Tema 8. Razones contra el divorcio

Autor: Michel Esparza | Fuente: http://sontushijos.org

Curso en línea "Catequesis básica para padres"

Tema 8. Razones contra el divorcio
Tema 8. Razones contra el divorcio
1) Introducción

Durante siglos, el matrimonio ha sido la unión de “uno con una para siempre”. Siempre han existido otro tipo de uniones, como el concubinato, más o menos toleradas, pero que se consideraban anormales. Todo empezó a cambiar cuando se legalizó el divorcio; en ese momento, se abandonó el “para siempre”. Últimamente se tiende incluso a abolir el “uno con una”.

En nuestros días, quizá sea la Iglesia Católica la única que defiende incondicionalmente la indisolubilidad del vínculo matrimonial (esto es, que sólo la muerte puede disolver el vínculo que un hombre y una mujer han contraído válidamente). Pero hasta hace unos decenios también el matrimonio civil era «hasta que la muerte nos separe» porque la ley civil se inspiraba en la ley natural. En efecto, la indisolubilidad matrimonial no es sólo requerida por la ley eclesiástica, sino también por la ley natural. Jesucristo elevó a la dignidad de sacramento una realidad natural preexistente.
Para un cristiano, atentar contra dicha indisolubilidad supone un pecado, pero, según la ética natural, el divorcio es un mal moral para todo ser humano.

Si la indisolubilidad del matrimonio es una verdad de ética natural, tiene que ser accesible a toda persona honesta e inteligente. También un no-creyente tendría que poder entenderla. En principio, la ética sólo prohíbe aquellos actos que pueden resultar perjudiciales para las personas. Me propongo, por tanto, argumentar de modo racional por qué el divorcio no compensa. Ardua tarea.

Soy consciente de que se trata de una tentativa ambiciosa y difícil. De hecho, estamos habituados a oír argumentos a favor del divorcio. Se defiende a menudo el divorcio alegando que toda persona tiene derecho a ser feliz, que tras la boda puede descubrir que se ha casado con la persona equivocada y tiene el derecho a rehacer su vida con otra persona. La Iglesia es incluso tachada de inmisericorde por no avalar esa tesis. En una sociedad en la que cada vez se divorcia más gente, arrecian las críticas contra el Papa cada vez que recuerda, por ejemplo, que una persona divorciada que se ha vuelto a casar por lo civil no puede acercarse a la comunión.

La indisolubilidad del matrimonio ha sido siempre, y no sólo en la actualidad, una cuestión controvertida. Ya hace veinte siglos, ni siquiera los judíos se atenían a ello. Dice Cristo que Moisés permitió a éstos ciertas excepciones a causa de su dureza de corazón. Tiene gracia la reacción de los apóstoles cuando Jesucristo les enseña que la indisolubilidad del matrimonio responde al plan original de Dios para con los hombres. Sus discípulos le dicen: «Si tal es la condición del hombre con respecto a su mujer, no trae cuenta casarse»1. Jesús admite que esta cuestión no es fácil de entender; haría falta un don de lo alto para entenderlo, algo similar a lo que sucede con el celibato voluntario en la Iglesia. Quizá por eso, algunos moralistas cristianos afirman que sólo conviene argumentar esta cuestión desde la fe. De todos modos, aun siendo conscientes de la dificultad que siempre ha tenido la defensa racional de la indisolubilidad del matrimonio, al menos vamos a intentarlo.

2) Una sola carne

El compromiso que adquieren los contrayentes es realmente espectacular. Acostumbro a decirlo en la celebración de una boda. Los contrayentes prometen, ni más ni menos, que seguirán siendo fieles en todas las circunstancias, exceptuada la muerte. Ni la enfermedad, ni siquiera la infidelidad del otro cónyuge, puede hacer que dejen de ser marido y mujer.

En efecto, como recuerdan los juristas expertos en Derecho Canónico, la indisolubilidad del matrimonio se deriva de la naturaleza del vínculo matrimonial. El matrimonio es un contrato por el que los contrayentes se convierten en una caro (una sola carne). Es preciso explicar a quienes se preparan para el matrimonio que, al casarse, se obligan libremente a contraer un vínculo tan indisoluble como el que liga, por naturaleza, a padres e hijos. Del mismo modo que yo no puedo dejar de ser hijo de mi padre, tampoco puede una persona casada dejar de ser esposo o esposa del otro cónyuge vivo2. En el fondo, es un contrasentido que una mujer, por ejemplo, se refiera a su esposo vivo diciendo: “mi ex-marido”, como es absurdo hablar de “mi ex-hijo” o de “mi ex-madre”.

¿Y por qué tiene que ser el vínculo matrimonial de esa índole tan absoluta? Si los contrayentes fueran conscientes de las consecuencias de su alianza, ¿querrían casarse? ¿No sería mejor una especie de “matrimonio a prueba” para cubrirse la retirada en caso de que algo no funcione? Algunos responden diciendo que traer hijos al mundo exige tal tipo de compromiso. Por mucho que nos intenten convencer de que los hijos acaban acostumbrándose al divorcio de sus padres, todos sabemos algo sobre las heridas que sufren esos hijos. ¿Pero entonces, si no hay hijos, se puede aprobar el divorcio? La verdad es que no sólo se trata de los hijos. El matrimonio tiene dos fines: la mutua ayuda entre los cónyuges y la procreación. Habría que mostrar que el divorcio no sólo es nocivo para los hijos, sino también para los propios cónyuges.

Quizá conviene que analicemos el caso más difícil: los cónyuges llevan unos años casados, no tienen hijos y se quieren divorciar de mutuo acuerdo y en buenos términos. No están enfadados. No se han enamorado de otra persona. Simplemente han llegado a la conclusión de que son incompatibles y no ven que eso pueda cambiar en el futuro. Dicen: «Nos hemos equivocado». Es un caso muy hipotético: apenas se da en la realidad. Pero, si logramos resolver este caso extremo, pondremos las bases para resolver otros dos casos más frecuentes y difíciles: aquel en el que la convivencia termina por convertirse en un verdadero infierno para uno o para los dos cónyuges, y aquel en el que uno de los cónyuges no mantiene su palabra: traiciona y abandona al otro.

3) Nadie y todo el mundo se equivoca

Decir «nos hemos equivocado» es una verdad a medias. En todos los matrimonios hay problemas. De cara a las posibilidades de éxito de un matrimonio, en lugar de poner el acento en la elección del cónyuge, ¿no estará la clave más bien en aprender a amar y a comunicar? La mitad de los problemas está ligada a una mala comunicación y la otra mitad tiene que ver con falta de calidad del amor.

A esos hipotéticos cónyuges que, sin tener hijos, quieren divorciarse de mutuo acuerdo, les diría que si no saben ser felices en esas circunstancias, es de temer que tampoco lo serán cuando se vuelvan a casar con otra persona. Si no se entienden, pueden aprender a entenderse, y si lo que falla es la calidad de su amor, siempre están a tiempo de esforzarse por mejorarla. Posiblemente digan que se casaron estando enamorados, pero que ahora ya no sienten gran cosa uno por otro. Quizá, como sucede con mucha frecuencia, identifican amor con pasión; no saben que el amor se construye sobre una base de pasión pero que va más lejos. El amor verdadero es comparable a un edificio de tres pisos —unión física, afectiva y espiritual— y ellos sólo se han fijado en los dos primeros y han descuidado el tercero. El sexo y el sentimiento no pueden ser un fin en sí mismos. Cuando se hacen bien las cosas, lo físico (una sola carne) potencia lo afectivo (un solo corazón), y esto a su vez facilita lo espiritual (una sola alma). Pero cuando el egoísmo impregna la relación, se desatiende la unión espiritual y tanto la unión afectiva como la unión corporal se deterioran. En el caso ideal, la unión sexual potencia los sentimientos, y éstos facilitan la capacidad de sacrificio. En el peor de los casos, la relación se deshumaniza: el cariño se convierte en moneda de cambio para obtener satisfacción sexual.

Un sofisma en una mezcla de verdad y de mentira (hacer demagogia a base de sofismas suele tener éxito porque en todo sofisma hay algo de verdad). En el caso que nos ocupa, es evidente que la elección del cónyuge puede ser más o menos acertada, que hay personas con las que uno congenia mejor. Eso es tan evidente como decir que unas personas tienen mayor valía personal que otras. Es lógico, por tanto, que una persona casada pueda pensar que no tuvo mucha suerte al elegir. De todos modos, mi experiencia en pastoral matrimonial me dice que no es esa la cuestión principal. Siempre me viene al recuerdo lo que hace años me contó un francés. Se había casado cinco veces y al final había descubierto que la causa de sus fracasos matrimoniales no era —como siempre había pensado— la mala suerte en la elección de su mujer. Se dio cuenta de que la causa principal de esos fracasos residía en él mismo: en su incapacidad para vencer su egoísmo y amar de verdad. «Ahora —me decía— me doy cuenta de que habría podido ser feliz con cada una de esas cinco mujeres».

En el fondo, todo matrimonio exige construir un puente entre dos islas. No existen, del todo, “almas gemelas”. Para empezar, varón y mujer siempre resultan ser más diferentes de lo que se pensaba. Además, cada uno tiene su propia historia personal, hábitos y sensibilidades. Ciertamente unas personas son más afines que otras. Siempre nos es más fácil llevarnos bien con una persona que se nos parece. El “puente” que hay que construir es más corto. Pero también eso es relativo. Muchas veces me he preguntado: ¿qué es mejor: que los cónyuges sean afines o complementarios? Nada es ideal. En los dos casos veo ventajas y desventajas. Si son afines, se entienden mejor, pero los defectos se multiplican. Por ejemplo, si ambos tienen tendencia a agobiarse, los agobios se multiplican por dos. Si son complementarios, pueden aprender siempre uno de otro (así como complementarse a la hora de educar a sus hijos), pero, al ser tan diferentes, surgen entre ellos más problemas de comunicación.

Tanto si los cónyuges son parecidos como si son diferentes, queda mucho trabajo por hacer. No se trata de un proceso automático, como si bastase con elegir bien al cónyuge para que todo vaya sobre ruedas. Un matrimonio siempre está evolucionando, hacia mejor o hacia peor. Es como una planta delicada que exige todo tipo de cuidados. Si no se vigila, surgen serios problemas que habrían podido ser prevenidos ya que se han ido incubando durante largo tiempo. En todo matrimonio hay que salvar escollos de todo tipo (problemas de egoísmo, de comunicación, penurias, disgustos…). Cuantos más escollos se superan, mayor es la felicidad. En una familia, hay abismos de felicidad y de infelicidad...

Cuando surgen desavenencias, la tentación de abandonar la empresa es muy grande. Es muy duro, por ejemplo, entrar en casa y sentirse como un extraño. Si no se ponen a tiempo los medios para resolver la situación, tarde o temprano surge otra persona que aumenta la tentación y contribuye a precipitar la situación. Si el hombre descontento encuentra una mujer atenta, comprensiva y dispuesta a ofrecer sus encantos, será muy duro para él recordar que su mujer está todo el día gritándole y que hace meses, si no años, que no tienen relaciones matrimoniales. Lo mismo le sucede a la mujer que se siente incomprendida e injustamente tratada por su marido, cuando cuenta sus problemas a un compañero de trabajo que se deshace en atenciones y le escucha con infinita paciencia.

En esas circunstancias, se da un error muy común: pensar enseguida que con otra persona todo será muy diferente, olvidando que, en una relación de amor, los “preparativos del viaje” son los más fáciles. Todos los comienzos son alentadores, pero sólo el tiempo dirá si ese amor incipiente ha ido adquiriendo raíces profundas. El encantamiento que produce el enamoramiento reciente distorsiona la realidad. Todo se ve de color azul. Pero la prueba de fuego viene después. Por eso pienso que si los actores de Hollywood —y los partidarios del amor sin compromiso— se suelen casar entre tres y cinco veces, es porque a lo largo de una vida no tienen tiempo para hacerlo más veces…

4) Querer, saber y poder

Acerquémonos ahora al caso de esos matrimonios en los que la convivencia se ha convertido en un infierno. Cuando discurro sobre estos temas, me embarga la preocupación de no ser suficientemente respetuoso, pues soy consciente de los abismos de infelicidad en los que pueden caer los esposos. Si asistir a la quiebra de un matrimonio es quizá una de las circunstancias más dolorosas en la vida, ¿qué no será vivirla en primera persona? Ya el solo hecho de que personas que antaño se amaron intensamente constaten que su relación se ha enfriado, constituye un penoso desengaño. Un escritor inglés, Evelyn Vaugh, en su novela Retorno a Brideshead, describe magistralmente ese deterioro de una relación: «Yo había representado todas las escenas del drama conyugal, había visto cómo las primeras rencillas se hacían cada vez más frecuentes, cómo las lágrimas afectaban menos, cómo las reconciliaciones eran menos dulces, hasta que todo aquello engendraba un sentimiento de despego y de crítica indiferencia, y la creciente convicción de que el culpable no era yo sino la amada. Percibía las discordancias de su voz y aprendí a escucharlas con recelo; capté la incomprensión tajante y resentida que se leía en sus ojos y el rictus obstinado y egoísta de la comisura de sus labios. Le conocí de la misma manera que se conoce a la mujer con la que se ha compartido la casa, un día sí y otro también, durante tres años y medio; conocí sus hábitos de desaliño, descubrí lo rutinario y mecánico de sus encantos, sus celos y su egoísmo. El encantamiento había terminado y ahora la veía como a una antipática desconocida con la que me había unido indisolublemente en un momento de locura»3.

Al enfriamiento de los afectos, se pueden unir todo tipo de violencias. Cuando uno presencia la quiebra de un matrimonio, quizá se pregunte: ¿Cómo es posible que dos personas que un día se quisieron tanto se torturen ahora de ese modo? En el fondo, se odian porque se siguen queriendo. A nivel meramente afectivo, amor y odio son el anverso y reverso de la misma moneda. «Quienes se pelean se desean», dice el refrán. Bien lo entendió una mujer que, arrepentida tras su divorcio, afirmó: «Si hubiera sabido que le quería tanto, le habría querido un poco más…».

Si un matrimonio se desmorona, conviene también preguntarse: ¿Cómo se podría haber evitado? Es ciertamente una cuestión compleja. Ya he señalado que el éxito del matrimonio depende de la capacidad de comunicar y de amar de verdad. Excede mi actual propósito hacer un análisis del amor verdadero, esa mezcla de capacidad de sacrificio (obras de entrega facilitadas por una gran capacidad afectiva), de libertad interior, de desprendimiento y de rectitud de intención (propios de personas que han madurado humana y sobrenaturalmente). En términos más generales puedo decir que, en la raíz de todo mal moral, encontramos siempre tres posibles causas entremezcladas: mala voluntad (no querer), ignorancia (no saber), e incapacidad (no poder). Al revés, para amar de verdad, hacen falta tres cosas: idoneidad y gracia de Dios (poder), buena voluntad (querer) y formación (saber).

Un matrimonio no funciona si hay una incapacidad insuperable en uno de los cónyuges. Además de capacidad, se precisa buena voluntad y conocimiento de los medios para aprender a amarse y a entenderse. En la práctica, rara vez se da sólo uno de los tres elementos. Casi nunca es blanco o negro; suele ser más bien gris, una mezcla de los tres elementos. De todos modos, de cara a buscar soluciones ante un fracaso matrimonial, podemos diseccionar el problema considerando los tres elementos por separado.

Si existiese una incapacidad insuperable, ya existente en el momento en que se contrajo matrimonio, éste será nulo. Cuando se introduce un proceso canónico de nulidad, se investiga la posibilidad de que, cuando se casaron, faltara un requisito esencial de cara a la validez del contrato, por ejemplo una seria falta de libertad o de madurez psíquica de uno de los contrayentes. Hay personas divorciadas que se muestran reticentes a iniciar dicha investigación, incluso si ya han atentado un nuevo matrimonio (civil). En el fondo, tienen un comprensible miedo a revivir las antiguas heridas. Conviene, sin embargo, animarles a hacerlo. No sólo por las posibilidades de regularizar su situación de cara a la Iglesia, a la sociedad y a su propia conciencia, sino también porque, ligándose a otra persona, están quebrantando la promesa más solemne que han hecho en toda su vida. Si son honestos, querrán saber si aquel primer vínculo fue válido o nulo.

Si el problema es de ignorancia, habría que acudir a un buen asesor matrimonial —médico, psicólogo o sacerdote— capaz de ofrecer los consejos y las terapias pertinentes. El deterioro de un matrimonio siempre es paulatino. Cuanto antes se tomen medidas, mejor. Por desgracia, la gente suele pensar que no necesita formarse en este terreno, como si uno naciera sabiendo ya cómo se lleva bien una relación matrimonial. Si surgen problemas, cierta soberbia —y un respetable pudor por no airear las desavenencias matrimoniales— les lleva a no pedir ayuda. Me ha llamado siempre la atención que, cuando uno propone organizar un cursillo de orientación conyugal, casi nadie se da por interesado, como si el hecho procurarse una mayor formación en este ámbito tan importante significase reconocer que las cosas no van bien. He visto tantas veces que un cónyuge afirma que todo va bien una semana antes de que el otro se presente en casa con una citación del abogado…

Lo que más difícil solución tiene es falta de (buena) voluntad. Es éste un problema que sólo los interesados pueden remediar. Si no quieren, nada se puede hacer. Sin embargo, lo que prometieron solemnemente el día de su boda fue precisamente que, independientemente de los problemas que encontrasen en el futuro, nunca tirarían la toalla; prometieron que siempre seguirían esforzándose por solucionar sus desavenencias…

En conclusión, siempre existe una solución. Si hay incapacidad, se puede demostrar la nulidad del matrimonio. Si el deterioro de la convivencia se debe a un problema de ignorancia y/o de falta de voluntad, aunque la solución sea ardua, se puede poner remedio. Si algo se ha torcido, se puede volver a enderezar. En la práctica, son pocos los que están dispuestos a luchar por enderezar lo que se torció. Quizá por lo mucho que han sufrido. Hay que ser muy virtuoso para acometer esa empresa. Hablando con personas a punto de tirar la toalla, si les hablas, por ejemplo, del daño que causarán a sus hijos si se divorcian, te suelen decir que éstos también sufrirán igualmente si continúa la convivencia. Es como si se obligasen a elegir entre dos posibilidades negativas, como si estuviesen atrapados por la fatalidad. Olvidan que, a la fatalidad, pueden contraponer la creatividad. Olvidan, en definitiva, que siempre existe una tercera posibilidad positiva: no darlo nunca por perdido, luchar para arreglar las desavenencias, aprender a entenderse y a amarse. Si en vez de pensar sólo en cómo dejar de sufrir ellos mismos, les preocupase realmente el bienestar de sus hijos, se esforzarían más por encontrar soluciones a sus problemas de convivencia.

5) Cónyuge abandonado

Lo más delicado del matrimonio es quizá que cada cónyuge depende plenamente de la voluntad del otro. Uno está a la merced del otro. Si uno decide, por ejemplo, ser infiel, el otro está vendido. Esa es precisamente una de las razones por las que el vínculo matrimonial sea tan absoluto: es un modo de defender a cada contrayente ante la posible futura arbitrariedad del otro. Cada contrayente promete solemnemente que, pase lo que pase, no abandonará al otro. Para reforzar esa promesa, ambos saben que si, en el futuro, uno no la cumple, no se puede romper el vínculo. Suceda lo que suceda, seguirán siendo marido y mujer mientras vivan. Es posible que la situación se haga insostenible, hasta el punto de que sea conveniente una separación temporal o definitiva, pero el vínculo que les une seguirá estando vigente.

El carácter absoluto del vínculo matrimonial proporciona seguridad. Quizá por esa razón, en lugares donde la infidelidad y el divorcio se han disparado, surge un creciente interés hacia el matrimonio tal como lo entiende la Iglesia. Como decía un periodista francés, «el matrimonio es un oasis de seguridad en el desierto de los equívocos»4. Recuerdo un programa de televisión en el que se preguntaba a unos novios por qué deseaban casarse por la Iglesia. La novia respondió: «Mi novio ha sido sincero y me ha contado que ya ha salido con dieciséis chicas... Yo soy, por tanto, la número diecisiete... ¿Quién me dice que soy la definitiva? Por eso queremos aferrarnos a algo estable... Tiene que haber algo absoluto en nuestro matrimonio».

De todos modos, hay que reconocer que la indisolubilidad es un arma de doble filo. Por una parte, protege ante las veleidades futuras, pero, por otra parte, observo dos inconvenientes. En primer lugar, entre católicos coherentes, sabiendo que el divorcio está excluido, uno de los cónyuges podría dejar de esforzarse por combatir sus defectos; sabe que su esposo o esposa no le va a abandonar y se aprovecha. En segundo lugar, si a pesar de haberlo prometido solemnemente, uno de los cónyuges no cumple su promesa de fidelidad, deja muy desprotegido al cónyuge abandonado (más aún en nuestros días, puesto que las leyes civiles tienden más a facilitar el divorcio que a proteger el vínculo matrimonial).

Teniendo en cuenta esa desprotección, la indisolubilidad del vínculo puede parecer injusta. ¿Por qué seguiría obligado a la fidelidad, por ejemplo, el cónyuge maltratado o abandonado? Ante todo, habría que responder diciendo que eso es precisamente lo que ambos cónyuges pactaron al casarse: que ninguno de los dos, haga lo que haga en el futuro, podrá romper el vínculo. Entonces, si de hecho hay gente que quebranta tales promesas, en cuyo caso el cónyuge abandonado queda en una situación lamentable, podemos preguntarnos de nuevo si realmente vale la pena prometer algo tan absoluto. ¿No será todo esto un argumento a favor del divorcio? Sí y no. Se entiende que haya moralistas que, en el caso de abandono que venimos considerando, hayan intentado introducir la posibilidad de un segundo matrimonio. Dicen que se trata de un caso de “muerte moral” equiparable al caso de “muerte física”. Intentaré defender la tesis contraria.

La situación en la que queda el cónyuge abandonado es terriblemente injusta, pero pienso que dicha injusticia no favorece sólo la tesis del divorcio, sino también la tesis de la indisolubilidad. En efecto, ese argumento divorcista tiene doble filo; se le puede dar la vuelta: precisamente por la gran injusticia que padece el cónyuge abandonado, habría que imponer legalmente la fidelidad. El divorcio siempre es un mal que hay que evitar a toda costa poniendo toda la carne en el asador. Casarse siempre es un riesgo, porque la libertad siempre conlleva riesgos. Pero cuanto menos absoluto sea el vínculo contraído, mayor será el riesgo de que el matrimonio fracase. La experiencia muestra que hay más fracasos si, como sucede en el concubinato y en el actual matrimonio civil, se deja una puerta abierta a una posterior ruptura del vínculo. En cambio, en el vínculo indisoluble, si el cónyuge tentado de quebrantar su promesa matrimonial recuerda que su infidelidad no exime al otro del deber de fidelidad, es muy posible que se lo piense dos veces antes de culminar su infidelidad. Si considera la gran faena que le va hacer al otro, es muy probable que dé marcha atrás. Y si de hecho le abandona, su conciencia no se lo perdonará jamás. Siempre me ha impresionado la diligencia con la que el cónyuge infiel intenta que el cónyuge abandonado encuentre pareja. ¿No será para que no le remuerda tanto la conciencia? Y quienes hacen apología del divorcio o promueven leyes divorcistas, ¿no será para dar carta de normalidad a sus desatinos?

Sería ingenuo si no fuera consciente de que la fidelidad requiere a menudo grandes sacrificios. Sé que hay situaciones muy dolorosas en las que no basta con tener buena voluntad: se requiere, además, heroicidad (toda persona de buena voluntad puede contar con la ayuda de Dios para ser heroico; los cristianos contamos, además, con medios suficientes para ser santos, lo cual es mucho más que ser heroicos). Piénsese, por ejemplo, en la desastrosa situación en la que queda un varón abandonado. Más aún si, como suele ser el caso, ni siquiera recibe la custodia de sus hijos. Si alguien no es capaz de tal heroicidad, lo comprendo, aunque no lo apruebo. He conocido a personas admirables que han sabido ser fieles a un cónyuge impresentable o enfermo. A veces pienso que no es una misión de poca monta el cuidar de un ser humano durante toda una vida con el fin de evitarle mayores males. Es una misión de altísima dignidad seguir siendo fiel a un cónyuge que, de otro modo, terminaría sus días en una institución psiquiátrica o borracho perdido…

La misma admiración merece el cónyuge abandonado que evita nuevas relaciones. Recuerdo el caso de una mujer que, tras la marcha de su marido, para no poner en peligro su fidelidad, ni siquiera acudía a bailes al aire libre en las fiestas de su pueblo. Por lo demás, es bastante conocida la anécdota de una mujer francesa —casada y después abandonada por un famoso comunista—, que durante más de treinta años siguió siendo fiel a su marido para no obstaculizar su posible regreso. Un día, ese hombre, que a su vez había sido abandonado, pasó cerca de la antigua casa familiar y se decidió a entrar para saludar a su primera mujer. Le sorprendió la alegría con que ella le recibía, pero, viendo que la mesa estaba preparada para dos personas, hizo ademán de marcharse. «Quédate por favor a comer —le dijo ella—: llevo más de treinta años preparando todos los días para ti un plato de más».

6) La importancia del clima social

El deber de fidelidad por parte del cónyuge abandonado no es sólo hacia el cónyuge infiel, sino también hacia todos los demás matrimonios. Siendo fiel en el propio matrimonio, especialmente cuando surgen dificultades, se está apoyando a todos los demás matrimonios del entorno. Al revés, cuando alguien tira la toalla, de algún modo está perjudicando a todos los demás. Ya vimos que la indisolubilidad es un arma de doble filo. Si se devalúa el compromiso, se fomenta la infidelidad.

Basta con mirar la evolución de los últimos años. Hace unos decenios los divorciados eran una gran excepción. Si perseveraban no era sólo gracias a sus buenas disposiciones, sino también gracias al apoyo que recibían de su entorno familiar y social. Hoy en día, más todavía en las grandes ciudades, sucede lo contrario. Como contra argumento simplón, se dice que antes había mucha hipocresía: que la gente no se divorciaba pero que en muchas familias había discordias. La verdad es que siempre ha habido desavenencias, incluso en las mejores familias. Pero si, ante las dificultades, se ha dejado una puerta abierta, es muy grande la tentación de abandonar el empeño por resolver los problemas.

En todo caso, me parece una demagogia poner el acento en los problemas de matrimonios fieles y olvidar los terribles disgustos que se llevan quienes deciden divorciarse. Las injurias entre esposos pueden ocurrir en cualquier matrimonio, pero también es verdad que esas injurias se intensifican cuando uno de los cónyuges amenaza al otro con incoar un proceso de divorcio. Cuando se sinceran, todos los divorciados coinciden en decir que los trámites del divorcio fueron el peor trago de su vida. Y si son todavía más sinceros —lo he visto tantas veces—, deploran haberse divorciado.

Cuando se debatía en España la ley del divorcio, recuerdo que una persona de un pueblo navarro me dijo: «Si aprueban esa ley, aumentará el número matrimoniales rotos; mira, en mi pueblo, si a un hombre casado se le ocurriera hacer el tonto con otra mujer, no lo haría porque sus hijos le molerían a palos; pero si sale esa ley, llegará un día en que incluso a la gente de mi pueblo le parecerá muy normal que alguien tenga la “valentía” de “liberarse” de su mujer o de su marido». Ha sido profético.

¡Qué importante es fomentar un clima social que apoye el compromiso matrimonial! Me han hablado de una película italiana (“Casomai” de 2001), en la que se pone de manifiesto que muchos fracasos matrimoniales se originan más por culpa del entorno que por culpa de los esposos. Dicha película narra una boda en la que el sacerdote, por motivos pedagógicos, inicia una conversación con todos los asistentes, invitándoles a comprometerse en apoyar la fidelidad de los contrayentes. Uno tras otro protestan. Se levanta, por ejemplo, uno que dice que no se puede comprometer porque es un abogado experto en procesos de divorcio. Al final el sacerdote dice que entiende esos alegatos, pero pide a todos los asistentes a la boda que se salgan de la iglesia mientras los novios pronunciarán su promesa matrimonial. No es mala pedagogía.

Más que nunca, hacen falta hoy en día modelos de fidelidad matrimonial. Por esa razón, termino traduciendo unas declaraciones que hizo una señora a un periódico holandés5 cinco años después de haber sido abandonada por su marido (un tal Rob). Me impresiona la coherencia de su testimonio:

«Ningún funcionario puede invalidar la promesa que, ante Dios, hice a mi marido. Además, los hijos tienen derecho a un padre que siga perteneciendo a la familia; si no, viven en continua división.

Cuando Rob quiso divorciarse, le acompañé al juzgado, porque pensé que también en esos tiempos difíciles tenía que estar junto a él y que lo nuestro no se podía resolver de cualquier manera. Si no lo hubiese hecho así, la sentencia de divorcio habría sido automática. Cuando se me preguntó si quería divorciarme, dije que no. Le dije al juez: “Si mi marido quiere su libertad, se la doy, pero que yo no quiero divorciarme”. Siempre he seguido esa misma pauta: él es y sigue siendo mi marido. Eso ha contribuido a que sigamos siendo amigos, a que no nos enfrentemos. Por ejemplo, cuando venía y se iba de paseo con los hijos, yo le acompañaba. Los hijos necesitan sentir que sus padres están unidos, que papá sigue siendo de la familia, aunque “algo” haya cambiado. Eso le ha dado mucha estabilidad.

Además, me casé por la Iglesia: me casé ante Dios. Es una relación triangular. La promesa que hice entonces a mi marido se la hice también a Dios. Y también Dios nos prometió fidelidad. Eso ha sido mi mayor apoyo. Yo hago mi parte y sigo siendo fiel. Desde luego, eso me hace sufrir. Y es que si, por ejemplo, salimos juntos o participamos en una fiesta escolar de los hijos, eres de nuevo como una familia, pero sabes que después te volverás a separar. Eso duele mucho. En esos momentos pedí al Señor que me ayudara a aguantar el tirón… Mira, se dice a menudo que tanto el padre como la madre tienen derecho a sus hijos, pero más bien son ellos nuestra responsabilidad y son ellos los que tienen derecho a sus padres, y no del modo que a nosotros nos convenga, sino del modo que ellos necesiten.

Gracias a Dios, nuestros hijos se sienten incluso privilegiados. Dicen: “papá ya no vive en casa, pero ahora hemos recibido a Dios en su lugar”. La verdad es que, durante todo este tiempo, Dios ha sido nuestra única fortaleza. Se ha metido muy hondo en nuestras vidas. Yo y mis hijos sabemos ahora que, pase lo que pase, lo superaremos. Fue duro al principio. Yo sabía el tipo de vida disoluta que llevaba Rob, pero, cuando venía a casa, yo hacía la vista gorda. A menudo me decía a mí misma: “lo que haces por él, lo haces también por Jesús en él”. Si no llega ser por eso, hay momentos en los que no aguantaría, como cuando, sabiendo que viene a casa, cocino algo para él y no se queda a comer.

Nunca he hablado mal de él ante los hijos, aunque hay cosas que ellos mismos ven, por ejemplo que vive con otra. A mis hijos les digo que también yo cometo faltas, que no todo es culpa de Rob. También a éste le reconocí mis fallos, en una carta larga en la que le pedí perdón. Me costó lo suyo escribirla. Nunca me respondió pero en todo caso lo sabe.

Entretanto, Rob se ha vuelto a casar. En contrapartida, veo que se siente cada vez más a gusto en casa. Viene a menudo por las tardes y, cuando los niños se han acostado, se queda un rato conmigo. Vemos algo en la televisión o charlamos con toda normalidad. Puedo ahora decirle cosas sobre la familia y los hijos que nunca pensé que podría decirle. Y ante ellos ha reconocido que se equivocó...».

----------------------

2. Empleo a propósito la palabra “cónyuge”, a pesar de ser menos usual. Evito la palabra “pareja” (del inglés “partner”) porque ésta última contribuye quizá a la confusión que reina hoy en día. Se habla, en efecto, de pareja para denominar cualquier tipo de uniones: novios, casados, concubinos de todo tipo y unión entre personas del mismo sexo.
3. E. Vaugh, Retorno a Brideshead, Tusquets, Barcelona 1993, p. 18.
4. Denis Tillinac en Le Figaro Magazine de marzo 1990.
5. En Katholieke Nieuwsblad del 1 de noviembre de 1988.