Tema 4: ¿Por qué practicar?

Autor: Michel Esparza | Fuente: http://sontushijos.org
Curso en línea "Catequesis básica para padres"
Tema 4: ¿Por qué practicar?
Tema 4: ¿Por qué practicar?

LAS RAZONES DEL CREYENTE
(Breve introducción a la fe católica)
Tema 4: ¿Por qué practicar?
(Redención y sacramentos)


“La gracia sana y eleva la naturaleza humana”
(Adagio teológico)


Introducción

En la sesión anterior hemos considerado el origen y el sentido del sufrimiento. Vimos que si el hombre emplea mal su libertad se aleja de Dios y se deshace poco a poco. Impresiona constatar cuánto dolor trae consigo el pecado. El estado en el que ha quedado la humanidad como consecuencia del pecado es realmente penoso. No nos damos cuenta porque estamos acostumbrados a ello. Pero si pudiésemos visitar un planeta en el que también hubieran sido puestos los hombres y en el que no hubiera habido pecado, el gran contraste que apreciaríamos nos abriría los ojos. Allí, todos se parecerían a la Virgen María. Y, al volver a esta tierra, suplicaríamos vehementemente a Dios que nos enviase un Redentor.

Vimos también que gracias a la Redención, Jesús nos reconcilia con Dios —haciendo así posible la salvación eterna—, nos enseña a transformar el dolor en sacrificio corredentor inspirado por el amor y nos proporciona una gracia salvífica capaz de curar las heridas que el pecado ha infligido en nuestra naturaleza. Esa gracia se nos administra ordinariamente a través de los sacramentos. En este capítulo haremos hincapié en el aspecto curativo de la gracia. En el último capítulo nos detendremos en la esperanza de Vida Eterna de los redimidos por Cristo.

¿Por qué practicar nuestra fe? ¿Por qué vale la pena frecuentar los sacramentos que Cristo ha instituido para nuestra salvación? La primera razón es que Cristo no se impone. Espera, por tanto, que le permitamos libremente salvarnos. Si deseamos que Cristo nos salve, tenemos que mostrarle con hechos nuestra buena voluntad. Si, después de ser evangelizados, creemos en Jesucristo, lo lógico es que le demostremos nuestra confianza acudiendo a las fuentes de la gracia. Si no estamos bautizados y sabemos que ese sacramento abre la puerta a todas las promesas de Cristo, lo lógico es que nos preparemos para recibir los sacramentos de la iniciación cristiana: el Bautismo y la Confirmación. Si ya estamos bautizados y nos enteramos de que lo mínimo que el Señor pide para salvarnos consiste en asistir a la Santa Misa cada domingo y fiesta de guardar, así como confesar, con contrición y propósito de enmienda, todos nuestros pecados mortales, pues lo hacemos con más o menos ganas, pero gustosamente.

De todos modos no basta con cumplir. Se nos pide amar. El cristianismo no puede ser reducido a una simple ideología o a una ética: a un modo de ver la vida o a un código de reglas de conducta. La vida cristiana no consiste sólo en profesar unas verdades de fe y en cumplir unos preceptos morales. El ideal cristiano consiste, ante todo, en una vida vivida por amor a Quien, dentro de los límites que le impone su delicado respeto de nuestra libertad, hace todo lo posible por revelarnos su Amor. Como afirma André Frossard, «el cristianismo no es una concepción del mundo, y ni tan siquiera una regla de vida; es la historia de un amor que recomienza con cada alma»1.

El amor exige que busquemos ante todo el bien de la persona amada. No voy a Misa y confieso mis pecados sólo porque me conviene. Si se ha establecido una relación de amor con Cristo, asisto a Misa porque sé que es algo que Él ha inventado como medio de entregarse a mí y de darme la fuerza para ser buen discípulo suyo. Si no asisto a Misa, me pena sobre todo porque sé que Él me ha estado esperando. No confieso mis pecados sólo para quedarme yo tranquilo. Confieso mis pecados sobre todo porque el Padre de la parábola está triste mientras el hijo pródigo está lejos de casa. Intuyo que le procuro una alegría proporcional al amor que me tiene.

Cristo desea que le amenos desinteresadamente. Nos invita a la santidad —perfección de amor—, pero entiende nuestra miseria. Por eso, perdona por ejemplo nuestros pecados aunque acudamos al sacramento de la reconciliación con una contrición imperfecta. En consecuencia, mientras vamos cimentando nuestros propósitos de amarle de modo más perfecto, es lógico que queramos profundizar en las razones por las que nos conviene beber en las fuentes de la gracia. Y una de esas razones de conveniencia es que nuestra felicidad depende de la calidad de nuestros amores. El santo es el más feliz. Intentaré mostrar, por tanto, que la santidad es imposible sin la curación que lleva a cabo la gracia en nuestras almas. Pero antes nos detenemos brevemente en los sacramentos como fuentes de gracia.

¿Qué son y cómo actúan los sacramentos?

Vale la pena recordar la doctrina católica acerca de los sacramentos. En resumen, dice así: «Los sacramentos son signos eficaces de la gracia, instituidos por Cristo y confiados a la Iglesia por los cuales nos es dispensada la vida divina. Los ritos visibles bajo los cuales los sacramentos son celebrados significan y realizan las gracias propias de cada sacramento. Dan fruto en quienes los reciben con las disposiciones requeridas»2.

Los siete sacramentos instituidos por Cristo son signos sensibles que confieren la gracia que significan. No es casual, por ejemplo, que Cristo haya elegido el agua como materia del sacramento del Bautismo, o el pan para la Eucaristía. El agua sirve para lavar y el Bautismo limpia el alma; el pan sirve para alimentarse y la Eucaristía nos proporciona alimento espiritual.

Conviene recordar que los sacramentos tienen una eficacia infalible. Como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica, los sacramentos «son eficaces porque en ellos actúa Cristo mismo»3. Eso significa que los sacramentos obran —según las palabras de un Concilio— «ex opere operato», es decir, «por el hecho mismo de que la acción es realizada»4. No obran porque el sacerdote sea ejemplar o tenga tres Doctorados en teología, sino «en virtud de la obra salvífica de Cristo, realizada de una vez por todas»5. De ahí se sigue, con palabras de Santo Tomás de Aquino, que «el sacramento no actúa en virtud de la justicia del hombre que lo da o que lo recibe, sino por el poder de Dios»6. Por tanto, «siempre que un sacramento es celebrado conforme a la intención de la Iglesia, el poder de Cristo y de su Espíritu actúa en él y por él, independientemente de la santidad personal del ministro. Sin embargo, los frutos de los sacramentos dependen también de las disposiciones del que los recibe»7. En ese sentido, un mismo sacramento puede tener mayor o menor eficacia en función de las disposiciones interiores de quienes lo reciben («ex opere operantis»). Los sacramentos tienen una eficacia extraordinaria, pero nuestra miseria suele limitar esa eficacia. Una sola Comunión eucarística bastaría para hacernos santos si la recibiésemos con disposiciones ideales. Por su parte, el ministro sólo puede ayudar de modo indirecto a la eficacia del sacramento. Así, un sacerdote que celebra la Santa Misa con gran unión y amor a Cristo puede ayudar a los asistentes a disponerse mejor.

He querido recordar este aspecto de la doctrina católica porque se olvida con gran frecuencia. Lo más impresionante de los sacramentos es la realidad metaempírica. Dado que nosotros conocemos a través de los sentidos, nos cuesta adentrarnos en esas realidades maravillosas que sólo conocemos a través de la fe. Por eso se entiende que haya quienes prefieran una Misa porque el celebrante resulta más entretenido en sus homilías. Evidentemente, todo eso ayuda. Pero quien conecte con lo esencial —quien sepa que la Eucaristía «es una invención en la que se manifiesta la genialidad de una sabiduría que es simultáneamente locura de amor»8—, podría vivir una profunda emoción asistiendo a una Misa celebrada en chino por un viejo sacerdote a quien apenas se le oye, a las siete de la mañana en una iglesia gélida y fea.

La Eucaristía es lo más grande que se pueda celebrar en la tierra. Se celebra en la tierra, pero participa todo el Cielo. En la Santa Misa asistimos a todos los dolores y gozos redentores de Cristo. Con las últimas palabras de la Consagración —«Haced esto en conmemoración mía»—, el Señor instituyó dos sacramentos: la Eucaristía y el Orden sacerdotal. Nuestra lengua no es capaz de reproducir el significado exacto de la palabra “conmemoración”. Es, escribe Juan Pablo II, «"memorial" que se actualiza; no vuelta simbólica al pasado, sino presencia viva del Señor en medio de los suyos»9. La Eucaristía no es, pues, la representación simbólica de un hecho pasado. Es un sacrificio que se sigue perpetuando de modo misterioso pero real. En la Santa Misa, presenciamos con los ojos del alma los acontecimientos más importantes de la Redención y de la Glorificación de Cristo. Asistir a la renovación eucarística del misterio pascual no es comparable a ver una obra de teatro o una película; no es ni siquiera semejante a un acontecimiento retransmitido en diferido: celebrar o asistir a la Santa Misa equivale a ¡presenciar en directo todos los dolores y gozos redentores de Cristo!

Por falta de formación, hay quienes abandonan la práctica religiosa, sencillamente porque se aburren. Es como tener que asistir una vez a la semana a la misma obra de teatro, con muy pocas variaciones. Confunden sacramentos con simples ritos. Exagerando un poco, se podría resumir así la esencia de los sacramentos para quienes se quedan en lo meramente visible: cada vez que un miembro de nuestra comunidad de creyentes nace, conviene celebrarlo llevando al niño al local en el que nos reunimos; cuando se hace mayor, celebramos su entrada en sociedad; tenemos que guardar contacto, así es que nos reuniremos todos los domingos en nuestro local; alguien tiene que ser el animador, así es que escogemos a uno para dirigir “el cotarro”; si alguien se porta mal, tiene que pedir perdón a la comunidad representada por el animador; es importante que la comunidad esté presente en los momentos importantes de la vida de cada miembro, luego cuando alguien se case, que vaya al local y haremos una fiesta; y cuando esté en peligro de muerte, enviaremos al animador para que le dé ánimos en nombre de todos...

¡Qué gran diferencia entre asistir a Misa para coincidir con mis amigos y, de paso, ver qué tal es el abrigo que se ha comprado mi vecina, y participar en la Eucaristía conscientes de presenciar los acontecimientos más sublimes de la historia de la Salvación! Si convertimos nuestra vida en un sublime acto de amor corredentor, la Santa Misa se hace, cada día más, como decía San Josemaría, «el centro y la raíz» de nuestra vida espiritual10: el centro hacia el que convergen todos nuestros afanes, y la raíz que alimenta toda nuestra vida cristiana. Por una parte, en perfecta unidad de vida, el día entero se convierte en una misa. Por otra parte, la comunión eucarística y el afán por corredimir con Cristo —aliviando sus padecimientos redentores— nos dan la fuerza necesaria para sobrellevar cualquier sacrificio. Con esta alma sacerdotal, nuestra pobre vida adquiere una trascendencia extraordinaria. Uniéndolo todo al Sacrificio de la Misa, cada una de nuestras acciones, incluso las más insignificantes, adquieren un valor incalculable. De este modo, en medio de nuestros afanes y ocupaciones cotidianas, poniendo amor en el deber de cada instante, aligeramos la Cruz de Cristo y contribuimos a la Redención del universo, a «recapitular todas las cosas en Cristo»11.

La felicidad del amor

Nos detenemos ahora en el curativo de la gracia redentora de Cristo. La felicidad humana pasa necesariamente a través de la apertura al amor. Por naturaleza somos seres abiertos a los demás, pero si, por timidez o egoísmo, nos encerramos en nosotros mismos, cancelamos la posibilidad de ser felices, tanto en esta vida como en la Otra. Como personas, nos realizamos en la medida en que, por amor, nos entregamos. Nuestro yo sólo alcanza su plenitud entregándose a un tú.

Tanto la antropología del pasado siglo XX como la doctrina de la Iglesia están de acuerdo al afirmar que el hombre se realiza a sí mismo amando mucho y bien. Una de las frases del Concilio Vaticano II más citadas en el Magisterio de Juan Pablo II es que «el hombre, única criatura que Dios ha amado por sí misma, no puede encontrar su propia plenitud, si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás»12.

Puesto que nuestra felicidad depende de la calidad de nuestro amor, ningún progreso en la vida es tan importante como el progreso en el amor. De poco serviría adquirir amplios conocimientos técnicos y obtener todo tipo de diplomas, si fuésemos ignorantes acerca del amor.

Sin duda, el bienestar material contribuye algo a nuestra felicidad, pero el grado más alto de felicidad proviene de dar y de recibir amor. Y cuanto más perfecto es el amor, mayor felicidad procura. También el egoísta goza de cierta felicidad, pero no sabe lo que se pierde; con razón, en francés, “infeliz” se dice “malfeliz” (malheureux). Nada duele tanto como la soledad, entendida como ausencia de amor.

En el amor, cabe un progreso interminable. Entre un amor compulsivamente egoísta y un amor libremente abnegado, existe toda una escala de calidad de amor. Siempre se puede amar más (con mayor intensidad y a más personas) y mejor (entrega más sacrificada, con mejores intenciones, con mayor libertad interior y con mayor respeto de la libertad ajena).

Para progresar en el amor, no basta con tener buena voluntad. A veces, queremos pero no podemos. Quisiéramos, por ejemplo, no sentir resentimiento hacia alguien que nos ha ofendido, pero lo sentimos igualmente; quisiéramos olvidar algún agravio ya perdonado, pero no lo conseguimos, porque nuestra naturaleza se ha deteriorado a causa del lastre que deja el pecado.

Estoy, pues, convencido de que la vida cristiana supone una ayuda decisiva para progresar en el ideal del amor, más aún: que sin la ayuda de la gracia divina es imposible alcanzar las altas cumbres del amor. Y es que el corazón, el pensamiento y la voluntad de todo ser humano están contaminados por cierto egoísmo espiritual. Por tanto, mientras no se purifiquen nuestros afectos e intenciones, no será posible alcanzar una alta calidad de amor. Y es aquí precisamente donde entra en acción la gracia redentora de Cristo, una gracia que nos cura de nuestra incapacidad de amar de modo libre y desinteresado.

Querer, saber y poder

Dios nos ha creado para amar como Él ama. Pero, por el pecado, somos como una lavadora que se ha averiado por haber sido mal utilizada. Dios se ha encarnado con el fin de mostrarnos cómo tenemos que ser y de darnos los medios para arreglar los desperfectos.

La experiencia muestra que el egoísmo anida en el corazón del hombre. Se ve en los niños, incluso antes de alcanzar al uso de razón. Me contaba un experto pediatra que incluso un niño de varios meses puede comportarse de modo histérico y egoísta. Me refería el caso de un niño de seis meses que tuvo un episodio de apnea. No respiraba y su madre se alarmó muchísimo. Desde entonces el niño, para que su madre le prestara atención, simulaba episodios de apnea. «Yo se lo curo —le dijo el pediatra a la madre—: tráigamelo una semana a la clínica». En efecto, una semana más tarde el niño estaba curado. Cuando la madre preguntó al médico qué tratamiento había empleado, éste le dijo que todo había sido muy sencillo: que había bastado con no hacer caso al niño cada vez que parecía que no podía respirar.

En la raíz de todo mal moral, hay siempre tres posibles causas entremezcladas: mala voluntad (no querer), ignorancia (no saber), e incapacidad (no poder). Al revés, para amar de verdad no basta con buena voluntad (querer) y formación (saber). Necesitamos también aprender a curar nuestra incapacidad. Para poder vencer en esas peleas que nos superan, conviene indagar las causas más profundas, remover cimientos, operar sobre nuestros sentimientos de fondo.

Por tanto, para progresar en el amor, hacen falta querer, saber y poder. No basta con proponérselo. Hace falta también un aprendizaje y una capacitación. Ante todo necesitamos aprender a amar. Hay gente que piensa que todo el mundo sabe instintivamente en qué consiste el amor perfecto. Se casan, por ejemplo, y no aceptan consejos para mejorar su vida matrimonial. Les parece que del mismo modo que saben andar, saben cómo sacar adelante un matrimonio. Incluso cuando surgen dificultades, es posible que atribuyan la causa de sus problemas a haberse equivocado en la elección del cónyuge, en vez de deberse a que no saben amar. Recuerdo una persona que se había divorciado cinco veces y sólo entonces se percató de que el problema era que él no sabía amar. «Sólo ahora —decía apenado— me doy cuenta de que habría podido ser feliz con cada una de esas cinco mujeres...».

Aparte de querer y de saber. Necesitamos una capacitación que pasa por un largo camino de purificación interior. En función de la perfección moral de la persona, el corazón se animaliza o se espiritualiza. Según cómo evolucionemos, nos hacemos o nos deshacemos. La virtud congrega, el vicio disgrega. El hombre se perfecciona en la medida en que integra todos sus recursos con el fin de amar cada vez más y mejor. Si lo logra, vive en armonía con Dios, consigo mismo y con los demás. El desamor, en cambio, surte el efecto contrario; según Juan Pablo II, el pecado «aleja al hombre de Dios, lo aleja de sí mismo y de los demás»13.

Para purificarnos, debemos desandar el camino equivocado, poniendo orden en el desbarajuste interior causado por el pecado. Vale la pena pues de ello de pende nuestra felicidad. Además, si queremos ir al Cielo, tarde o temprano, aquí o en el Purgatorio, nos tendremos que purificar. Para ello, necesitamos una profunda conversión interior al calor de la gracia divina y de nuestra buena voluntad.

Cuanto más conscientes somos de nuestras incapacidades y de nuestras heridas, mejor entendemos que la perfección del amor no es posible sin una especial ayuda divina. Cuanto más conscientes seamos de las profundas raíces de nuestras heridas interiores, mejor entendemos la necesidad de esa gracia divina que sana, y por qué la Iglesia recomienda la confesión frecuente, aunque no haya pecados mortales, como medio de curar nuestras incapacidades.

Una gracia que dignifica y sana

Cristo no se limita a enseñarnos a amar. Nos ofrece también una gracia que nos capacita para amar como Él ama. En la Última Cena, al darnos su «mandamiento nuevo», nos pidió que nos amásemos unos a otros como Él nos ha amado14. Esto implica una velada promesa de asistencia para lograrlo. Su mandamiento es nuevo, entre otras cosas porque la calidad del amor que nos pide excede nuestras posibilidades naturales. Sin la ayuda de la gracia, el ejemplo de Cristo sería inimitable.

Gran parte del egoísmo del yo que enturbia el corazón escapa al control de la voluntad. Por eso necesitamos esa gracia que Cristo nos comunica a través de los sacramentos, sobre todo a través de la Confesión y de la Eucaristía; necesitamos, como escribe Juan Pablo II, esa «fuerza que transforma interiormente al hombre»15, ese don del Espíritu Santo que «transforma el mundo humano desde dentro, desde el interior de los corazones y de las conciencias»16.

Dios, que es Amor17, se revela y comunica a través de Cristo. El hombre ha sido creado para amar como Cristo ama, pero el pecado se lo impide y necesita que la gracia cure su incapacidad. La gracia santificante es el don del Espíritu Santo obtenido por Cristo en la Cruz. Se trata de un don sobrenatural que, al transformarnos interiormente, nos capacita para amar como Cristo ama. Para llevar a cabo esa misteriosa transformación, el Espíritu Santo opera en nosotros de modo progresivo tres efectos conjuntos: ilumina nuestro entendimiento para comprender el Amor de Dios, inflama nuestra voluntad para encendernos en deseos de corresponderle, y purifica nuestro corazón para conformar nuestros afectos con los de Cristo.

La santidad, como perfección de amor, no es posible sin la ayuda divina. Salvación viene de salud: para salvar hay que sanar. Sólo Dios es Santo: sólo Él ama de modo plenamente perfecto. Y es Cristo quien, por medio de la gracia santificante, nos eleva a la dignidad de hijos de Dios y cura el poso de egoísmo que el pecado ha depositado en nuestra naturaleza. «La gracia sana y eleva», se afirma en teología: la gracia cura nuestra incapacidad de amar bien —de modo libre, desprendido y desinteresado—, y nos eleva a la dignidad de hijos de Dios. Si lo que hay que curar es ante todo ese amor propio que pervierte nuestro amor, no es de extrañar que uno de los caminos que sigue la gracia para llevar a cabo esa curación consista en ayudarnos a tomar conciencia de la elevación a la dignidad de hijos de Dios.

Cristo es, pues, a la vez modelo y fuente de amor perfecto. Nos enseña a amar y, mediante esa gracia que nos cura y dignifica, nos capacita para amar como Él ama. Por tanto, en la medida en que nos dejamos penetrar por la gracia, podemos alcanzar esa verdadera felicidad que consiste en dar y en recibir un amor de gran calidad.

Sólo un Amor incondicional me puede curar

¿Por qué el Amor de Dios cura nuestra incapacidad de amar de modo ideal? Es algo que no se puede ventilar en unos minutos18. Pero, en resumen, diré que el egoísmo que más impide el amor verdadero es la soberbia. Lo que más nos molesta a la hora de amar libre y desinteresadamente son los problemas del yo, esa necesidad que tenemos de gustar a otros para poder gustarnos a nosotros mismos. Y es que existe una estrecha relación entre ser amado, amarse a sí mismo y amar a los demás. Por una parte, ver que alguien me ama, favorece mi autoestima. Por otra parte, existe una relación entre la actitud hacia mí mismo y la calidad de mi amor a los demás. Para vivir en paz con los demás, es preciso que viva primero en paz conmigo mismo. Nada me separa tanto de los demás como mi propia insatisfacción. Veo que los mayores criticones son con frecuencia aquellos que han desarrollado una actitud hostil hacia sí mismos.

Nada me ayuda tanto a valorarme como experimentar un amor incondicional. Si no, ¿cómo podría yo amarme a mí mismo sabiendo que tengo tantos defectos? Quizá por eso anhelo ser amado de modo incondicional. Y es que los complejos, tanto de inferioridad como de superioridad, deterioran mi paz interior y mis relaciones con los demás, y sólo desaparecen en la medida en que amo a alguien que me ama tal como soy. Pero ¿podría yo recibir de una criatura un amor estable e incondicional? ¿No es acaso Dios el único capaz de amarme de ese modo? Sin duda, el amor humano es más tangible, pero de una calidad muy inferior a la del amor divino. El amor de mis padres o de buenos amigos me ayuda a asegurar mis primeros pasos en la vida, pero la experiencia me muestra que ese amor, a la larga, resulta insuficiente. Sólo el Amor de Dios logra colmar mi vacío interior, otras soluciones de recambio (éxito y amor de otros) no me satisfacen del todo. En épocas exitosas de la vida, advierto menos esa profunda necesidad del amor divino, pero tarde o temprano resurge esa imperiosa necesidad.

En definitiva, puesto que nadie en la tierra es capaz de amarme de modo plenamente estable e incondicional, debo concluir que el desarrollo de mi capacidad afectiva depende, en última instancia y de modo decisivo, del descubrimiento del amor de Dios. Para poder amar a los demás sin egoísmos, esto es, por ellos mismos, debo aprender a amarme a mí mismo tal como soy, sin ningún tipo de engaño fraudulento. Y para poder amarme así a mí mismo, necesito descubrir el Amor misericordioso de mi Padre Dios.

«Dios me ama —escribe Leo Trese—. Esa es la última y suprema razón de mi existencia. Sobre esta convicción, sobre esta realidad fecunda, debo construir toda mi vida espiritual»19. La única solución estable de los problemas provenientes del egoísmo que anida en mi corazón pasa a través de la toma de conciencia de mi dignidad, gracias al Amor de Quien más y mejor me ama. Dios me ama tal como soy y su Amor me confiere una dignidad inestimable. Y Dios no me ama sólo de modo general: puedo afirmar que lo soy todo para Él. Se trata, pues, de contraponer a la soberbia «el gozo humilde de saberse amado por Dios, no porque yo lo merezca sino porque Dios es bueno»20.

Saberse objeto de la complacencia divina es algo que nos purifica el alma. El arte de la humildad —y de la santidad— consiste en vaciarse de uno mismo para poder llenarse de Dios, y también en llenarse de Dios para poder vaciarse de uno mismo. Por tanto, para avanzar por el camino de vida cristiana, precisamos una honda conversión interior: tenemos que estar firmemente decididos a abandonar falsas seguridades y a abandonarnos confiadamente en el Amor del Señor. Muchos hacen depender su felicidad de condiciones de futuro. Pero es imposible satisfacer establemente las expectativas del propio yo. En cambio, estar a bien con Nuestro Padre Dios es muy fácil. O somos felices hoy y ahora, tal como somos y con lo que tenemos, o no lo seremos nunca.

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1. A. Frossard, Los grandes pastores, Rialp, Madrid 1993, p. 115.
2. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1131.
3. Ibidem, n. 1127.
4. Concilio de Trento, Denzinger, n. 1608.
5. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1128.
6. S. Tomás de Aquino, Summa theologiae, III, qu.68, a. 8.
7. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1128.
8. Comité para el Jubileo del año 2000, La Eucaristía, Sacramento de vida nueva, BAC, Madrid 1999, p. 17.
9. Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo de 2000, n. 12.
10. J. Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 87.
11. Ef. 1, 10.
12. Gaudium et spes, n. 24.
13. Juan Pablo II, Dies Domini, n. 63.
14. Cfr. Jn. 13, 34.
15. Juan Pablo II, Redemptor hominis, n. 18.
16. Juan Pablo II, Dominum et vivificantem, n 59.
17. Cfr. 1 Jn. 4, 8.
18. Por eso le dediqué todo un libro a este tema (cfr. Amor y autoestima, Rialp, Madrid 2009.
19. L. Trese, Dios necesita de ti, Palabra, 6ª edición, Madrid 1990, p. 25.
20. C. Cardona, Metafísica del bien y del mal, EUNSA, Pamplona 1987, p. 130.