| Tema 5: ¿Qué hay después de la muerte? | LAS RAZONES DEL CREYENTE (Breve introducción a la fe católica) Tema 5: ¿Qué hay después de la muerte? (La esperanza cristiana)
“Si conocieras el don de Dios” (Jn. 4, 10)
Introducción
En la sesión anterior hicimos hincapié en el aspecto curativo de la gracia redentora de Cristo que se nos comunica a través de los sacramentos. En esta sesión nos detenemos en la esperanza de Vida Eterna del cristiano que se identifica con Cristo muerto y resucitado. Como afirma San Pablo, los cristianos vivimos «Expectantes beatam spem» («con bienaventurada esperanza»)1.
Muchos cristianos cometen el error de creer en el Cielo pero no intentar imaginárselo. Quieren ir al Cielo sólo porque saben que es lo mejor. Quizá por eso, a pesar de haber oído hablar de las promesas de Cristo, se hunden cada vez que la muerte acecha. «La expectativa de la vida perdurable —afirma Julián Marías— es el núcleo esencial de la perspectiva cristiana. Si la relación con Dios se limitara a la vida terrenal, la religión misma perdería su sentido. Es lo más importante, justificación de todo lo demás, orientado hacia esa esperanza. Sin embargo, a lo largo de la historia se ha descuidado algo que siempre he creído decisivo: su imaginación. Si esa vida no es imaginada, no puede ser deseada en concreto, sino de manera abstracta y débil»2.
Cristo nos reveló que tras la muerte viene el Juicio y que, según lo que hayamos elegido, iremos eternamente al Cielo —eventualmente precedido por un estado transitorio de purificación llamado Purgatorio— o al Infierno. Pero antes de considerar esas realidades, preguntémonos si es posible demostrar la inmortalidad del alma.
La inmortalidad del alma a la luz de la razón
La fe nos dice qué sucede exactamente después de la muerte, pero con la sola razón podemos demostrar que no todo termina con la muerte. Ya Platón, hace 24 siglos, demostró que nuestra alma es inmortal: incorruptible e indestructible. San Agustín y Santo Tomás de Aquino recogen sus argumentos y los perfeccionan.
En general, esos argumentos se apoyan en la naturaleza espiritual del alma humana. Si conseguimos mostrar que en el hombre no todo es materia —como sostiene un materialismo—, si el hombre es capaz de trascender la materia por ser mucho más que un simple animal algo más sofisticado, si en la persona humana hay una realidad más anclada en el ser que la materia, concluiremos que el alma es incorruptible, es decir, que el futuro de esta realidad espiritual presente en nosotros no se rige por las leyes de la materia. La materia sufre cambios sustanciales (la madera quemada, por ejemplo, pasa a ser otra cosa: ceniza), mientras que el alma no es una sustancia contingente, sino necesaria. El único devenir posible de una sustancia de naturaleza espiritual es la aniquilación, algo que, en principio, el Dios nunca hace. Al contrario que la materia, el alma es simple: no se puede destruir.
En el hombre conviven realidades corporales (hambre) y espirituales (inteligencia que abstrae y voluntad libre). No somos ni animales ni ángeles, sino una mezcla de ambos. Ambas dimensiones están íntimamente unidas. Por un lado, si te pegan una torta, aparte de dolerte la cara y el corazón, sientes que se atenta contra tu dignidad, o si no duermes lo suficiente, eres incapaz de reflexionar. Por otro lado, si te “duele” el alma, el cuerpo lo exterioriza, por ejemplo con dolor de cabeza. La unidad de la persona humana es impresionante. Como observa Thibon, «la operación más groseramente carnal —por ejemplo el acto de comer— implica un cierto consentimiento y una cierta delectación del espíritu; y, recíprocamente, la más noble actividad espiritual se apoya sobre un mínimo de resonancia sensitiva»3.
Esta perfecta unidad de la persona humana sólo ha sido explicada satisfactoriamente —sin caer en dualismos— por la filosofía aristotelico-tomista. Según ésta, el alma es forma del cuerpo; necesita del cuerpo para expresarse y obtener datos a través de los sentidos, aunque, de por sí, es una sustancia subsistente (capaz de existir con independencia del cuerpo y, por tanto, incorruptible o inmortal).
Algunos expertos en neurología, influidos por prejuicios reduccionistas, afirman que somos animales más evolucionados. Su materialismo no logra explicar la conciencia y pensamiento del ser humano. Se apoyan en una especie de creencia según la cual llegará un día en que sabremos explicarlo todo de modo científico. Ciertamente no conocemos suficientemente el funcionamiento del cerebro, pero nuestros 20.000 millones de neuronas y 1.600 billones de conexiones entre ellas no podrán jamás explicar nuestras habilidades intelectuales y volitivas. Nuestra mente es superior a un ordenador de gran capacidad. También hay expertos en neurofisiología —Wilder Penfield o premios nóbeles como John Eccles y Charles Sherrington— que defienden posiciones no materialistas. Como afirmó Roger Sperry (Nobel de Medicina en 1981 por sus estudios de las funciones especializadas del cerebro humano): «nuestra interpretación de los hechos tiende a devolver a la mente su antigua posición privilegiada sobre la materia, porque muestra que los fenómenos mentales trascienden los de la fisiología y la bioquímica»4.
En filosofía, el camino más sencillo para mostrar la espiritualidad del alma consiste en estudiar sus dos potencias: intelecto y voluntad. En cuanto al intelecto, veamos tres aspectos que serían imposibles si éste fuese meramente material: la capacidad de abstracción, la universalidad de los conceptos que pueden ser abstraídos y la autorreflexión.
Ya la simple capacidad de abstracción presupone espiritualidad. Los animales no trascienden el ámbito de lo particular. Tienen un sentido interno (la estimativa) que les permite sacar lecciones de la experiencia, pero no tienen capacidad de abstracción. Recuerdo una conferencia de Jerôme Lejeune (el que descubrió en Genética el síndrome de Down) en la que preguntaba: «¿Se imaginan ustedes un congreso filosófico de chimpancés intentando dilucidar la esencia del “ser chimpancé”?». Ya lo decía Chesterton: «Hay gente intentando demostrar con su inteligencia que con su inteligencia no se puede demostrar nada». «El conocimiento de la verdad —sintetiza Joseph Pieper—, a pesar de sus condicionamientos orgánicos, es un fenómeno íntima y naturalmente independiente de todo término material. Esto es reconocido, de hecho y por la evidencia de la misma cosa, por todos los hombres, tanto por los que lo saben, como por los que no lo saben, en incluso por aquellos que lo niegan expresa y formalmente»5.
Aparte de inducir conclusiones universales a partir de datos particulares, podemos abstraer un número ilimitado de objetos. Si nuestro intelecto se redujese a las neuronas del cerebro, su capacidad sería necesariamente reducida. En todo disco duro de un ordenador cabe una cantidad limitada de información. Sin embargo, podemos abstraer una infinidad de objetos diversos.
Más llamativa aún es nuestra capacidad de autorreflexión. Puedo ahora pensar sobre mi pensar de mi pensar... Si mi intelecto fuese material no podría volverse de modo inmediato sobre sí mismo. Mis ojos, por ejemplo, al ser materiales, pueden ver cualquier cosa menos a sí mismos de modo directo (en un espejo, sí). La materia siempre está extendida en el espacio: no puede volver sobre sí misma. Sen cambio, el hombre usa su intelecto para discurrir sobre su intelecto...
Otro tanto podría decirse sobre la voluntad. Sabemos por experiencia que, a pesar de las circunstancias, la última decisión siempre es nuestra. Si el hombre, a pesar de sus condicionamientos, es libre, podemos trascender la materia. No me imagino a un animal haciendo una huelga de hambre. Un animal se conduce siempre por sus instintos. Si está hambriento y, fuera de peligro, ve comida, siempre va a por ella. En cambio, un hombre firmemente decidido, es capaz de no apartar la mano del fuego, por mucho que todas sus neuronas estén transmitiendo órdenes a los músculos para retirar la mano.
Muchos autores que han pretendido negar la libertad humana como modo de evitar la responsabilidad personal. Contrariamente a lo que decía, por ejemplo, Skinner, fundador del conductismo, la experiencia muestra que el hombre es su último determinante: que nuestra libertad es limitada pero real. En una novela, una catedrática de biología dice a propósito de su novio: «En ocasiones, justifica a los demás casi hasta el punto de negar que son responsables de sus actos. Yo creo en el libre albedrío y no niego la influencia de la genética y del entorno (¿cómo podría un biólogo negar eso?, y estoy segura de que estamos programados biológicamente para hacer muchas de las cosas que hacemos. Sin embargo, aun dentro de esos límites, creo que podemos elegir. La idea de que el destino nos dirige, y de que somos incapaces de oponer resistencia o alterar nuestro rumbo, me suena a excusa»6.
El hombre es capaz de actuar de modo contrario a todas las expectativas lógicas. Una prueba fáctica de la existencia de la libertad es la conversión personas depravadas. Frankl cuenta al respecto7 el caso del Doctor J., destacado miembro de las SS. Fue llamado “el asesino de masas de Steinhof” (un hospital psiquiátrico de Viena), porque no paró hasta llevar a las cámaras de gas a todos los enfermos psiquiátricos de ese hospital vienés. Años después, Frankl se enteró de que había muerto como un santo. Alguien que había coincidido con ese alemán durante años de cautiverio en Rusia le contó a Frankl que el Doctor J. había sido su mejor amigo. La poca comida que les daban la repartía entre sus compañeros de prisión. Se desvivía por todos.
Aparte de la filosofía y de la Revelación, ¿existen más fuentes para saber algo sobre la vida en el “Más allá”? Existen testimonios serios acerca de difuntos a quienes Dios permite comunicarse de forma objetiva con personas vivas8. Que cada uno juzgue por sí mismo.
El infierno
La razón nos dice que, tras la muerte, el cuerpo, siguiendo las leyes de la naturaleza material, se corrompe, pero que el alma, al ser de naturaleza incorruptible, sigue subsistiendo. ¿Pero a dónde va? Con total seguridad eso sólo se puede saber por la fe. Veamos lo que dice la Revelación a propósito de las realidades últimas. Lo haremos con palabras de Juan Pablo II. Empezamos con el infierno:
El infierno como rechazo definitivo de Dios
Alocución del Miércoles 28 de julio de 1999
1. Dios es Padre infinitamente bueno y misericordioso. Pero, por desgracia, el hombre, llamado a responderle en la libertad, puede elegir rechazar definitivamente su amor y su perdón, renunciando así para siempre a la comunión gozosa con él. Precisamente esta trágica situación es lo que señala la doctrina cristiana cuando habla de condenación o infierno. No se trata de un castigo de Dios infligido desde el exterior, sino del desarrollo de premisas ya puestas por el hombre en esta vida. La misma dimensión de infelicidad que conlleva esta oscura condición puede intuirse, en cierto modo, a la luz de algunas experiencias nuestras terribles, que convierten la vida, como se suele decir, en «un infierno». Con todo, en sentido teológico, el infierno es algo muy diferente: es la última consecuencia del pecado mismo, que se vuelve contra quien lo ha cometido. Es la situación en que se sitúa definitivamente quien rechaza la misericordia del Padre incluso en el último instante de su vida.
2. Para describir esta realidad, [...] el Nuevo Testamento anuncia que Cristo, con su resurrección, ha vencido la muerte y ha extendido su poder liberador también en el reino de los muertos.
Sin embargo, la redención sigue siendo un ofrecimiento de salvación que corresponde al hombre acoger con libertad. Por eso, cada uno será juzgado «de acuerdo con sus obras» (Ap 20, 13). Recurriendo a imágenes, el Nuevo Testamento presenta el lugar destinado a los obradores de iniquidad como un horno ardiente, donde «será el llanto y el rechinar de dientes» (Mt 13, 42; cf. 25, 30. 41) o como la gehenna de «fuego que no se apaga» (Mc 9, 43). Todo ello es expresado, con forma de narración, en la parábola del rico epulón, en la que se precisa que el infierno es el lugar de pena definitiva, sin posibilidad de retorno o de mitigación del dolor (cf. Lc 16, 19-31). [...].
3. Las imágenes con las que la sagrada Escritura nos presenta el infierno deben interpretarse correctamente. Expresan la completa frustración y vaciedad de una vida sin Dios. El infierno, más que un lugar, indica la situación en que llega a encontrarse quien libre y definitivamente se aleja de Dios, manantial de vida y alegría. Así resume los datos de, la fe sobre este tema el Catecismo de la Iglesia católica: «Morir en pecado mortal sin estar arrepentidos ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno» (n. 1033)9.
Por eso, la «condenación» no se ha de atribuir a la iniciativa de Dios, dado que en su amor misericordioso él no puede querer sino la salvación de los seres que ha creado. En realidad, es la criatura la que se cierra a su amor. La «condenación» consiste precisamente en que el hombre se aleja definitivamente de Dios, por elección libre y confirmada con la muerte, que sella para siempre esa opción. La sentencia de Dios ratifica ese estado.
4. [...] La condenación sigue siendo una posibilidad real, pero no nos es dado conocer, sin especial revelación divina, si los seres humanos, y cuáles, han quedado implicados efectivamente en ella. El pensamiento del infierno —y mucho menos la utilización impropia de las imágenes bíblicas— no debe crear psicosis o angustia; pero representa una exhortación necesaria y saludable a la libertad [...]».
El Infierno no se explica sin la libertad. Se suele decir que el infierno está cerrado con llave... ¡por dentro! ¿Pero cómo explicar que haya gente que se empeñe en ir allí? Quizá es gente tan acostumbrada a vivir en la “oscuridad”, que cuando ven el Cielo lleno de “luz”, se dicen: «allí no voy ni loco». ¿Pero cómo es posible que alguien se “coma el coco” hasta el punto de preferir la oscuridad a la luz, la soledad a la compañía amorosa?
La capacidad que tenemos de autoengaño puede ir muy lejos. La soberbia permite justificar lo injustificable. «Fuera de las cárceles —cuenta Silvester Krcméry, un testigo de los horrores de los campos de concentración comunistas en Eslovaquia—, muchos hombres de la Seguridad del Estado solían comportarse con gran seguridad en sí mismos afirmando cosas como ésta: "Nunca he hecho daño a nadie en mi vida, quizá he dejado de ayudar a alguien por inadvertencia". Suena casi irónico, pero ha sido lo típico en los más sádicos»10. La experiencia muestra que quien confiesa a menudo sus pecados suele saber de qué confesarse, mientras que quien nunca lo hace no sabe de qué confesarse. «Cuando un hombre se va haciendo mejor —observa Lewis—, comprende con más claridad el mal que aún queda dentro de él. Cuando un hombre se hace peor, comprende cada vez menos su maldad. Un hombre moderadamente malo sabe que no es muy bueno: un hombre totalmente malo piensa que está bastante bien. Esto, después de todo, es de sentido común. Comprendemos el sueño cuando estamos despiertos, no mientras dormimos»11.
Quien se miente habitualmente a sí mismo puede terminar creyéndose sus propias mentiras. Su vida entera podría terminar siendo una mentira: ante él mismo, y ante los demás. «El hombre que se miente a sí mismo y escucha sus propias mentiras —advierte Dostoiewski— llega a encontrarse en situación tal que no sabe ver la verdad ni en sí mismo ni a su alrededor, y pierde la propia estimación y el respeto de los demás»12. Es la triste historia del deterioro moral del hombre a causa de su soberbia. Mientras su conciencia le siga susurrando que se engaña, hay todavía esperanza de salvación: significa que aún queda algo de su yo real. Lewis, en uno de sus libros13, muestra que en el infierno el autoengaño es máximo; examinando la vida de diversos habitantes del infierno, sugiere que su soberbia les habría llevado a tal desconocimiento de sí mismos, que ya nada quedaría de su verdadero yo: al final de su vida, sólo quedaría su falso yo, estarían completamente alienados de sí mismos, totalmente fuera de la realidad, ¡todo sería mentira!
En el drama del autoengaño, lo primero que se pierde es la conciencia; después, la cabeza: el entendimiento. Quien vive como piensa, acaba pensando como vive. Sirva de ilustración un elocuente pasaje de Los intereses creados de Jacinto Benavente. En esa célebre obra de teatro, cuando el astuto Crispín propone al buen Leandro que engañe por amor, dice éste: «—Yo no puedo engañarme, Crispín. No soy de esos hombres que cuando venden su conciencia se creen en el caso de vender también su entendimiento»; a lo que replica Crispín: «—Por eso dije que no servías para la política. Y bien dices. Que el entendimiento es la conciencia de la verdad, y el que llega a perderla entre las mentiras de su vida, es como si se perdiera a sí mismo, porque nunca volverá a encontrarse ni a conocerse, y él mismo vendrá a ser otra mentira»14.
El Purgatorio
Al Cielo, directamente, sólo van los santos. Por tanto, si de verdad queremos ir al Cielo, tarde o temprano necesariamente nos tendremos que purificar. El Purgatorio es una misericordia de Dios. El Santo Cura de Ars lo llamaba «el hospitalito del buen Dios». Allí pagamos todos los platos rotos que, en estricta justicia, aún no hemos pagado, y nos dan clases (y hacemos prácticas) de santidad. En cuanto aprobamos el examen final de “amor a Dios sobre todas las cosas y a los demás como a nosotros mismos”, ya podemos ir al Cielo. Veamos cómo lo explica Juan Pablo II:
El purgatorio: purificación necesaria para el encuentro con Dios
Alocución del miércoles 4 de agosto de 1999
1. A partir de la opción definitiva por Dios o contra Dios, el hombre se encuentra ante una alternativa: o vive con el Señor en la bienaventuranza eterna, o permanece alejado de su presencia.
Para cuantos se encuentran en la condición de apertura a Dios, pero de un modo imperfecto, el camino hacia la bienaventuranza plena requiere una purificación, que la fe de la Iglesia ilustra mediante la doctrina del «purgatorio» (cf. Catecismo de la Iglesia católica, nn. 1030-1032).
2. En la sagrada Escritura se pueden captar algunos elementos que ayudan a comprender el sentido de esta doctrina, aunque no esté enunciada de modo explícito. Expresan la convicción de que no se puede acceder a Dios sin pasar a través de algún tipo de purificación. [...]
5. Durante nuestra vida terrena, siguiendo la exhortación evangélica a ser perfectos como el Padre celestial (cf. Mt 5, 48), estamos llamados a crecer en el amor, para hallarnos firmes e irreprensibles en presencia de Dios Padre, en el momento de «la venida de nuestro Señor Jesucristo, con todos sus santos» (1Ts 3, 12 s). Por otra parte, estamos invitados a «purificamos de toda mancha de la carne y del espíritu» (2Co 7, 1; cf. 1 Jn 3, 3), porque el encuentro con Dios requiere una pureza absoluta.
Hay que eliminar todo vestigio de apego al mal y corregir toda imperfección del alma. La purificación debe ser completa, y precisamente esto es lo que enseña la doctrina de la Iglesia sobre el purgatorio. Este término no indica un lugar, sino una condición de vida. [...]
6. Hay que proponer hoy de nuevo un último aspecto importante, que la tradición de la Iglesia siempre ha puesto de relieve: la dimensión comunitaria. En efecto, quienes se encuentran en la condición de purificación están unidos tanto a los bienaventurados, que ya gozan plenamente de la vida eterna, como a nosotros, que caminamos en este mundo hacia la casa del Padre (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1032).
Así como en la vida terrena los creyentes están unidos entre sí en el único Cuerpo místico, así también después de la muerte los que viven en estado de purificación experimentan la misma solidaridad eclesial que actúa en la oración, en los sufragios y en la caridad de los demás hermanos en la fe. La purificación se realiza en el vínculo esencial que se crea entre quienes viven la vida del tiempo presente y quienes ya gozan de la bienaventuranza eterna.
Sólo tengo que añadir que vale la pena preguntarse: «Si yo muriera hoy, ¿dónde iría?, y si al Purgatorio, ¿porqué? ¿qué tengo que cambiar para ir directamente al Cielo?». Es evidente que la purificación en la tierra —por contar con la libertad— es más ligera que en el Purgatorio. Aquí nos lavamos; allí, nos lavan.
El Cielo
Antes de intentar imaginárnoslo, veamos cómo lo explica Juan Pablo II:
El «cielo» como plenitud de intimidad con Dios
Alocución del miércoles 21 de julio de 1999
1. Cuando haya pasado la figura de este mundo, los que hayan acogido a Dios en su vida y se hayan abierto sinceramente a su amor, por lo menos en el momento de la muerte, podrán gozar de la plenitud de comunión con Dios, que constituye la meta de la existencia humana.
Como enseña el Catecismo de la Iglesia católica, «esta vida perfecta con la santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama "el cielo". El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones mas profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha» (n. 1024). Hoy queremos tratar de comprender el sentido bíblico del «cielo», para poder entender mejor la realidad a la que remite esa expresión.
2. [...] En el lenguaje bíblico [...] el cielo se entiende como morada de Dios (cf. Sal, 104, 2 s; 115, 16; Is 66, l). [...] A la representación del cielo como morada trascendente del Dios vivo, se añade la de lugar al que también los creyentes pueden, por gracia, subir, como muestran en el Antiguo Testamento las historias de Enoc (cf. Gn 5, 24) y Elías (cf. 2R 2, 11). Así, el cielo resulta figura de la vida en Dios. En este sentido, Jesús habla de «recompensa en los 1 cielos» (Mt 5, 12) y exhorta a «amontonar tesoros en el cielo» (Mt 6, 20; cf. 19, 21).
3. El Nuevo Testamento profundiza la idea del cielo también en relación con el misterio de Cristo. [...] Los creyentes, en cuanto amados de modo especial por el Padre, son resucitados con Cristo y hechos ciudadanos del cielo.
4. Así pues, la participación en la completa intimidad con el Padre, después del recorrido de nuestra vida terrena, pasa por la inserción en el misterio pascual de Cristo. San Pablo subraya con una imagen espacial muy intensa este caminar nuestro hacia Cristo en los cielos al final de los tiempos: «Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes, junto con ellos (los muertos resucitados), al encuentro del Señor en los aires. Y así estaremos siempre con el Señor. Consolados, pues, mutuamente con estas palabras» (1Ts 4, 17-18).
En el marco de la Revelación sabemos que el «cielo» o la «bienaventuranza» en la que nos encontraremos no es una abstracción, ni tampoco un lugar físico entre las nubes, sino una relación viva y personal con la santísima Trinidad. Es el encuentro con el Padre, que se realiza en Cristo resucitado gracias a la comunión del Espíritu Santo. Es preciso mantener siempre cierta sobriedad al describir estas realidades últimas, ya que su representación resulta siempre inadecuada. Hoy el lenguaje personalista logra reflejar de una forma menos impropia la situación de felicidad y paz en que nos situará la comunión definitiva con Dios.
El Catecismo de la Iglesia católica sintetiza la enseñanza eclesial sobre esta verdad afirmando que, «la vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo, que asocia a su glorificación celestial a quienes han creído en él y han permanecido fieles a su voluntad» (n. 1026).
5. Con todo, esta situación final se puede anticipar de alguna manera hoy, tanto en la vida sacramental, cuyo centro es la Eucaristía, como en el don de sí mismo mediante la caridad fraterna. Si sabemos gozar ordenadamente de los bienes que el Señor nos regala cada día, experimentaremos ya la alegría y la paz de que un día gozaremos plenamente. Sabemos que en esta fase terrena todo tiene límite; sin embargo, el pensamiento de las realidades últimas nos ayuda a vivir bien las realidades penúltimas.
La contemplación del Cielo ya en la tierra
La esperanza cristiana se basa en las promesas hechas por el Único que siempre es capaz de cumplir lo prometido. Imaginar el Cielo es un gran incentivo para nuestra esperanza. Vivimos, como reza la liturgia, «esperando la gloriosa venida de Nuestro Señor Jesucristo». Estamos de viaje y es lógico que el pensamiento se nos escape hacia la meta definitiva en la que nos espera la Persona que más y mejor nos ama. Si le queremos con locura, deseamos ardientemente la definitiva unión con Él.
Hay, sin embargo cristianos que sienten horror ante la muerte. Es lógico que la muerte dé miedo, aunque sólo sea porque se trata de un tránsito sobre el que desconocemos los detalles. Morir siempre tiene algo de violento. Pero si consideramos que la muerte es como la llegada nupcial del Amado que viene a abrazarnos, ya no impresiona tanto. «Es preciso —explica L. Trese— que nos esforcemos por comprender lo que significa quedar sumergidos en el poderoso abrazo del Amor Absoluto, en ese amor indescriptible, pero personalísimo, mediante el cual yo seré todo de Dios y Él todo mío; una misión por la que mi alma, convertida en llama de amor, arde con una pasión inefable y gozosísima; una fusión tan arrebatadora que hace inevitable el éxtasis, un éxtasis que excluye cualquier sombra de dolor, porque no terminará nunca... Sí, cuando seamos capaces de captar, aunque sea un poquito, la verdadera naturaleza de la visión directa de Dios, del amor y la felicidad que gozaremos en el cielo, la muerte dejará de mostrarnos su sombría faz y perderemos el miedo. [...] Una emoción tan irreprimible como es el miedo se ve anulada por otra todavía más fuerte: el amor. Este no ha arrojado de nuestro corazón el miedo, pero lo ha convertido en algo irrelevante»15.
Tratemos de hacernos una idea del Cielo, puesto que no podemos desear lo que no hemos imaginado. En esa tarea, no nos ayudan esos autores que lo describen como algo tedioso y poco atractivo. Louis de Wohl, experto en labores de inteligencia bélica, comenta con sorna: «El tipo que inventó lo de las nubecitas, la música de arpas y los cánticos incesantes, sin duda estaba muy inspirado. Pero no por el cielo. Es una de las obras más peligrosas de propaganda infernal. Como no era posible calificar al cielo de malo, se le describió extremadamente aburrido. Y el ministerio de propaganda satánico tuvo aquí la colaboración de un fallo de nuestra naturaleza humana. Tenemos mucha mayor facilidad para imaginarnos el infierno que el cielo. […] ¿Será posible que lo malo nos resulte más familiar que lo bueno? Sería un pensamiento bastante alarmante. ¡Para cuántos chistes idiotas habrá dado ocasión esta imagen deformada del cielo! Continuamente oímos decir que el infierno tiene que ser mucho más divertido, pues allí estarán seguramente todas las personas interesantes, en cambio en el cielo sólo la gente honrada, los chicos y chicas ejemplares nauseabundamente aburridos que cantan en coro y tocan el arpa»16.
La beatitud no proviene sólo de la contemplación de Dios. Comporta también aspectos humanos. En Cristo, Dios se hizo hombre sin menoscabo de su divinidad. Así también nosotros seremos divinizados sin deshumanizarnos. Nuestros cuerpos resucitarán adquiriendo un estado espiritualizado pero no desmaterializado. Por eso, toda noble realidad humana tendrá su correlato en el Cielo. Allí viviremos en familia con el resto de los bienaventurados. Aparte de amar a Dios, amaremos también a cada uno de ellos más y mejor de lo que jamás hemos amado en la tierra. En consecuencia, como recuerda Santo Tomás de Aquino, cada alegría ajena se hará propia17. Para imaginarlo, tendríamos que multiplicar ese gozo por el enorme número de bienaventurados.
Dejemos de lado esos aspectos humanos del Cielo y centrémonos en nuestra participación en la vida íntima de Dios. El testimonio de San Pablo es elocuente: «Ni ojo alguno vio, ni oreja oyó, ni pasaron a hombre por pensamiento las cosas que Dios tiene preparadas para aquellos que le aman»18. ¿Cómo será el gozo que se deriva de conocer y de amar a Dios como Él nos conoce y nos ama19? Ya sabemos que lo divino no es del todo inimaginable en virtud de su analogía con lo humano. En concreto, el amor humano de alta calidad es la mejor fuente de inspiración.
La clave de la felicidad, tanto en el amor humano como en el divino, reside sobre todo en la calidad de la intención de los amantes. Sólo el amor de Dios, que de nada carece, es totalmente gratuito. San Bernardo describe esa inigualable perfección en estos términos: «El amor puro se basta a sí mismo, agrada él sólo y por sí mismo. Él es su mérito, él es su premio. El amor no exige otra causa, ni otro fruto que él mismo. Su fruto, su práctica. Amo, porque amo; amo, para amar»20. Nosotros no llegamos a tanto: aspiramos a una rectitud de intención. ¿En qué consiste? La interioridad es compleja. Un mismo acto puede estar inspirado por diversas razones. Éstas son rectas en la medida en que no se antepone el propio provecho al bien de la persona amada. No es desinteresado quien da para recibir algo a cambio. Amar es lo contrario de utilizar. Es voluntad de pertenecer, no de poseer. Debido a nuestra limitación, nuestra motivación nunca es del todo altruista. Podemos albergar intenciones sinceras si evitamos todo engaño consciente. El grado de desinterés en nuestros actos aumenta a medida que nos perfeccionamos. La gracia y la buena voluntad mitigan progresivamente ese egoísmo y amor propio que enturbia nuestras intenciones.
Dos personas unidas por un amor altamente desinteresado experimentan una dicha difícil de describir. Su recíproca entrega produce una sorprendente espiral de felicidad que les sumerge en un gozo inesperado que permite presagiar la beatitud divina. En la medida en que no persiguen su propio provecho, la alegría que procuran, por así decirlo, rebota de uno a otro. En esta vida, esa interacción es muy limitada. En el mejor de los casos, la felicidad rebota como máximo un par de veces. En un matrimonio ideal, si el marido lleva un regalo a su mujer, la alegría de ella le sobreviene a él. A su vez, ese dulce sobresalto repercute en ella. Y ahí queda todo. Si tiramos una piedra al agua, se produce un determinado número de círculos concéntricos. Si no hubiera rozamiento, los círculos continuarían extendiéndose de modo indefinido, como cuando se empuja un objeto fuera del espacio gravitatorio.
Algo así debe suceder entre las Personas divinas a causa de la infinita pureza de su amor. Están unidas por una eterna espiral de beatitud. También nosotros experimentaremos esa inmensa dicha cuando, en el Cielo, les amemos como nos aman. No podemos visualizar el resultado de multiplicar por infinito el gozo más grande que jamás hayamos sentido en esta vida, pero conocemos al menos qué cifra hay que elevar al infinito.
¡Y eso no es todo! A la hora de imaginar la inconcebible beatitud celestial, a la máxima pureza del amor divino, podemos añadir seis nuevos elementos:
1. Infinita sabiduría (conoceremos hasta el último porqué). 2. Plena correspondencia. 3. Eterna duración. 4. Plena compenetración (total ausencia de malentendidos y desconfianzas). 5. Total ausencia de preocupación respecto al futuro de la relación amorosa (la imposibilidad de competencia o traición). 6. Infinita perfección y belleza de la persona amada.
A propósito de esa hermosura divina, afirma San Josemaría: «Considera lo más hermoso y grande de la tierra, lo que place al entendimiento y a las otras potencias, y lo que es recreo de la carne y de los sentidos. Y el mundo, y los otros mundos, que brillan en la noche: el Universo entero. Y eso, junto con todas las locuras del corazón satisfechas, nada vale, es nada y menos que nada, al lado de ¡este Dios mío! ¡tuyo!, tesoro infinito, margarita preciosísima»21.
Considerando todos esos aspectos, se vislumbra un gozo inefable ¿Qué será adentrarse en ese mirarse amando y amarse mirando entre Dios y cada uno de los bienaventurados? Según San Juan de la Cruz, dice Dios al alma: «Yo soy tuyo y para ti y gusto de ser tal cual soy por ser tuyo y para darme a ti»22. Si recordamos que ya ahora estamos siendo amados como lo seremos en el Cielo, será más fácil que vivamos como contemplativos en medio del mundo.
Una vez agotados los recursos de la razón, si se intuye lo inenarrable, «hay que dar entrada al casto silencio del que hablaba el Pseudo-Dionisio, a propósito de los nombres de Dios»23. Y es que, a propósito del amor, llega un momento en que lo mejor es callarse ¡y vivirlo! Y cuanto más lo vivimos, más se acrecienta el deseo de consumar definitivamente nuestra unión con Dios en el Cielo. Si hemos intuido lo que allí nos espera, disponemos de una especie de imagen congelada de video que, al entrar en la eternidad, se pondrá en movimiento. Entretanto, purifiquemos esos anhelos, recordando que Dios, por ser el que más ama, es el que más desea esa sempiterna unión.
De María, que acostumbraba a sopesar todas las cosas en su corazón24, aprendemos a ser contemplativos en medio de nuestros afanes cotidianos. Si con la ayuda de la gracia somos fieles hasta el último trance de nuestra vida, se romperán los velos que esconden al Señor y le veremos por fin cara a cara. Lo desconocido siempre conlleva algo inquietante. Pero cuando lleguemos al Cielo, enseguida nos sentiremos como en casa puesto que saldrá a recibirnos Nuestra Madre.
Logroño, junio de 2011
--------------------- 1. Tito, 2, 13. 2. J. Marías, La perspectiva cristiana, Alianza, Madrid 1999, p. 889. 3. Citado por R. Montalat en La revolución sexual, Folletos mc, n. 611. 4. En O. Rico, El cerebro y la mente, realidades distintas, “Aceprensa”, 54/02, p. 4. 5. En J. B. Torelló, Psicología abierta, Rialp, Madrid 2003, p. 223. 6. M. Lawson, A orillas del lago, Salamandra, Barcelona 2002, p. 132. 7. Cfr. V. E. Frankl, El hombre en busca de sentido, Herder, Décima ed., Barcelona 1989. 8. Véase, por ejemplo, un libro que apareció en Italia en 1985, en el que un padre recibe mensajes de su difunto hijo a través de un rotulador que escribe solo (L. Sardos Albertini, El Más allá existe, Pena/Millet, Barcelona 1994). 9. Se entiende por pecado mortal «una aversión voluntaria a Dios» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1037. 10. I. Socías, Sin miedo a la verdad, o.c., p. 144. 11. C.S. Lewis, Mero cristianismo, Rialp, Madrid 1995, p. 108. 12. F. Dostoiewski, Los hermanos Karamazov, Mateu, 3ª edición, Barcelona 1960, p. 37. 13. Cfr. C.S. Lewis, El gran divorcio. Un sueño, Rialp, Madrid 1997. 14. J. Benavente, Los intereses creados, Biblioteca Básica Salvat, n. 48, Madrid 1970, p. 109. 15. L. Trese, Dios necesita de ti, Palabra, 6ª edición, Madrid 1990, p. 147 y 155. 16. L. de Wohl, Adán, Eva y el mono, o.c., pp. 43-44. 17. Cfr. Santo Tomás de Aquino, Collatio super ‘Credo in Deum’, art. 12 ; en Opuscula theologica 2, Turín 1954, p. 217. 18. 1 Cor. 2, 9; cfr. Is. 64, 4. 19. Cfr. 1 Cor. 13, 12 y 1 Jn. 3, 2. 20. San Bernardo, Sobre el Cantar de los Cantares, n. 83, 4; Liturgia de la horas, tomo 3, Madrid 1972, p. 1153. 21. San Josemaría, Camino, n. 432. 22. San Juan de la Cruz, Llama de amor viva, Canción 3, n. 6, o.c., p. 111. 23. C. Cardona, Metafísica del bien y del mal, EUNSA, Pamplona 1988, p. 131. 24. Cfr. Lc. 2, 19 y 51. | |