2.-LA IGLESIA UNICO CAMINO DE SALVACION


1.-NECESIDAD DE LA MISION PARA SALVARSE

2.-LA IGLESIA UNICO CAMINO DE SALVACION
3.-NECESIDAD DE LA IGLESIA PARA SALVARSE
4.-LOS QUE NO PERTENECEN A LA IGLESIA TAMBIEN TIENEN POSIBILIDADES DE SALVACION




2. Para el cristiano de hoy se ha hecho algo inconcebible que el cristianismo, más exactamente la Iglesia católica, sea el único camino de salvación; con ello se ha hecho problemático, desde dentro, el absolutismo de la Iglesia y, consiguientemente, también la estricta seriedad de su pretensión misional y hasta de todas sus exigencias. En la meditación sobre la encarnación, Ignacio de Loyola hace todavía meditar al ejercitante sobre cómo el Dios trino ve caer al infierno a todos los hombres. Francisco Javier podía todavía oponer a los creyentes mahometanos cuya piedad era vana por completo, puesto que, piadosos o impíos, criminales o virtuosos, tendrían en todo caso que ir al infierno, porque no pertenecían a la única Iglesia que salva.

Hoy día, un nuevo concepto de humanidad nos prohíbe sencillamente mantener tales ideas. No podemos creer que el hombre que está a nuestro lado y es un magnífico ejemplar de abnegación y bondad, haya de ir al infierno por no ser un católico practicante. La idea de que todos los hombres «buenos» se salvan es hoy tan evidente para el cristiano normal como lo fuera antaño la creencia contraria. 

Desde Belarmino, que fue uno de los primeros en tener en cuenta este deseo humanitario, han tratado las teólogos de explicar de distintas formas cómo la salvación de todos los hombres «decentes» sea a la postre precisamente una salvación por medio de la Iglesia, pero estas construcciones eran demasiado
artificiosas como para impresionar vivamente. En la práctica quedó la idea de que «las personas decentes» van al cielo y que, por lo mismo pueden salvarse sola moralitate.

 A decir verdad, esto se concede por lo pronto únicamente para los infieles o incrédulos, mientras que los creyentes siguen aguantando el peso del rígido sistema de las exigencias eclesiásticas.
El creyente se pregunta un poco confuso por qué han de resultar las cosas tan sencillas para los de fuera, cuando tan difíciles se nos hacen a nosotros. Y llega a sentir su fe como carga y no como gracia. En todo caso, le queda la impresión de que, en definitiva, hay dos caminos de salvación: el camino de la simple moralidad, enjuiciada de un modo muy subjetivo, para los que están fuera de la Iglesia, y el camino eclesiástico.

El cristiano no puede tener la sensación de que haya tomado el camino más agradable; en todo caso, su fe queda sensiblemente lastrada por la apertura de un camino de salvación al margen de la Iglesia. Es evidente que el empuje misional de la Iglesia sufre de una manera muy sensible bajo esta incertidumbre interna.

Como respuesta a esta cuestión, que es seguramente la que más pesa sobre los cristianos de hoy, quiero mostrar con unas indicaciones brevísimas que sólo hay un camino de salvación, el camino que pasa por Cristo. Pero este camino tiene de antemano un radio doble: alcanza "al mundo", "a los muchos" (es decir, a todos); pero al mismo tiempo se dice que su lugar propio es la Iglesia.

Así, por su esencia misma pertenece a este camino una referencia de los «pocos» y «los muchos», que en cuanto relación de unos para otros, es parte de la forma en que Dios salva, no expresión del fracaso de la voluntad divina. Ello comienza ya por el hecho de que Dios separa al pueblo de Israel de todos los otros pueblos del mundo como pueblo de su elección. ¿Significará acaso esto que sólo Israel es elegido y que todos los otros pueblos son arrojadas a la perdición? De momento parece efectivamente como si la coexistencia del pueblo escogido y de los pueblos no escogidos hubiera de pensarse en este sentido estático: como una yuxtaposición de dos grupos diversos.

Pero muy pronto se ve que no es así; porque en Cristo la coexistencia estática de judíos y gentiles se torna dinámica, de suerte que también los gentiles precisamente por su no elección pasan a ser elegidos, sin que por eso resulte definitivamente ilusoria la elección de Israel, como lo demuestra Rom 11. Por ahí se ve que Dios puede escoger a los hombres de dos maneras: directamente o a través de su aparente reprobación.

 Dicho más claramente: se comprueba que Dios divide ciertamente la humanidad entre los «pocos» y los «muchos», división que retorna constantemente en la Escritura: «Estrecho es el camino que conduce a la vida, y pocos son los que lo encuentran» (Mt 7,14); «los trabajadores son pocos~ (Mt 9,37); «pocos son los escogidos» (Mt 22,14); "no temas, rebaño pequeñito" (Lc 12,32); Jesús da su vida en rescate por "los muchos" (Mc 10,45); la antítesis de judíos y gentiles, de Iglesia y no Iglesia repite esta división en pocos y muchos. Pero Dios no divide a la humanidad en pocos y muchos para arrojar a éstos en la fosa de la perdición y salvar a aquéllos, ni tampoco para salvar a los muchos fácilmente y a los pocos con muchos requisitos, sino que utiliza a los pocos casi como el punto de apoyo de Arquímedes con el que puede sacar de quicio a los muchos, como palanca con que atraerlos a sí. Todos tienen su puesto en el camino do la salvación que es diverso sin perder su unidad.

Esta contraposición sólo puede entenderse rectamente si se advierte que tiene por base la contraposición de Cristo y la humanidad del Uno y los muchos. Aquí se ve bien claramente el contraste: la verdad es que toda la humanidad merece la reprobación y sólo Uno la salvación. Con ello se pone de manifiesto algo muy importante que ordinariamente casi se pasa por alto en este contexto, pese a ser lo más decisivo: el carácter gratuito de la salvación, el hecho de que es una muestra de favor y misericordia absolutamente libre, porque la salvación del hombre consiste en que es amado por Dios y su vida se encuentra a fin de cuentas en los brazos del amor infinito.

Sin ese amor todo lo demás sería vacío para él. Una eternidad sin amor es el infierno, aunque no le pasara al hombre nada más. La salvación del  hombre consiste en ser amado por Dios; mas para el amor no hay ningún título jurídico, ni se apoya tampoco en las excelencias morales o de cualquier otro tipo. El amor es esencialmente un acto libre, de lo contrario, no es amor. Eso lo pasamos por alto las más veces con todo nuestro moralismo. En realidad ninguna moralidad, por subida que fuere, puede transformar la libre respuesta al amor en un título jurídico.

Así, la salvación sigue siendo gracia libre, aun prescindiendo del pecado. Pero del pecado no se puede propiamente prescindir, porque aun la moralidad más alta sigue siendo la moralidad de un pecador. Nadie puede negar honradamente que hasta las más altas decisiones morales del hombre están de alguna manera y en algún momento corroídas por el egoísmo, por muy sutil y oculto que sea. Queda, pues, en pie que en la antítesis entre Cristo, el Uno, y nosotros, los muchos, nosotros somos indignos de la salvación, seamos cristianos o no cristianos, creyentes o incrédulos, morales o inmorales; nadie "merece" realmente la salvación, fuera de Cristo.

Pero aquí cabalmente viene el admirable intercambio. A los hombres todos conviene la reprobación, a Cristo sólo la salvación.
En el sagrado intercambio acontece lo contrario: él sólo toma sobre sí la perdición entera y deja así libre el lugar de la salud para todos nosotros. Cualquier salvación que puede darse para los hombres, estriba en este intercambio fundamental entre Cristo, el Uno, y nosotros, los muchos; y admitir esto es la humildad de la fe. Con esto pudiera propiamente terminar todo; pero, sorprendentemente, se añade ahora que, por voluntad de Dios, continúe este gran misterio de la representación, del que vive toda la historia, en una entera plenitud de representaciones que tiene su coronamiento y unión en la coordinación de Iglesia y no iglesia, de creyentes y gentiles.

La antítesis de Iglesia y no iglesia no significa una coexistencia ni una contraposición, sino una referencia mutua en que cada parte posee su función. A los pocos que constituyen la Iglesia se les ha encomendado, en prosecución de la misión de Cristo, la representación de los muchos, y la salvación de unos y otros acontece únicamente en su mutua coordinación y en su común subordinación bajo la gran representación de Jesucristo, que los abarca a todos.

Ahora bien, si la humanidad se salva en esta representación por Cristo y en su prosecución mediante la dialéctica de los pocos y de los muchos, ello quiere decir también que todo hombre y sobre todo los creyentes tienen su función ineludible en el proceso general de la salvación de la humanidad. Si los hombres, y ciertamente que en su mayoría, se salvan sin pertenecer en sentido pleno a la comunidad de los creyentes, ello se debe a que hay una Iglesia como realidad dinámica y misionera, y a que los llamados a la Iglesia cumplen la misión propia de los pocos. Ello quiere decir que se da todo el peso de la auténtica responsabilidad y el peligro de un fallo real, de una perdición real.

Aun cuando sabemos que hay hombres, muchos hombres, que se salvan estando aparentemente fuera de la Iglesia, sabemos sin embargo, también, que la salvación de todos supone siempre la referencia de los pocos y de los muchos; hay una vocación ante la que el hombre puede hacerse culpable, y una culpa por la que puede perderse. Nadie tiene derecho a decir que si otros se salvan sin la entera responsabilidad de la fe católica ¿por qué no puedo salvarme también yo? Pero ¿por dónde sabes tú que la plena fe católica no sea cabalmente tu misión de todo punto necesaria, que Dios te ha impuesto por razones que no debes regatear, porque pertenecen a las cosas de las que dijo Jesús: «ahora no lo entiendes, pero lo entenderás más adelante» (cf. Jn 13,36)?

Así, cabe decir con respecto a los paganos modernos que el cristiano puede saber que la salvación de los mismos está asegurada por la gracia de Dios, de la que depende también su propia salvación; pero que, con respecto a su posible salvación, no puede dispensarse de la responsabilidad de su propia existencia de creyente, sino que cabalmente la incredulidad de aquéllos debe ser para él el más fuerte aguijón para una fe más llena, al sentirse incluido en la función representativa de Jesucristo, de quien depende la salvación del mundo y no sólo la de los cristianos.

Para terminar, quisiera aclarar algo más estas ideas con una breve exposición de dos textos bíblicos en que cabe reconocer una toma de posición ante este problema. Sea primero el texto difícil y oprimente en que se expresa con particular énfasis el contraste entre los pocos y los muchos: «Muchos son los llamados y pocos los escogidos» (/Mt/22/14). ¿Qué quiere decir este texto?

No dice desde luego que muchos sean reprobados, como quiere comúnmente deducirse de él; por de pronto sólo afirma que hay diversas formas de elección divina. Más exactamente todavía, dice claramente que hay dos actos divinos distintos, que tienden ambos a la elección, sin que se nos aclare si los dos alcanzan también su fin. Pero si se contempla la marcha de la historia sagrada, tal como la expone el Nuevo Testamento. queda ilustrada esta palabra del Señor. De la coexistencia estática del pueblo escogido y de los pueblos no escogidos se hizo en Cristo una relación dinámica, de forma que los gentiles precisamente por su no elección vinieron a ser escogidos y luego, por la elección de los gentiles, vuelven también los judíos a su elección.

Así estas palabras del Señor pueden convertirse para nosotros en doctrina importante. La cuestión sobre la salvación de los hombres se plantea falsamente siempre que se plantea desde abajo, acerca de la manera como los hombres se justifican. La cuestión de la salvación humana no es cuestión de autojustificación, sino de justificación de Dios por su libre misericordia. Se trata de mirar las cosas desde arriba. No hay dos modos de justificarse los hombres, sino dos modos con que Dios los elige; y estos dos modos de elección divina son el camino único de salud en Cristo y en su Iglesia, salud que estriba en la coordinación de los pocos y de los muchos y en el servicio representativo de los pocos que continúan la representación de Cristo.

El segundo texto es el del gran banquete (/Lc/14/16-24 par). Este evangelio es por de pronto, en sentido muy radical, una buena nueva, al contar que, al cabo, el cielo se llena hasta los topes con todos aquellos a los que hay que empujar de algún modo, con gentes que son totalmente indignas, que con relación al cielo son ciegos, sordos, cojos y mendigos. Un acto radical de gracia, consiguientemente; ¿y quién impugnará que también todos nuestros paganos europeos de hoy puedan entrar de igual manera en el cielo? Todo el mundo tiene esperanza por razón de este pasaje. Por otra parte, sigue en pie la responsabilidad. Está el grupo de aquellos que son rechazados para siempre.

¿Quién sabe si entre estos fariseos rechazados no habrá también muchos que creían poder considerarse buenos católicos y eran en realidad fariseos? Y, a la verdad, ¿quién sabe, a la inversa, si entre aquellos que no aceptan la invitación no se encuentran cabalmente también los europeos a quienes se les ha ofrecido el cristianismo, pero lo han dejado caer? En conclusión, para todos hay a la vez esperanza y amenaza. En este punto de intersección entre la esperanza y la amenaza, de que emanan la responsabilidad y el alto gozo de ser cristiano, debe el cristiano de hoy gobernar su existencia en medio de los nuevos paganos, que sabe están colocados en la misma esperanza y amenaza, porque tampoco para ellos hay otra salvación que aquella en que cree el cristiano: Jesucristo Señor.

JOSEPH RATZINGER - EL NUEVO PUEBLO DE DIOS
HERDER 101 BARCELONA ESPAÑA 1972.Págs. 367-373