algunas dudas sobre la Asunción de María por influjo de una obra del Pseudo-Jerónimo como reacción ante los relatos de los Apócrifos. Este autor pone en suspenso el tema de la asunción y, sosteniendo la muerte gloriosa de María, centra la fe de los cristianos en la glorificación del alma de la Virgen.
n   Esta corriente antiasuncionista queda contrarrestada por la obra del Pseudo-Agustín del siglo XI, que, afirmando la prerrogativa mariana, la relaciona directamente con la maternidad virginal de María.
n   Los teólogos escolásticos contribuyeron decisivamente a la progresiva penetración de este misterio de la Asunción. Todos ellos van exponiendo con claridad el significado de este privilegio, su íntima conexión con las demás verdades reveladas, la armonía entre la fe y la razón teológica. Destacan San Antonio de Padua, San Alberto Magno, Santo Tomás de Aquino, San Buenaventura, etc.
n   Todos estos autores apoyan su doctrina sobre la Asunción de María en las siguientes razones: la divina maternidad, la plenitud de gracia, la perpetua y perfecta virginidad, el amor de Cristo a su Madre, y la perfecta felicidad que exigiría también la glorificación del cuerpo.
n   En línea de máxima se puede decir que, a partir del siglo XV, la doctrina de los teólogos sobre la Asunción es unánime. Se tacha incluso de herética su negación y se califica la verdad como definible dogmáticamente. Resulta también significativo que las Iglesias orientales hayan mantenido siempre la Asunción como una verdad de fe.

3. Magisterio.

Breve historia del dogma.

n   A partir de la definición dogmática de la Inmaculada Concepción, aparece un creciente movimiento asuncionista. Así lo hace constar Pío XII. Resulta significativo que, para definir la Asunción de María como dogma de fe, el papa quisiera verificar con toda certeza cuál era la fe de la Iglesia en este misterio. De las 1.191 respuestas que llegaron al Papa, 98,2% fueron afirmativas y sólo el 1,8% manifestaban reservas.
n   Este consentimiento casi unánime de pastores y pueblo fiel constituye por sí solo norma próxima de fe sobre una verdad que, como la Asunción, sólo puede ser conocida por revelación divina. De aquí, que el principal fundamento y la razón última de la definición dogmática de este misterio ha sido la fe católica de la Iglesia: que toda la Iglesia creía la Asunción de la Virgen como verdad revelada por Dios.
Constitución Munificentissimus Deus.
n   Las palabras de la definición dogmática determinan el sentido de la verdad que se define; por ello, explicaremos brevemente los términos principales de esta fórmula definitoria:
- María: es la persona de la Virgen la que fue asunta en toda la plenitud de su ser;
- cumplido el curso de su vida terrena: estas palabras fueron intencionadamente escogidas para prescindir, en la definición de si María murió o no. Esta fórmula designa el término final de la vida terrena de María, prescindiendo en absoluto de si esa vida terminó por la muerte y resurrección o sin pasar por la separación natural de alma y cuerpo.

- fue asunta: asunción (de assumptio), designa aquí la acción de trasladar, elevar, o subir a María. Esta asunción no se realiza por virtud propia, sino por virtud y acción de otro; es Dios quien asciende a María.
- en cuerpo y alma: son  los dos elementos o aspectos que constituyen la unidad del ser humano. María fue asunta y glorificada en toda la plena realidad existencial de su ser. El dogma definido se centra, especialmente, en la glorificación corporal del al Virgen.

n   Así pues, la Asunción de María en cuerpo y alma a los cielos, excluye «la corrupción mortal del sepulcro», incluye la positiva glorificación de todo el ser de la Virgen; todo ello pertenece al sentido del dogma que, en síntesis, es: la realización anticipada, para María, de aquella glorificación escatológica que tendrán todos los justos al fin de los tiempos, en la resurrección final. Lo ratifica Pablo VI en su Profesión de fe y el Catecismo de la Iglesia Católica, n.966.

Fundamentos bíblicos de la Bula definitoria.

a) Gen 3,15: Dios anuncia y promete después del pecado de Adán y Eva que la mujer estará estrechamente unida a su descendencia en la lucha victoriosa contra el demonio. Hay que contemplar el pasaje a la luz de la tradición patrística sobre María como la Nueva Eva y en relación con la doctrina de San Pablo sobre el nexo entre pecado y muerte. Parte esencial e histórica de esa victoria fue la Resurrección de Cristo; de ahí que se pueda concluir también la glorificación del cuerpo de María, asociada plenamente a la victoria del Kyrios.

b) Lc 1,28: El arcángel San Gabriel llama a María «llena de gracia». A esta plenitud de gracia debe corresponder la plenitud de gloria, también corporal. Además «la bendita entre todas las mujeres» debía quedar exenta de toda maldición del pecado, también de aquélla por la que el cuerpo se convertirá en polvo.

c) Ap 12,1: Muchos teólogos y exegetas ven en este texto un sentido mariológico asuncionista cierto.
n   Estos textos de la Escritura no se pueden interpretar aislados sino en la armonía unitaria de toda la Revelación, a la luz de la Tradición y en la analogía de la fe. Así contemplados, fundamentan el dogma de la Asunción y puede afirmarse que tal verdad está implícitamente revelada en la Sagrada Escritura. Pues, como enseña el Concilio Vaticano II, reiterando la doctrina definida en Trento, «...la Iglesia no obtiene exclusivamente de la Escritura su certeza sobre las verdades reveladas», sino que acude también a la fuente viva de la Tradición, custodiada e interpretada auténticamente por el Magisterio.

Significado del Dogma.

a) Unida a Cristo glorioso. El privilegio de la Asunción es el coronamiento de todos los dones que María recibió de Dios. Es el cumplimiento final de su predestinación en Cristo y con Cristo. Es la consecuencia de la íntima y activa asociación de la Virgen con su Hijo Redentor (...) El íntimo e indisoluble vínculo que une a María con Cristo y la asocia a El, física y sobrenaturalmente, no podía quedar limitado a la mera realización histórica y temporal de la Redención: si estuvo asociada a su Hijo en cuanto «siervo doliente» en su estado kénosis, también tenía que estar unida a El en su estado de Kyrios, en su triunfo como Señor Resucitado. Y  así como la Redención de Cristo fue para Ella del todo singular y eminente también los méritos, gracias y efectos de esa Redención debían ser para María del todo singulares y plenos en la victoria sobre la muerte

(...) La Asunción de María a los cielos es, en definitiva, la realización suprema de la gracia redentora del Kyrios, incluso en su aspecto temporal anticipado. Siendo Ella la primera y más excelsamente redimida, participó así, del modo más pleno y singular, del triunfo de su Hijo, vencedor de la muerte y Rey inmortal de los siglos.

b) Primicia y ejemplar de la Iglesia. La Virgen Asunta es también en este misterio, primicia y modelo ejemplar de la Iglesia escatológica. Así la contempla L.G 65 y 68. La Asunción de María  es la primicia del término final de toda la Iglesia.

5. Reflexión teológica sobre la Asunción.

n   Al explicar el significado del dogma hemos hablado de la íntima e indisoluble unión de María a su Hijo Redentor y vencedor de la muerte, como una de las razones más profundas de la Asunción (...) Las principales consideraciones teológicas que muestran la conveniencia de la Asunción, por la estrecha conexión con las gracias y privilegios que Dios otorgó a María, son las siguientes:
a) La Inmaculada Concepción. La Santísima Virgen fue concebida sin pecado original, y libre de toda culpa. Ese triunfo pleno sobre el pecado debía extenderse también a  las consecuencias y castigos de éste. María no debía estar sujeta a la corrupción del sepulcro, ni esperar allí la redención de su cuerpo hasta el fin del mundo. La Bula definitoria reconoce un nexo causal -no meramente declarativo- entre ambas prerrogativas, al relacionarlas con la expresión atque adeo. Es decir, la redención anticipada de la culpa original en el alma (Inmaculada Concepción) exigía la anticipada redención del cuerpo respecto a la plena de la muerte (Asunción).

b) La Maternidad divina. Siendo la carne de Cristo carne de María, era sumamente conveniente que el cuerpo de la Madre fuese glorificado como lo fue el de su Hijo. Repugna pensar que el cuerpo santo de la Madre de Dios sufriera el oprobio de la corrupción mortal, que el Señor no padeció. Pudiendo preservar a su Madre de tal corrupción, debe creerse que así lo hizo con amor filial, para tener en el cielo a la que le engendró en la tierra dentro de su seno virginal.

c) La perpetua virginidad. La que concibió virginalmente y dio a luz sin corrupción corporal, la que es plena y perfecta virgen inviolada, debía ser también exenta de la corrupción del sepulcro y asunta a la vida incorruptible del Cielo.
n   Estas razones teológicas no son simple raciocinio humano. Las encontramos desarrolladas en la doctrina de los Santos Padres, el Magisterio, los teólogos y los santos, y nos permiten discernir aspectos de la sabiduría y de los designios de Dios.

6. Incidencia de algunos doctrinas escatológicas actuales en el dogma de la Asunción.

n   Algunos teólogos católicos, influidos quizá por las opiniones formuladas precedentemente por autores protestantes, sostienen que la resurrección tiene lugar, para cada uno, en el momento de la muerte. Según esta teoría, el hombre entra en la eternidad como persona y no como alma separada. Posteriormente, el cuerpo que, junto con el alma está en el cielo, será glorificado en el momento de la resurrección de los muertos.
n   Esta doctrina es difícil de compaginar con las enseñanzas de la Iglesia y vacía la Asunción de la Virgen de su propio contenido dogmático. En efecto, si la resurrección se realizase para todos en el momento de morir, la Asunción corporal no sería ningún privilegio específico de la Virgen, distinto de los demás santos; la definición dogmática equivaldría a una simple «canonización» de María, la Asunción de la Virgen, resultaría ininteligible como verdad de fe expresamente definida. (Pablo VI, «Profesión de fe»; Congregación para la doctrina de la fe, «Carta sobre algunas cuestiones referentes a la escatología» n.6).

7. La muerte de la Santísima Virgen.

n   El hecho de la muerte de la Virgen no está incluido en la fórmula definitoria de la Asunción; no está, por tanto, definido como de fe. Es, sin embargo, algo avalado por un elevado número de testimonios a lo largo de la historia.
n   Podemos decir que hasta el siglo III no consta ningún documento histórico sobre la muerte de María. En el siglo IV, San Epifanio duda de si murió. En el siglo V surgieron algunas opiniones, bastante minoritarias, a favor de la inmortalidad de la Virgen, que se fueron renovando
esporádicamente en los siglos posteriores (s. XVII y XVIII), pero que no tuvieron gran relieve ni difusión.
n   Aunque hay un grupo de autores que defienden la tesis inmortalista, actualmente la mayoría de los estudiosos sostienen que María murió. Basan su tesis en argumentos de tradición, en los textos litúrgicos de la fiesta y sobre todo presentan la muerte de María como garantía de la realidad de la Encarnación de Cristo: La Virgen al morir atestigua que es una persona humana, y como tal tiene el débito de la muerte.

Opinión inmortalista.

n   La cuestión teológica de si María murió o no, se suscitó a partir de la definición dogmática de la Inmaculada. Pocos años antes de ser definida la Asunción, el tema de la muerte de María fue replanteado especulativamente por algunos teólogos. Estos sostenían que, en el estado actual de la ciencia teológica, el hecho de la muerte de María era indemostrable. Otros afirmaban incluso la inmortalidad de hecho.
n   Las razones en que se apoyaban estos autores para dudar de la muerte de la Virgen, o para afirmar su inmortalidad son:
a) El silencio de los primeros siglos sobre la muerte de María;
b) las dudas de algunos Padres (San Epifanio, San Isidoro de Sevilla, etc.);
c) el dogma de la Inmaculada Concepción sirve de fundamento teológico para defender la posición inmortalista. En efecto, si María no tuvo pecado original y siendo la muerte el castigo por el pecado, Ella no tuvo que morir. Además, añaden que su perfecta virginidad reclama la incorrupción esencial de la muerte y que la victoria plena de María sobre el pecado exigiría la inmortalidad.

Opinión mortalista.

a) Argumentos históricos: durante más de mil años ha prevalecido en la Iglesia la creencia pacífica y casi unánime en la muerte de María. A partir del siglo XIII la casi totalidad de los doctores, santos y teólogos enseñan y explican la Asunción de María como una resurrección anticipada.

b) Argumento teológico: Por su maternidad divina María estuvo asociada en todo a Cristo Redentor y compartió con El los misterios de su vida, muerte y glorificación. Siendo Ella la primera y más excelentemente redimida, más que nadie hubo de estar configurada con Cristo. Y habiéndonos redimido el Señor con su muerte y resurrección, ésa tenía que ser también la suerte de la Virgen. Si Cristo llegó a la glorificación a través de la muerte, así también tenía que llegar María: asimilada en todo a su Hijo.

n   El dogma de la Inmaculada Concepción no exige de hecho la inmortalidad de la Virgen. Cierto que la muerte es pena y consecuencia del pecado original y que María fue concebida son culpa original. Ello significa que la muerte no fue para la Virgen pena o castigo del pecado, que nunca tuvo. Pero la inmortalidad era un don preternatural que se perdió para la humanidad en el pecado de nuestros primeros padres; María tenía la naturaleza recibida de Adán y por ello su muerte fue simple consecuencia de la condición propia de esa naturaleza: mortal y pasible.
n   Podemos concluir que la muerte de la Virgen no es un puro hecho histórico, sino que está en la tradición doctrinal, litúrgica, teológica y en el común sentir de los fieles.

II. La realeza de la Virgen.


 n   La doctrina de la realeza mariana se explícita progresivamente en la Patrística en las homilías que los Padres pronuncian en las diversas fiestas marianas y en especial en los sermones que tratan de la Dormición de María. De tal manera que el siglo VIII, último de la Patrística, es un clamor de alabanzas a María Reina. En los siglos posteriores se sigue reafirmando la misma doctrina, y se coloca como fundamento de la realeza mariana, la maternidad divina y su cooperación a la redención.

8. Magisterio.

n   A partir de la definición dogmática de la Inmaculada Concepción los Papas, en su magisterio ordinario, se han referido con mucha frecuencia a María como Reina y Señora de todo lo creado. En sus enseñanzas han ido explicitando el carácter sobrenatural, los fundamentos teológicos y el alcance de este privilegio. Pero con toda justicia se ha llamado a Pío XII el Papa de la Realeza de María. Este Pontífice tiene tres textos en los que estudia y profundiza este privilegio mariano:
1º.- Alocución radifónica Bendito seia, del 13 de mayo de 1946 con ocasión de la coronación de la Virgen de Fátima.

2º.- Encíclica Ad Coeli Reginam del 11 de octubre de 1954, que es el documento programático de la realeza mariana, en el que se expone toda la fundamentación escriturística, de Tradición, teológica y litúrgica de este título. Las bases teológicas de este privilegio enunciadas por el Papa en esta carta son:

a) La maternidad divina;
b) La asociación de María a la Redención;
c) Esta Realeza es participada de la soberanía de su Hijo, pues «sólo Jesucristo Dios y hombre, es Rey en sentido pleno, propio y absoluto».
3º.- Estos dos documentos quedan refrendados por el Discurso de Pío XII al instituir la fiesta de Santa María Reina, el 1 de noviembre de 1954. En este discurso el Papa puntualiza que esta realeza no es análoga a las realidades de la vida pública moderna, sino que es una realeza ultraterrena, que, sin embargo, al mismo tiempo «penetra hasta lo más íntimo de los corazones y los toca en su profunda esencia, en aquello que tienen de espiritual y de inmortal».

n   El Concilio Vaticano II asume la doctrina de Pío XII (L.G. n.59).
n   Aunque algunos autores ven en la doctrina de Pío XII tres argumentos probatorios de la realeza mariana -la sublime dignidad de María, la maternidad divina y su asociación a la Redención-, se pueden reducir a los dos últimos, pues la excelencia o supremacía de María sobre toda la creación es una consecuencia de su maternidad divina y de su participación en la obra del Redentor.

9. La Maternidad divina y la Realeza de María.

n   Como acabamos de exponer, Pío XII considera como fundamento principal de la realeza de María su maternidad divina. En la Alocución del 1 de noviembre de 1954, el Papa afirma que la Virgen con «el fiat ... manifestaba su consentimiento a la divina disposición; de tal forma que Ella se convertía en Madre de Dios y Reina». Según este texto la maternidad divina y la realeza de María surgen de la misma acción y, en la práctica, son inseparables: es decir, la realeza de María es maternal.
n   En la encíclica Ad Caeli Reginam, Pío XII fundamenta la realeza en la maternidad basándose en los siguientes textos escriturísticos:
a) Is 7,14; 11,1ss. Hay referencias implícitas a esta prerrogativa. Efectivamente, el Emmanuel profetizado en Is 7,14 se reviste de las características de rey davídico en Is 11,1ss: será lleno del espíritu profético, instaurará la justicia entre los hombres, implantará la paz paradisíaca. La Virgen-Madre del Emmanuel debe participar, por tanto, de la dignidad real de su Hijo.

b) Lc 1,26-28. Cuando Gabriel se dirige a María la trata como la madre del descendiente de David, que reinará eternamente sobre la casa de Jacob (Lc 1,31-33). La conexión de las palabras del mensaje con las profecías de Natán, Isaías y Daniel es patente y muestra un evidente fundamento para afirmar la realeza davídica de Cristo: el que va a nacer restaurará la dinastía de David en  un reino de carácter escatológico (...) Si este mensaje tiene como figura principal al Mesías, que es Rey, implícitamente también se refiere a la madre del Mesías, que asume el título de Reina Madre, cuyo tipo en el reino mesiánico del A.T. es la gebiráh.

c) Lc 1,42-43. En estos versículos se aprecia con claridad cómo Isabel reconoce la dignidad de María y la sitúa en el plano que le corresponde. El evangelista precisa que la esposa de Zacarías «llena del Espíritu Santo» llama a María «la madre de mi Señor», frase que, al menos implícitamente, equivale a denominarla «Señora».

d) Ap 12,1ss. La «mujer vestida de sol» de esta visión representa primariamente a la Iglesia de los dos Testamentos, pero en un sentido más profundo emerge también la figura de María, ataviada con las prerrogativas de la realeza celeste. (...) Aunque Pío XII no cita en esta encíclica ningún texto del evangelio de San Mateo, se puede afirmar que en su evangelio de la infancia subyace la tradición y la doctrina de la gebiráh.

e) Mt 1,16. Existe un perfecto paralelismo en la narración de los brevísimos relatos que preceden a la exposición de los diversos reyes del reino de Judá y la presentación que San Mateo hace de María en su evangelio. (Ver  2Re 22,1; 23,31; 23,36).

f) Mt 2,11. Los Magos «entraron en la casa y vieron al Niño con María, su madre, y postrándose le adoraron». En este texto queda muy subrayado el carácter regio de Jesús. Ciertamente la Epifanía está en íntima conexión con el reino davídico veterotestamentario. De hecho cuando la estrella se oculta a los Magos, éstos preguntan a los doctores de la Ley: «¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido?». Los escribas judíos responden con una profecía mesiánica (Mt 2,2)

10. La asociación a la Redención y a la Realeza de María.

n   «Si María fue asociada por voluntad de Dios a Cristo Jesús, principio de la salud, en la obra de la salvación espiritual, y lo fue en modo semejante a aquel con que Eva fue asociada a Adán, principio de muerte... si además se puede decir que esta gloriosísima Señora fue escogida para madre de Cristo principalmente para ser asociada a la Redención del género humano... se podrá legítimamente concluir que como Cristo nuevo Adán, es Rey nuestro no sólo por ser Hijo de Dios, sino también por ser Redentor nuestro, así, con una cierta analogía, se puede afirmar que la Bienaventurada Virgen es Reina, no sólo por ser madre de Dios, sino también porque, como nueva Eva, fue asociada al nuevo Adán». Con estas palabras Pío XII (Ad caeli reginam) hace un resumen exacto de la relación entre la asociación de la Virgen a la liberación de los hombres y la Realeza de María.
n   El Romano Pontífice da por evidente el hecho de la participación de María en la obra redentora de su Hijo: es una verdad indiscutida. María fue elegida como madre del Mesías «principalmente para ser asociada a la Redención del género humano».
n   En la Encíclica, el Papa, siguiendo la doctrina paulina y una amplia tradición patrística, relaciona antitéticamente a Adán y Eva con Cristo y María. Es decir, María queda asociada a la Redención operada por Cristo, como Eva colaboró en la perdición de su esposo Adán. Ahora bien, Eva no sólo participó en el pecado de origen por ser esposa, sino que cooperó activamente; del mismo modo, María participa no sólo por razón de parentesco con Jesús, sino de una manera positiva y libre, a través de sus acciones.
n   Si Cristo es Rey, no sólo por su unión hipostática, sino por ser nuestro Redentor, María será Reina por divino parentesco y por mérito.
n   Resumiendo, si la maternidad divina es el fundamento de que María sea la gebiráh escatológica del nuevo reino davídico; la Virgen, por ser la Nueva Eva unida íntimamente al Nuevo Adán, posee una realeza fecunda, concatenada con la maternidad espiritual sobre todas las criaturas.

11. Alcance de la realeza de María.

n   Hemos visto que María es Reina por derecho natural, porque al ser Cristo, en cuanto hombre, Rey del Universo, la Virgen participa, por derecho materno, de ese poder regio universal de su Hijo (...) Además es Reina por derecho de conquista. Al aceptar el mensaje del ángel en la Anunciación, María voluntariamente se asoció, del modo más íntimo posible, a la obra de salvación operada por su Hijo. Ahora bien, si el Redentor, por su muerte en la Cruz, se convierte en Rey del pueblo adquirido con su sangre, la Virgen, que cooperó directa y estrechamente con El en la victoria sobre el demonio, el pecado y la muerte, participa de esa dignidad lograda por Cristo (...) María participa del modo y forma que le es propio en el poder real de su Hijo y Señor.

a) en primer lugar la encíclica dice que «en sentido pleno, propio y absoluto solamente Jesucristo, Dios y hombre, es Rey; con todo, también María, sea como Madre de Cristo Dios, sea  como asociada a la obra del divino Redentor... participa Ella también de la dignidad real, aunque de modo limitado y analógico». Esta realeza relativa y subordinada de María se proyecta en un poder de intercesión ante su Hijo, de una eficacia incomparable y segura.

b) Es una realeza espiritual, porque primariamente el reino de Cristo es un reino espiritual, ya que el objeto propio de la Redención es rescatar y liberar a la humanidad del pecado y conducirla a la patria definitiva, mediante el ejercicio de las virtudes cristianas... Si ya en su vida terrena fue la perfecta seguidora de su Hijo y la intercesora de los hombres, actualmente en la gloria celeste ejerce su mediación eficaz para la salvación y santificación de los redimidos. Por ello, María ejercita su poder regio especialmente sobre aquellos dones espirituales y sobrenaturales que conducen a los hombres a su fin último.

c) Es una realeza universal, que abarca a todas las criaturas: a los hombres y a los ángeles. Su reinado se extiende al cielo, donde los ángeles y los santos la honran y veneran como verdadera Madre del Rey; al purgatorio, ejercitando su poder, al inducir a los fieles a ofrecer sufragios por las almas del purgatorio, intercediendo ante Dios en su favor y consolándolas en sus tormentos; y a la tierra, cuidando de la Iglesia militante y de todos los hombres, alcanzándoles, de su Hijo, todas las gracias necesarias para su salvación. También tiene poder sobre los demonios, haciendo vanos sus esfuerzos para perder a los hombres.