1. Introducción
En cierto sentido puede decirse que la reflexión creyente sobre Santa María tiene ya comienzo en los escritos neotestamentarios. Todo lo que se relata de Ella se estima teológicamente significativo y perteneciente a la integridad de lo que debe ser predicado a la Iglesia y recordado por ella
2. La época patrística
n San Ignacio de Antioquía (+ c.110). La doctrina mariológica se encuentra insertada en la polémica antidoceta: Cristo pertenece a la estirpe de David por nacer verdaderamente de María Virgen (Ad. Smynaeos I,1); fue verdaderamente concebido y engendrado por Santa María (Ad. Ef. 7,2); esta concepción fue virginal (Ad. Ef. 18,2), y esta virginidad pertenece a uno de esos misterios ocultos en el silencio de Dios (Ad. Ef. 19,1).
· La concepción y el parto aparecen ligados a la Cristología, como el modo de entrada del Verbo en nuestro mundo, que afecta radicalmente a la verdad de su carne y de su relación con el género humano; el misterio de la virginidad aparece estrechamente ligado con otros misterios guardados en el silencio de Dios y directamente referidos a su voluntad salvífica sobre los hombres.
El paralelismo Eva-María
San Justino (+ c. 167). La reflexión mariana aparece remitida a Gen 3,15 y ligada al paralelismo antitético de Eva-María. En el Diálogo con Trifón, Justino insiste en la verdad de la naturaleza humana de Cristo y, en consecuencia, en la realidad de la maternidad de Santa María sobre Jesús y al igual que San Ignacio de Antioquía resalta la verdad de la concepción virginal (78,3; 84,2) e incorpora el paralelismo Eva-María a su argumentación teológica (100, 4-5).
Este paralelismo de Gen 3,15 se encuentra en dependencia de la afirmación paulina de Rom 5, concerniente al paralelismo Adán-Cristo. Los estudiosos suelen llamar principio de recirculación a esta reflexión teológica de que entre la caída y su reparación existe un paralelismo antitético.
San Ireneo de Lyon (+ c.202). El paralelismo Eva-María adquiere su pleno desarrollo teológico. A él se debe, además, la analogía entre María y la Iglesia. En el ambiente polémico contra el gnosticismo y docetas insiste en la realidad corporal de Cristo, y en la verdad de su generación (Ad. Haereses, 3,19,3), y hace de la maternidad divina una de las bases de su Cristología y Soteriología: es la naturaleza humana asumida por el Hijo de Dios en el seno de María la que hace posible que la muerte redentora de Jesús alcance el género humano(Ad. Haereses, 1,10,1). La lucha contra el gnosticismo le lleva a destacar el papel maternal de Santa María en su relación con el nuevo Adán, y, en consecuencia, le lleva a destacar el papel activo de la Virgen en su cooperación con el Redentor.
Tertuliano (+222). Utiliza el paralelismo Eva-María en un contexto antignóstico. Afirma la conveniencia de que el Verbo recibiese carne de una virgen, ya que Adán había sido hecho de tierra virgen (De carne Christi, 17,1). El paralelismo se seguirá repitiendo a lo largo de toda la patrística. La posterior exégesis y la predicación lo irán presentando con mayor detalle, profundizando cada vez más en su significado soteriológico y en la analogía que guarda también con la relación María-Iglesia.
En cualquier caso, es evidente que con el paralelismo Eva-María, la consideración teológica se adentra cada vez con mayor riqueza por caminos de afirmación clara de la colaboración activa de Santa María en la obra de la salvación en plano excelso y único. Este paralelismo tiene como eje fundamental la relación pecado de Eva-Anunciación de María; tiene como centro la relación Adán-Cristo, otorgando en consecuencia a la Mariología una dimensión cristocéntrica, pues todos los autores que utilizan en paralelismo Eva-María lo hacen con un sentido netamente cristocéntrico.
La maternidad divina
Es el primer fundamento en el que se basan las primeras reflexiones patrísticas, bien se manifiesten, como sencillo testimonio de esta maternidad virginal, bien como reflexión sobre el papel de la nueva Eva en la historia de la salvación. A partir del siglo IV cuando se utiliza el título de Theotokos se despliega el esplendor de la doctrina mariana y de la piedad popular. La Virgen es introducida en la liturgia con fiestas, se pronuncian homilías y se cantan himnos que alimentan el fervor y ayudan a descubrir los privilegios marianos y su conexión con la verdad central de la maternidad divina. El título de Theotokos aparece por primera vez en la oración Sub tuum praesidium, que es la plegaria mariana más antigua conocida. Luego la utiliza Alejandro de Alejandría (+328) en la profesión de fe contra Arrio y a partir de entonces se universaliza esta verdad y son muchos los Santos Padres que se detienen a explicar su dimensión teológica.
La total santidad de María
La descripción de los comienzos de la Mariología quedaría incompleta si no se menciona un tercer elemento básico en su elaboración: la panhagía, los «privilegios» marianos. Ya San Ignacio de Antioquía los considera. De hecho son utilizados por los Padres, aunque en el contexto aunque su defensa resulte a veces incomoda. Así sucede con la virginitas in partuaparentemente tan favorable a la posición de los gnósticos. La afirmación se hizo universal convirtiéndose para San Gregorio de Niza y otros Padres en un signo específico de la Encarnación del Verbo. Metodio exalta a la siempre Virgen María (aeiparthenos); San Epifanio introduce en un símbolo de fe este título mariano. El II Conc. Ecuménico de Constantinopla recogió este título en su declaración dogmática.
Junto a la afirmación de la virginidad de Santa María se va destacando la afirmación de la santidad. Rechazada siempre la existencia de pecado en la Virgen, se aceptó primero que pudieran haber imperfecciones (San Ireneo, Tertuliano, Orígenes, San Basilio, San Juan Crisóstomo) mientras que San Ambrosio (De virginibus) y San Agustín rechazan que se diesen imperfecciones en la Virgen. San Jerónimo relaciona la perfecta santidad de María con la maternidad divina (Epist. XXII,38).
Después de la definición dogmática de la maternidad divina, la prerrogativa de la santidad plena se va consolidando y se generaliza el título de «toda santa» -panhagia-. En el Akathistos se canta «el Señor te hizo toda santa y gloriosa» (canto 23). A partir del siglo VI, y en conexión con el desarrollo de la afirmación de la maternidad divina y de la total santidad de Santa María, se aprecia también un evidente desarrollo de la afirmación de las verdades y prerrogativas marianas.
Aunque ya Hesiquio (+ post 450) afirmó implícitamente la Asunción de María basándose en el salmo 132,8 (De Sancta María Deipara), es a partir del siglo VI cuando se trata con más asiduidad esta verdad mariana, con motivo de las homilías que se pronuncian el día 15 de agosto, fiesta de la «dormición».
San Modesto de Jerusalén (+634) instruye a los fieles en el misterio de la Asunción y pone como fundamento la maternidad divina. (Encomium in dormitionem S. Dominae nostrae Deiparae semper que Virginis Marie, 5.)
San Germán de Constantinopla (+ 733) expone en varias homilías de la fiesta de la «dormición» los argumentos teológicos de la glorificación corporal de la Virgen (Oratio in dormitionem S. Deiparae). Lo mismo hace San Andrés de Creta (+ c.740, In Dormitionem B. V. Mariae) y algo después, con más profundidad doctrinal, San Juan Damasceno (+749, Homilía in Dormitionem B. V. Mariae).
Teodoto de Ancira (+438) escribe que la Virgen «está exenta de toda malicia, sin mancha, inmune de toda culpa, intemerata, sin mancha, santa de alma y cuerpo» (Homilía VI,11).
Hesiquio presenta a María exenta de concupiscencia (De Sancta María Deipara).
San Sofronio (+638) fue el primero que sostiene que María recibió, por privilegio especial, una gracia prepurificante (Or. II. In SS. Deiparae Annuntiationem).
Para San Germán, la Virgen está exenta del fomes del pecado (Or. VII. In dormitionem SS. Deiparae)
San Andrés de Creta presenta a María como la primera criatura de la humanidad redimida (Or. XII. IN dormitionem B.V. Mariae I).
En esta época tardía de la patrística se multiplican las voces que ensalzan a María como Reina y Señora de cielos y tierra. Tal es el caso de Leoncio de Bizancio, San Andrés, San Germán, San Juan Damasceno.
Si en los siglos precedentes los Padres mostraban la cooperación de la Virgen en la obra redentora por medio de la antítesis Eva-María, ahora proclaman de forma directa la misión social de la Virgen. Ella es refugio de los hombres (San Sofronio), «único camino de salvación» (San Germán). San Juan Damasceno insiste en la dispensación de las gracias, al igual que San Andrés de Creta.
Al considerar la época patrística, se aprecia que en estos ocho primeros siglos de historia, la Iglesia ha profundizado de forma progresiva y constante en los misterios de la Madre de Dios. Las líneas de profundización pueden sistematizarse en: la madre de Jesús, es verdadera madre de Dios, que concibió y dio a luz al Señor virginalmente. Ella está, por tanto, relacionada esencialmente con el Redentor, como la nueva Eva, madre de los vivientes. Ella es también prototipo de la Iglesia. Su papel en la historia de la salvación es la razón de que se le hayan otorgado tantas gracias excepcionales: está adornada con una total santidad y goza de unas especiales prerrogativas que le han sido concedidas en atención a su misión de Madre de Dios y Madre de los hombres.
Ya en el siglo II se habla de la virginidad de María y se encuentra formulado el paralelismo Eva-María y se comienzan a considerar las relaciones María-Iglesia, es a partir del Concilio de Efeso cuando, tras la clara afirmación de la maternidad divina, se encuentran los testimonios de las fiestas y de la devoción a Santa María. Así se advierte en los numerosos sermones que han llegado hasta nosotros. Este desarrollo es más esplendoroso en el Oriente que en el Occidente, que a la luz de la historia aparece mucho más sobrio de expresión y más reservado a la hora de hablar de prerrogativas marianas. En el Occidente, ya casi cerrando el período patrístico, es de rigor destacar la figura de San Idelfonso, no sólo por su clara defensa de la virginidad de Santa María, sino también por su canto a la realeza de María y, especialmente, por su devoción a Nuestra Señora concretada en la idea de servicio amoroso y de consagración a María.
3. María en la Edad Media
Desde el punto de vista de la progresión de las ideas teológicas, no es fácil trazar una línea divisoria entre el final de la patrística y el comienzo de la Edad Media, sobre todo, si se tiene en cuenta al Oriente. En efecto, la devoción mariana y el pensamiento teológico en torno a Santa María siguen allí lo que se ha descrito como un decurrir bastante rectilíneo y sin interrupción hasta la caída de Constantinopla en 1453, mientras en Occidente, sobre todo, a partir del renacimiento carolingio se da un notable cambio hacia un mayor desarrollo de la Mariología. Este desarrollo es efecto, en primer lugar, del influjo de los grandes autores latinos (Ambrosio, Jerónimo, Agustín); pero es efecto también del influjo de Oriente en el Occidente, influjo que es de suma importancia en el comienzo de la Edad Media.
Este influjo se manifiesta en la introducción de las fiestas marianas de Oriente en Occidente a partir del siglo VII, en la traducción de homilías e incluso del himno Akathistos, cuya versión latina realizada en torno al a. 800, llega a popularizarse. Esta influencia del Oriente en el Occidente tiene mayor importancia si se tiene presente que, en el caso de la Mariología, el desarrollo doctrinal que se experimenta en el Occidente viene precedido por lo que podría calificarse como una auténtica y duradera explosión de piedad popular. De ahí que pueda decirse con toda justicia que existe continuidad, y no un declive, en esta evolución que va del período patrístico al siglo XI. (Köhler, Th., Historia de la Mariología).
Se trata de un desarrollo doctrinal que tiene como puntos firmes la maternidad divina y la perpetua virginidad de Santa María, recibidas ya como verdades pertenecientes a la fe. De allí se orienta hacía la consideración de las prerrogativas marianas, especialmente de la Inmaculada Concepción, de la Asunción, de la Mediación y de la Realeza, ampliando y profundizando los temas ya recibidos en esbozo de la teología patrística.
En la Edad Media aún no nos encontramos con los tratados de Mariología en el sentido estricto del término. La ampliación de estos temas se produce a través de sermones, de escritos ascéticos y de comentarios a la Escritura. Concentrándose en cuestiones relativas a las prerrogativas, mientras que el paralelismo Eva-María para a un lugar de menor relieve.
El primer autor notable de esta época es Beda el Venerable (+735). En él se encuentran los tradicionales temas: Eva-María, María-Iglesia. La vida de la Virgen, sus virtudes y «privilegios» reciben en la predicación y en los comentarios bíblicos un tratamiento piadoso y sobrio.
Ambrosio Autperto (+784) que llega a afirmar la maternidad espiritual de María. De origen italiano, esta influenciado por la teología Oriental, aun tratando los temas clásicos de la teología latina. Ello se nota en el relieve que toma el Apocalipsis.Supo unir la tradición teológica bizantina y latina.
Elipanto de Toledo (+800) y Félix de Urgel (+818) recalcan la verdad de la maternidad divina en el rechazo del adopcionismo, lo cual culminará en el concilio de Frankfurt del a. 794.
Los escritores carolingios (Alcuino, +804; Paulino de Aquileya, +802) fueron los que más se esforzaron contra el adopcionismo. A este período, quizá finales del siglo VIII, pertenece la composición del Ave, maris stella, himno en el que se exalta la maternidad virginal.
Esta imagen de la Virgen como estrella del mar pasa rápidamente a la devoción mariana occidental. Se encuentra presente en Estrabón (+846) y en Rábano Mauro (+856), ambos benedictinos, y alcanzará quizá su expresión más bella en San Bernardo de Claraval (+1153). Todavía sin salir del siglo IX conviene mencionar, por lo ilustrativa del espíritu de la época, la controversia sobre la virginidad en el parto entre Pascasio Radberto (+865) y Ratramno (+ c.868). Los escritos de Ratramno parecen negar la virginidad en el parto; los escritos de Radberto hablan ya de la Inmaculada concepción.
A partir del siglo IX, comienzan a ser más frecuentes afirmaciones, que, de una forma u otra, inciden en la cuestión de la concepción inmaculada de María: se presenta a la Virgen como privada de las consecuencias del pecado original (la concupiscencia, la corrupción, etc.), o como liberada de nuestro pecado original, como la «sola bendita»,, como «la bendita por antonomasia». También pertenece a esta época la carta Cogitis me atribuida a Radberto y que tanta incidencia tuvo en la cuestión de la asunción de Santa María a los cielos.
En el siglo XI, aunque la devoción popular sigue siendo intensa, no son muchos los autores que se destacan en el terreno de la Mariología. Cabe mencionar los sermones de Fulberto de Chartres (+ 1028), las obras de San Pedro Damián (+ 1072) y las de Godescalco de Limburg (+1098), en las que se resalta la intercesión de Santa María por todos los hombres y su mediación universal. A finales de siglo se comienza a considerar con mayor atención la colaboración de Santa María con la obra de la Redención.
Con el siglo XII surge una nueva época, sobre todo en lo concerniente al quehacer teológico y, en consecuencia, en la forma de considerar a Santa María. En efecto, con el surgimiento de la escolástica y la concepción de la teología como una ordenada fides quaerens intellectum, los teólogos consideran a Santa María como parte integrante de lo contemplado por la fe. Esta contemplación se encuadra principalmente en torno al misterio de Cristo.
Así sucede ya con San Anselmo de Canterburry (+1109). Su doctrina sobre la Virgen se encuentra principalmente en el Cur Deus homo, dedicado al motivo de la encarnación, en el De Conceptu virginali et originali peccato y de las célebres Orationes. En el De conceptu virginali, San Anselmo no acepta la Inmaculada Concepción y, sin embargo, pone las bases para un desarrollo teológico correcto del dogma de la Inmaculada. Sus oraciones son de una gran riqueza mariológica, no sólo por la honda piedad que muestran, sino por la profundidad con que Santa María es presentada como Madre de Dios y, en consecuencia, por las deducciones que de aquí hace en torno al papel de Santa María en la historia de la salvación.
Inmerso en este ambiente aparece Eadmero (+1124), discípulo de San Anselmo, que escribe dos obras muy importantes para el tema de la Inmaculada Concepción: el Liber de excellentia Virginis Mariae y un Tractatus sobre su concepción. En Eadmero se prosigue con tonos cada vez más ardientes la tradición plasmada ya en el Sub tuum praesidium que invoca a María como intercesora y ayuda singular. También en esta época comienza la interpretación mariana del Cantar de los Cantares, quizá debido a la lectura de trozos del Cantar en la liturgia de la fiesta de la Asunción. Los primeros comentarios son los de Ruperto de Deutz (+1135, Comm. in Cantica Canticurum) y Honorato de Autún (+1136, Siguillium Beatae Mariae).
San Bernardo de Claraval (+1153) es, sin duda, la figura mariológica clave del siglo XII no tanto por la amplitud de sus escritos cuanto por su decisiva influencia en el pensamiento posterior. Sus escritos más importantes son las cuatro homilías sobre el evangelio Missus est, los tres sermones sobre la fiesta de la Anunciación, los cuatro sobre la Asunción, uno sobre las doce estrellas, el de la fiesta de la natividad de María y la carta a los canónigos de Lyon. Se trata, pues, fundamentalmente, de una producción teológica hablada y su influencia se debe, en no pequeña medida, a la belleza de su estilo, lleno de unción y fervor, alabado unánimemente.
La influencia de San Bernardo se debe a dos características de su doctrina mariana: por una parte, intenta recoger la tradición anterior y por otra su pensamiento tienen una magnífica coherencia interna. Sus dos principios son: la grandeza de la maternidad divina de María y su papel como mediadora entre Dios y los hombres en razón de su especial y materna relación con el Mediador.
San Bernardo ha recibido el título de Doctor melifluo precisamente por la belleza de su estilo; su más importante característica es la doctrina sobre la mediación de Santa María. En forma especialmente hermosa se describe esta mediación en el pasaje respice stellam. La influencia de San Bernardo se extiende a toda la Mariología de finales del Siglo XII.
El desarrollo de la Mariología en el siglo XIII se debe a las órdenes mendicantes, especialmente franciscanos y dominicos. Entre ellos destaca San Antonio de Padua (+1231), que sigue exponiendo las verdades marianas principalmente en sermones.
Con el siglo XIII llega el siglo de Oro de la Escolástica, y con él llega también el momento de las grandes sistematizaciones teológicas. Las verdades marianas van recibiendo, en consecuencia, una consideración más unitaria y sistemática. En el Libro de las Sentencias, Pedro Lombardo (+1160) trata de Santa María precisamente en la Cristología, al estudiar el misterio de la encarnación.
San Alberto Magno (+1280), De incarnatione, sitúa decididamente la Mariología en la Cristología. En él es patente la búsqueda de una mayor sobriedad mariológica con respecto a la época anterior.
Santo Tomás de Aquino (+1274) Summa Theologiae, coloca las cuestiones marianas al final de la Cristología, tras el estudio de la mediación de Cristo y al comenzar las cuestiones de la vida de Cristo como comienzo de la Soteriología.
San Buenaventura (+1274), Breviloquio y en sus Comentarios a las Sentencias de Pedro Lombardo. La estructura es similar a la del aquinate, se apoya en los principios de la maternidad divina y su asociación a la obra de Cristo.
Siglo XIV:
n Beato Juan Duns Escoto(+1308), Comentario a las sentencias(1289, Oxford y 1304, París). Su rasgo común es la sutileza argumentativa y su fuerza dialéctica. Es famosa su firme defensa de la Inmaculada Concepción: decir que María no ha contraído la mancha del pecado original no sólo no niega la universalidad de la redención, sino que muestra a Cristo como el Redentor perfectísimo, pues una redención que incluso preserva del pecado es más perfecta que la que simplemente libra de él, una vez que ya se ha contraído.
La gran devoción mariana de este período lleva consigo el que sean incontables los autores que escriben sobre Santa María, sin que esto signifique que introduzcan grandes cambios en la Mariología.
n Jaime de Voragine (+1298) conocido por su Leyenda dorada y por su Mariale aureum.
n Raimundo Lulio (+1316) en el que se unen en una síntesis inconfundible poesía y ciencia.
n Gregorio Palamas (+1360) y Nicolás Cabasilas (+1371) en Oriente.
Puede decirse que se asiste en este período a un auténtico enriquecimiento de la doctrina mariana, y lo que como hecho teológico es quizá más importante, se asiste a un auténtico clamor de alabanzas marianas por parte de los teólogos. Entre ellos destacan: Pedro Aureolo (+1320), Francisco de Meyronnes (+1325).
En resumen, en la época medieval los textos bíblicos y patrísticos sirven de apoyo para una reflexión teológica cada vez más estructurada sobre la Madre de Dios.
En esta época surgieron tres géneros marianos específicos:
n 1º Mariale: libro escritos en alabanza y honra de María. Entre las que proliferan se debe mencionar la atribuida a San Alberto Magno que a la luz de los textos de la Anunciación introduce varios temas marianos.
n 2º Florilegios marianos, en donde se relatan diversos hechos prodigiosos atribuidos a la intercesión de María. Entre ellos: De miraculis B.V. Mariae de Gualterio de Cluny.
n 3º Monografías marianas, que o tratan de alguna prerrogativa mariana (Tractatus de conceptione B.M. Virginis, de Eadmero), o recogen colecciones de sermones marianos ponderando algún aspecto de la Virgen (Tractatus de Beata Virginis, Bernardino de Siena), o bien ofrecen consideraciones espirituales sobre la Virgen (Speculum B. M. Virginis, Conrado de Sajonia); o glosan la vida de María (Itinerarium Virginis Mariae, anónimo).
De esta época proceden los himnos Ave Mariae Stella (s. IX), Salve Regina (s. XI), Alma redemptoris Mater (s. XII), Memorare (s. XII). Debemos citar especialmente el Santo Rosario, que adquirirá la actual estructura en el siglo XVI.
Las fiestas marianas se multiplicaron extraordinariamente. Junto a la severa imagen románica de la Virgen con el Niño, aparece la gótica de la Dolorosa y de la Piedad. Se construyen catedrales y templos en honor de la Virgen.
La teología mariana prosigue en el siglo XV con la consideración cada vez más atenta a los misterios de la Inmaculada y de la Asunción. Este período se cierra con el franciscano Bernardino de Busti (+1515), cuyo Mariale es una recopilación de leyendas, hipérboles y afirmaciones razonables.
4. María en la Edad Moderna
Viene marcada por la decadencia del pensamiento y los excesos de la Reforma. Sin embargo, se ha llamado la atención sobre el hecho de que los primeros Reformadores no llevaron sus ataques directamente contra la piedad y la doctrina mariana. Más aún, a Lutero Así se nota especialmente que la defensa católica de la persona de María ante la controversia protestante dio origen en los siglos XVI y XVII, a una profundización y sistematización de los privilegios marianos. Fruto de esa defensa es el tratamiento que se hace sobre María en el Catecismo para Párrocos, mandado publicar por San Pío V, como síntesis de la doctrina emanada en el Concilio de Trento y, a otro nivel, la obra De B. Virgine incomparabili de San Pedro Canisio (+1597).
Dos rasgos característicos de este período son: Por una parte, el nacimiento de la Mariología como tratado con especial coherencia interna. Por otra, las instancias que el jansenismo plantea al pensamiento católico.
Fue Francisco Suárez (+1617) quien por primera vez intentó realizar un estudio mariológico completo desligado del tratado de Verbo Incarnato. En 1584 compuso las Quastiones de B. N. Virgine quattuor et viginti in summa contractae, pero, por varios motivos, no las publicó como un libro a se, sino que el 1592 las introdujo en su obra Disputationes de Mysteriis Vitae Christi, (d. 1-23). No obstante por su sistemática puede considerarse como el fundador de lo que conocemos ahora como el tratado de Mariología.
El primero que utilizó la denominación de Mariologia fue Plácido Nigido en su Summa Sacrae Mariologiae (1602). Este autor intentó dar un tratamiento distinto y separado sobre la bienaventurada Virgen María y estructuró su tratado, no cronológicamente, como lo hace Suárez, sino según la causalidad eficiente y final. Este título -Mariología- se hace común en el siglo XIX y perdura hasta nuestro tiempo.
Pertenecen a este momento de la historia nombres egregios para la Mariología como los de San Lorenzo de Brindisi (+1619), D. Petau (+ 1652) Juan Bautista Novati (+1648). Puede decirse que toda la teología católica de este siglo reacciona con pasión agrupándose en torno a la tradición mariana recibida de los siglos anteriores y protegiendo la devoción popular a Santa María. Lo mismo sucede en autores de tanta importancia en el ámbito francés, como Pedro de Bérulle (+1629), fundador del Oratorio francés y Jean-Jacques Olier (+1657), fundador del Seminario de San Sulpicio. Ambos se caracterizan por su predicación impetuosa de las glorias de Santa María y de su poder intercesor; ambos presentan las verdades marianas en estrecha relación con Cristo.
La piedad mariana degeneró no pocas veces en sentimentalismos, exageraciones y, a veces, verdaderas desviaciones, a las que salen al paso voces tan autorizadas como la de Bossuet, quien insiste en que la verdadera devoción a la Virgen no se encuentra más que en una consecuente vida cristiana. Pero en el siglo XVII, la teología debe reaccionar también ante el rigorismo jansenista, sobre todo, en lo que se refiere a su aprecio de la piedad popular y a su concepción de la mediación de Santa María.
Así sucede con Pascal (+1662) y su novena Carta del provincial, en la que rechaza el escrito de Paul de Barry: El paraíso abierto a Filagia por medio de cien devociones a la madre de Dios, fáciles de practicar. En esta ambiente resulta emblemático el libro de Adam Widenfeld (+1678), Monita salutaria, aparecido en 1673. En él se atacan los excesos de la piedad popular en una forma que suscitó la reacción, no siempre ponderada, de las diversas órdenes religiosas.
Este rechazo de los abusos en la piedad popular mariana estaba revestido de cierta rigidez. Se hacia, pues, necesario, fomentar la piedad popular al mismo tiempo que se ayudaba a distinguir la verdadera piedad de la superstición. En este ambiente se enmarca San Juan Eudes (+1680), que tanto promueve el culto al Sagrado Corazón de María y se comprende la importancia de autores como San Luís María Grignon de Monfort (+1716) con su libro: Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, y San Alfonso de Ligorio (+1787) con su obra Glorias de María, universalmente conocida.
Resumiendo puede decirse que, al final de la Edad Media, existía una intensa piedad mariana en el pueblo cristiano. Esa piedad asumía, algunas veces, ciertas manifestaciones de fervor que, por carencia de doctrina, rondaban la superstición, o el puro sentimentalismo. Estas desviaciones, junto a sus planteamientos reduccionistas, llevaron a que los protestantes insistieran en el rechazo del culto católico a María, considerándolo aberrante y ensombrecedor del culto de Cristo.
Muchas de las órdenes y congregaciones religiosas fundadas o reformadas en esta época desarrollan una espiritualidad marcadamente mariana: los jesuitas, capuchinos, sulpicianos, eudistas, redentoristas, monfortianos. El Santo Rosario adquiere en el siglo XVI la estructura que ahora conocemos y su devoción recibió un fuerte impulso con la fiesta de Nuestra Señora del Rosario, instituida por San Pío V. A finales del siglo XVII nació en Italia la devoción del «mes de mayo», que se extendió con rapidez por todo el orbe católico, siendo una práctica de piedad habitual a mediados del siglo XVIII.
5. María en la Edad Contemporánea hasta nuestros días
Las prerrogativas marianas
Pío IX en 1854 proclamó el dogma de la Inmaculada Concepción de María. Un siglo después Pío XII definió el de la Asunción de María en cuerpo y alma a los cielos. En el siglo XX, por iniciativa del Card. Mercier, arzobispo de Malinas, se constituyó un movimiento mediacionista encaminado a la proclamación dogmática de la Mediación de María. Benedicto XV instituyó la fiesta de «María, mediadora de todas las gracias» y nombró una comisión para el estudio de tal dogma, aunque la iniciativa no prosperó. El Vaticano II recibió 300 peticiones proponiendo tal definición.
Después de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción, el fervor por la realeza de María fue creciendo. El año 1900 se pidió a la Santa Sede la institución de la fiesta de «Santa María Reina Universal». Esta petición fue reiterándose en los años siguientes. Después de la proclamación de la fiesta de Cristo Rey por Pío XI en 1925, surgió en Roma un amplio movimiento pro regalitate Mariae, que culminó, por parte de Pío XII, con la encíclica Ad Caeli Reginam y la institución de la fiesta litúrgica «Santa María Reina».
Los Tratados de Mariología
Siglo XIX.
M. Sheeben, Handbuch der Katholischen Dogmatik. Vuelve a las fuentes patrísticas a la vez que asume el movimiento dogmático. Tiene una doble preocupación: establecer ordenada y unitariamente los aspectos diversos del misterio mariano y, lo que supone una novedad, colocar a la Mariología en el lugar que le corresponde dentro de la teología: entre Cristo y la Iglesia.
J. Newman, no escribió ningún tratado, pero habla con cierta frecuencia y profundidad. Su doctrina es sobria, precisa y coherente y, en parte, se adelantó al pensamiento mariano de su época, aportando unos criterios e indicadores que salen al paso a futuras deficiencias que se hicieron patentes en tratados posteriores. Para él, la persona de María está en íntima relación y conexión con la del Hijo. Esta intimidad con Cristo la hace una criatura singular y única, pero no aislada de los demás seres, sino que es un anticipo del reino del Espíritu.
Siglo XX.
J.B. Terrien, La Mère de Dieu et la Mère des homme (4 vol.); A. M. Lepecier, Tractatus de beatissima Virgine María Matre Dei; entre otros.
Casi todos los tratados siguen la estructura tradicional de corte neo-tomista. Su método es el deductivo: partir de unos principios generales y llegar a unas conclusiones. Están vinculados de forma directa a la Cristología, porque se basan en el principio de la analogía y asociación de María con Cristo. El mérito de estos tratados consiste en haber explorado el misterio de María con los métodos científicos al uso en la época, promoviendo el conocimiento de María y fundando teológicamente su culto. Es laudable el empeño por poner en claro la armonía del designio de Dios en María y por conferir el carácter de teología auténtica a la doctrina mariológica.
A partir de 1920 surgen aires de apertura y renovación en la Mariología. Hay, en primer lugar, un cierto crecimiento en los estudios bíblicos. Primero se procura no instrumentalizar la Escritura y utilizarlas meramente para fundamentar las conclusiones obtenidas por el razonamiento especulativo. Al contrario, se procura ahondar en el contenido de la Biblia y de ahí obtener conclusiones. Debemos citar al menos, la obra de F. Ceuppens, De Mariologia Bíblica en Theologia Bíblica tomo IV.
Debido además al desarrollo experimentado por la Eclesiología se produce un planteamiento mariológico que relaciona esta parte de la Teología con el tratado sobre la Iglesia, un autor significativo en este corriente es O. Semmelroth con su obra Urbild der Kirche.
El movimiento de renovación litúrgica, la corriente teológica de revalorización de la patrística, el giro antropológico propiciado por la Teología a partir de 1930, y la intensificación del diálogo ecuménico, han influido positivamente en la Mariología, otorgándole una apertura y enfoque diversos a los nuevos problemas y eliminando el peligro de su propio encerramiento.
Se aprecia que en este siglo ha habido un auténtico crecimiento en el estudio de la persona de María y de sus privilegios. Lo cual es a la vez causa y efecto de la creación de revistas marianas especializadas, como Marianum (1938), Estudios Marianos (1940), Etudes Marials (1943). También se han constituido sociedades mariológicas nacionales y centros de Estudios Marianos.
A partir de 1895 se han organizado Congresos Marianos Internacionales, de carácter eminentemente pastoral y cuya finalidad ha sido y es fomentar la piedad mariana de los cristianos. Desde 1950, proclamado Año Santo por Pío XII, los Congresos Mariológicos Internacionales procuran profundizar en los diversos ramos de la ciencia teológica (Liturgia, Dogmática, Moral, Escritura, Ecumenismo, etc.).
La piedad mariana
Han surgido muchas congregaciones religiosas de inspiración mariana. Bergh (París, 1954) afirma que al menos 700 congregaciones femeninas creadas entre el siglo XIX y el XX tienen espiritualidad mariana, e incluso nombres que hacen referencia a María bajo alguna prerrogativa o devoción.
Benedicto XV y Pío XII impulsaron en culto mariano. León XII consagró al mundo al Inmaculado corazón de María el año 1943. Además, las apariciones de la Virgen han condicionado, al menos fácticamente la piedad y la devoción de los cristianos. Hasta 1975, la autoridad eclesiástica ha aprobado el culto mariano en los siguientes lugares: 1ª La Milagrosa, París, 1830; 2ª La Salette, Francia, 1846; 3ª Lourdes, Francia, 1858; 4ª Potmain, Francia, 1871; 5ª Fátima, Portugal, 1917; 6ª Beauring, Bélgica, 1932; 7ª Banneux, 1933; 8ª Siracusa, Italia, 1953; además de otros 8 lugares más. Por último está el florecimiento de las peregrinaciones a los santuarios marianos. Esta práctica piadosa ha hecho resurgir la vida cristiana en amplios sectores del mundo cristiano, ya que, a través de María muchos fieles han vuelto a la práctica sacramental.
6. María en el Concilio Vaticano II
Ha sido en primer concilio que ha dado un tratamiento extenso y articulado de la doctrina mariana, consiguiendo un feliz equilibrio entre los distintos planteamientos Mariológicos de la época. Por esta razón, su doctrina es punto de referencia de primer orden para el quehacer mariológico.
La situación de la Mariología anterior al Concilio Vaticano II
El Concilio dio un enfoque eclesiológico, que apareció como alternativo al planteamiento tradicional. Ambos intentos eran totalizantes e intentaban resolver cuestiones mariológicas cada una desde su óptica. Köster acuñó en el Congreso de Lourdes (1958) el término de Cristotipismo o corriente cristotípica y de Eclesiotipismoo corriente eclesiotípica. Ambas corrientes fueron un factor determinante en la redacción del capítulo VIII de la Constitución Dogmática Lumen Gentium.
Vicisitudes del texto mariano en el Concilio Vaticano II
En el primer esquema sobre la Iglesia se trataba el tema en el capítulo quinto, con el título De María, matre Iesu et Matre Ecclesiae (julio 1961); seis meses más tarde se envió a la Comisión Teológica con otro nombre. En marzo de 1962 la Comisión decidió separarlo del esquema sobre la Iglesia y fue devuelto a los Padre en noviembre de ese año. Se levantaron voces en favor y en contra de la inclusión dentro del texto sobre la Iglesia. El clima fue tenso por ambas partes. No era una simple cuestión de procedimiento, sino implícitamente suponía la aceptación de una u otra postura mariológica. Los que optaban por la unificación (eclesiotipismo) y los que defendían la separación (cristotipismo).
El Cardenal Santos de Manila era portavoz de los que propugnaban dos esquemas. Su exposición fue muy teológica, mostrando el lugar de María en el misterio de Cristo y de la Iglesia. El Cardenal König de Viena defendió la otra postura. Reconoció el valor teológico de la exposición; sin embargo, por razones ecuménicas y pastorales proponía la inclusión de la Virgen en el esquema de la Iglesia. El 29 de octubre de 1963 tuvo lugar la votación con una diferencia mínima a favor del esquema unitario.
El texto aprobadoMons. Maurice Roy, arzobispo de Quebec, presentó el 16 de septiembre de 1964 el capítulo VIII. La exposición justa y equilibrada fue alabada por los Padres conciliares. Se le hicieron algunas modificaciones y se presentó a una nueva votación el 29 de octubre, de nuevo se recogieron algunas propuestas y el 24 de noviembre fue sometido a una nueva votación.
La doctrina mariana conciliarEs necesario tener en cuenta las siguientes premisas:
a) Este capítulo mariano no pretende agotar cuanto puede decirse de la Virgen (cfr. Nº 54).
b) El Concilio no intenta resolver las controversias de las diversas tendencias mariológicas.
c) El texto conciliar legitima el valor de la Tradición y del Magisterio eclesiástico que, juntamente a la Sagrada Escritura, sirven de base para un progreso acertado de la Mariología (nº 55).
d) Se intenta eliminar el peligro latente de una Mariología cerrada, autónoma y aislada. Para ello se sitúa a María dentro del misterio de la salvación y allí se la ve con sus privilegios y prerrogativas personales (53, 56, 58, 60, 63-66).
e) Este texto magisterial contempla a María desde una perspectiva histórico-salvífica y deja de lado la orientación teológico-especulativa predominante en los años previos al Concilio.
f) En el documento está latente un evidente afán ecuménico (55-59).
El mismo título indica la metodología que va a seguir; partiendo de la realidad de la maternidad divina, y de su íntima e indisoluble relación con Cristo, se sitúa a María en el misterio salvífico, para obviar de esta manera una separación o alejamiento que la desvincule de los hombres.
El texto conciliar va más allá de las fricciones y, por elevación, supera la antinomia de las posturas previas, llegando a la síntesis conciliadora. Por pertenecer al misterio de Cristo, María forma parte necesariamente del misterio de la Iglesia, ya que, en la mente del Concilio, existe un único misterio, que es el de Cristo prolongado en la Iglesia.
1. Misión de María en la economía de la salvación (nn. 55-59)
El Concilio, comenzando por el A.T. (n.55) presenta los texto marianos escriturísticos en donde se aprecia la íntima implicación de la «mujer» en el misterio de Cristo. La figura de la mujer, Madre del Redentor, que ya aparece en Gen 3,15, se va iluminando progresivamente y aparece como la virgen madre del «Dios con nosotros» (Is 7,14; Miq 5, 2-3; Mt 1,22-23). Ella es el paradigma de los pobres de Dios y a la vez es la excelsa Hija de Sión.
De los nn.56-59 se contemplan los textos del N.T.: Anunciación (n.56): se aprecia que la cooperación activa de María en la liberación de los hombres tiene ya su fundamento en el primer instante de su aceptación del plan divino. Observación que condensa y sintetiza la pertenencia de María a la historia salutis(n.57). A continuación relata los momentos más significativos de ese itinerario: la visitación, el nacimiento del Salvador, la adoración de los pastores y de los Magos,...la cruz (n. 58), Pentecostés y la Asunción (n.59).
2. Relaciones entre la Santísima Virgen y la Iglesia (nn. 60-65)
En el n.60 se aprecia la preocupación ecuménica con una alusión explícita al unus Mediatorpaulino (1Tim 2,5-6), tan del agrado de la tradición luterana. Tomando como base esta verdad de fe, el Concilio afirma la mediación materna de la Virgen (n.62). La base de esta mediación se justifica: a) por la predestinación eterna como Madre de Dios (n.61); b) por el consentimiento y aceptación de la voluntad divina con el fíat de la anunciación (n.62); c) por ser la compañera singularmente generosa del Señor, desde el momento de su generación hasta acompañar a su Hijo en la Cruz (n.61); d) porque «asunta a los cielos no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna» (n.62).
Como se desprende de la enumeración de estos motivos, la mediación mariana tiene un doble fundamento: María es mediadora de forma mediata, porque ella concibió al Redentor y, a la vez, lo es de una manera inmediata, porque con sus actos se une voluntaria y conscientemente a las acciones redentoras de su Hijo.
El texto conciliar da pie para afirmar que la mediación de la Virgen se extiende tanto a la adquisición de las gracias (n.61) -redención objetiva-, como a la distribución de ellas (n.62) -redención subjetiva-.
A continuación en esta sección se contempla a María como ejemplo, modelo y tipo de la Iglesia. La maternidad divina es la causa de la unión esencial de la Virgen con la Iglesia (n.63). Esta unión es, por tanto, derivada de una previa: la unión de la Madre con su Hijo.
Consecuentemente, esta unión íntima entre María y la Iglesia origina unas relaciones o vínculos mutuos. En efecto, María es: a) tipo de la Iglesia, en orden a la fe, caridad y unión perfecta con Cristo (nn.63 y 64); b) modelo tanto de madre como de virgen (nn.63 y 64).
Lógicamente, el texto conciliar en el párrafo siguiente (n.65) explícita esta doctrina, poniendo ante la comunidad de los creyentes las virtudes de María que deben imitar: su eximia santidad y sus virtudes teologales, en especial su peregrinación en la fe y su amor materno.
3. Devoción y culto a la Santísima Virgen (nn. 66-67)
Estos párrafos nos presentan la relación entre María y la Iglesia, originada por la maternidad divina y por la relación tipológica entre ambas. El fundamento del culto mariano es la excelsitud de la Virgen (n.66). En el desarrollo histórico se distinguen dos épocas: a) desde los tiempos remotos hasta el Concilio de Efeso; b) desde Efeso hasta nuestros días. Finalmente hace una valoración doctrinal del culto, diferenciándolo del tributado a Dios, e indicando que la veneración a María favorece el otorgado a la Santísima Trinidad. El n.67 contiene normas de carácter pastoral que se dirigen, en primer lugar, a todos los fieles, exhortándoles a que fomenten el culto litúrgico. En segundo lugar, a los predicadores y teólogos invitándoles a eliminar tanto una falsa exageración, como una minimización de la singularidad de la Virgen y proponiéndoles el camino a seguir: el estudio de la S. Escritura, de los Santos Padres y del Magisterio. Por último, se dirige de nuevo a los fieles proviniéndoles del peligro de un falso sentimentalismo y de una vana credulidad, ajenos a la verdadera devoción.
4. María señal de firme esperanza (nn. 68 y 69)
Comienzan estos números con una visión escatológica de María, que asunta al cielo en cuerpo y alma, es imagen y modelo de la Iglesia peregrina en la tierra. A la vez es signo de esperanza cierta y de consuelo para todos los creyentes.
Se invoca finalmente a la Virgen como intercesora ante su Hijo, para que, a través de la devoción mariana y de su mediación materna, se logre que todos los cristianos y todos los hombres constituyan un solo Pueblo de Dios.
María, Madre de la Iglesia
El título aparece pocas veces en la literatura cristiana de siglos pasados. Sin embargo, fue emergiendo a partir de la doctrina del Cuerpo Místico. Benedicto XIV en la Bula GloriosaeDominicae afirmó la doctrina de la maternidad de María sobre la Iglesia. León XIII, Pío X, Benedicto XV, Pío XI y Pío XII expresan la misma realidad con iguales o equivalentes términos.
No obstante, es como Pablo VI cuando este título llega a su plena definición. Las razones en las que fundamenta el título son en primer lugar, la Teología del Cuerpo Místico; en segundo lugar, que es un nombre con el que están acostumbrados los fieles a dirigirse a la Virgen; tercero, la insistente petición del orbe cristiano. La solemne declaración abre un amplio camino para ahondar en la maternidad espiritual de María.